Aspiro a que alguna vez la Argentina deje de guardar las formas ante las carnicerías a las que sometió a ciudadanos indefensos y se transforme en una República coherente y fraterna, en un país real, o resignarse de una vez y para siempre a habitar un campamento con Internet que simula ser un apéndice perdido de la civilización occidental y cristiana en medio de la oscura barbarie latinoamericana.
Buenos Aires, junio de 2013
Introducción en cuatro actos
Yo vengo a hablar por vuestras bocas muertas.
Pablo Neruda
I
Sabino O’Donnell, el Médico de la Guarnición de Martín García, está harto de la maldita isla. No pudo tocarle destino peor en momentos en que la epidemia de viruela se expande. Se siente confinado como si fuera un reo más en ese leprosario flotante y, para peor, los indios que, como una marea nefasta, no terminan de llegar. Desembarcan 300 o 400 en cada “remesa”. Ya no hay dónde ubicarlos. Están en Punta Cañón, el Leprosario, el Hospital, el Cuartel de Artillería, la Cárcel, el Depósito de Indios y deambulando por aquí y allá. No se destinaron recursos para asistir a los salvajes. Y la viruela, con su hedor y sus pústulas infectándolo todo. Las decenas de muertos iniciales se transforman en centenares. Nadie lleva la cuenta exacta de los muertos, ni siquiera la sabe el minucioso lazarista Birot que se empeña en llevar los registros. Es lógico que mueran, están cada vez más hacinados y resulta elemental que el contagio se propague mientras el Ministro de la Guerra sigue mandando más y más “lotes” cada semana. Son como una plaga. Una pesadilla que no termina.
Al cirujano O’Donnell le consta que algo salió mal con su último intento de vacunación, ya que la mortalidad se aceleró en forma alarmante entre los prisioneros. Los indios lo odian y percibe que hasta los mismos soldados lo desprecian. Por milagro se salvó del ranquel que intentó degollarlo con un trozo de hojalata culpándolo de la muerte de toda su familia. Está preocupado. Ya no podrá realizar las excursiones que hacía cada tarde como único pasatiempo en el laberinto isleño. Decide elevar un parte al Comandante, pero lógicamente no piensa dejar asentado por escrito la cantidad de muertos. Imagina el escándalo que armarían ciertos periodistas librepensadores de Buenos Aires. Por otra parte, al Jefe de la Guarnición le consta la situación con sólo salir de su despacho. Decide mencionar algún que otro fallecido y lo más urgente: pedir protección.
El Médico de la Guarnición
Martín García, Diciembre 10 de 1878
Al Señor Jefe del Detall
Hoy, muy temprano han fallecido, en el Lazareto de Punta de Cañón, dos indios de los atacados de viruela. Los nombres de los fallecidos eran Maliluan de 30 años, y Fueulen de 25 aproximadamente.
De nueve que quedan en curación, hay uno en estado de grave peligro, y que necesita de especial cuidado pues está atacado al cerebro, y se levanta y corre y se oculta por entre el monte.
Pongo, además, en su conocimiento, para que se tomen las medidas consiguientes, que no podré, en lo sucesivo, visitar a los virulentos sin ir acompañado de una guardia pues los Indios creen que la vacunación ha tenido por objeto matarlos. Hoy se me han hecho amenazas y creo que [no] ha pasado el peligro de un atentado preconcebido. Dios guarde a Vd. Sabino O’Donnell (AGA Caja 15.278).
II
Remigio Lupo es un joven periodista a quien el diario La Pampa de Buenos Aires destina como corresponsal de la Expedición al Desierto. Viaja agregado a la Primera División conducida personalmente por el Ministro de Guerra en Campaña, general Julio Argentino Roca. De aquella experiencia va a dejar constancia en sus Crónicas enviadas desde el cuartel general de la Expedición de 1879. Muy pronto, la emoción del joven corresponsal irá dejando paso al hastío y al absoluto aburrimiento. La Expedición marcha con todo lo necesario, oficiales altaneros, miles de soldados, armamentos, provisiones, caballadas de repuesto, religiosos, no falta nada. El único problema es que no se ve ningún indio, ni siquiera de lejos. Las aventuras que imaginaba narrar de la Campaña no existen. En la correspondencia privada que mantiene con el director del periódico, ante la absoluta carencia de noticias relevantes, evidencia una apatía que raya la desesperación:
8 de mayo: Le aseguro a Ud. que es para desesperar a un corresponsal, la carencia absoluta de novedades dignas de especial mención, porque la columna expedicionaria marcha sin encontrar a su paso el menor tropiezo.
10 de mayo: Mi situación de corresponsal es, sin embargo, penosa. Hemos marchado unas tras otras muchas leguas pero sin ver nada y sin que nada ocurra digno de ser mencionado (Lupo 1938: 77, 84).
El 5 de junio de 1879, el ministro Roca está finalizando su rally patagónico, ya tocó la orilla del Río Negro, hubo Te Deum, salvas de artillerías y telegramas de felicitación ante la Conquista del Desierto. Las puertas de una segura candidatura presidencial están abiertas. El trayecto de su columna está absolutamente libre de indios, no así las otras cuatro divisiones que los cazan de a miles. Sus oficiales y soldados están tan aburridos como el corresponsal de La Pampa ante “la falta de diversión”. La pesadumbre de los 2.000 hombres que Roca guía en persona llega al extremo de terminar alucinando con los indios que no aparecen:
Todos ansiaban que se produjese algo capaz de arrancarnos de aquella monotonía, y no pocos se lamentaban por haber visto fallidos sus cálculos de tener diversión con los indios que creyeron encontrar al paso. A las 11 menos 20 minutos hicimos alto, almorzamos y proseguimos la marcha a las 11 y media. ¡Nada! Ni un solo indio. Había algunos que se desesperaban, y creían ver indios en cada accidente del terreno. De repente ¡Oh placer! Se divisó a lo lejos una polvareda que se alzaba a nuestro frente. ¡Son indios! (…) Confirmaba esta sospecha el hecho de que la polvareda… se alejaba de nosotros, desviándose ora a la derecha ora a la izquierda. El General por si acaso fueran indios, hizo hacer alto para desprender una partida de 20 soldados, a la que querían acompañar todos los Oficiales (Lupo 1938: 125,126).
Luego desprendió otro grupo de 10 soldados “que debía alcanzar y auxiliar en caso necesario a la primera. Un rato después vimos con sorpresa que regresaban las dos partidas. ¿Y los indios? ¿Los han batido? ¿Cuántos eran?”. Remigio Lupo cuenta que en principio ninguno de los oficiales hablaba. Finalmente, uno de ellos contó avergonzado la verdad. En la desesperación por encontrar indios, el general Roca había mandado a la tropa a perseguir remolinos de tierra: “La polvareda era levantada simplemente por el viento del valle, soplaba violentamente formando infinidad de trombas de tierra, conocidas generalmente con el nombre de remolino” (Lupo 1938: 125/127).
III
Duerme y se despierta una y otra vez, pero el sueño no termina, la pesadilla sigue y la Machi Oftullán no logra salir de los corralones para animales. La Machi es una médica étnica, y ya utilizó todos sus conocimientos pero no logra huir del abismo del sueño donde está atrapada junto a sus hermanos. Es un sueño muy largo y extraño, parece que dura meses con todos sus días, sus tardes y sus noches. Empezó de pronto cuando los huincas descubrieron la toldería en Aincó, territorio mamulche. A partir de entonces, la luz termina y comienza la noche. Aunque todavía no tiene 30 años, la joroba que carga en la espalda la avejenta. Al principio los soldados ni la miran, hay demasiadas chinas jóvenes para saciar su hambre de sexo; después llega su turno. Percibe con horror cómo las semillas de los cristianos se derraman dentro de su sexo. No los ve ni escucha sus jadeos, ni el peso de esos cuerpos sucios, ni sus manotazos, sólo siente el líquido malsano en su interior. Siente que la enferman, que la envenenan, que la ahogan. Es asco y es terror al mismo tiempo. Luego, el traslado a la costa arreados como animales y los suben a un navío.