Más cercano en el tiempo, tenemos el caso de Israel. Un Estado que debió constituirse como un paradigma de la tolerancia y en el país más observante en lo que atañe a los derechos humanos, muy pronto extravió el rumbo de los kibutzines iniciales y no pudo despegarse del rol de gendarme del Medio Oriente que le fue asignado al punto de participar del negacionismo turco frente al exterminio de armenios. Así se convirtió en un territorio donde prolifera un racismo acentuado y donde, últimamente, la construcción de un muro de cientos de kilómetros que quiebra el territorio haría palidecer de envidia al más extraviado de los estalinistas que erigieron el Muro de Berlín. Por su parte, la Argentina Occidental y Cristiana de la Dictadura del pomposo Proceso de Reorganización Nacional de Videla también hizo lo suyo. Hizo de todo en realidad. Arrojó gente viva mar adentro, mató, torturó, violó y hasta robó bebés para suplantarles la identidad. La Dictadura vernácula, al igual que el régimen turco de la I Guerra, los nazis y los últimos gobiernos de Israel estaban y están seguros de gozar de impunidad perpetua.
Aunque resulte discutible, los casos que acabamos de mencionar se encuentran acotados temporalmente. Por supuesto los genocidios armenio, gitano o judío venían larvándose de muy atrás y las guerras le permitieron a la intolerancia de siglos pasearse desnuda. En cambio, lo sucedido en América rebasa estos ejemplos desde el punto de vista de su continuidad temporal. Sin embargo, los teóricos especializados en este tema, los cadaverólogos, no se lo cuestionan; es como si no tuviesen espacio mental para otros horrores. Por estos lares seguimos aturdidos con el “encuentro de culturas”, seguimos con el máximo de show minimizando cualquier tipo de reflexión. ¿Podríamos decir que lo sucedido con los armenios a manos de los turcos fue un encuentro de culturas? ¿Acaso un rabino en Treblinka tuvo un encuentro cultural con Reichsführer-SS? Obviamente que no. En cambio, los indios sí tuvieron encuentros culturales con sus encomenderos, en los lavaderos de oro, en las plantaciones, en los socavones de las minas. En América continúa utilizándose ese eufemismo. La impunidad y la complicidad perpetua son las hermanastras de la injusticia. No hay castigo, la arbitrariedad sigue indemne. Este perverso mecanismo produce un doble resultado, por una parte se invisibiliza lo ocurrido y luego se lo glorifica. Este doble mecanismo mental genera la inelaborabilidad del espanto. Es algo imposible de elaborar. Si equiparamos lo ocurrido en América con el caso de Hitler y los judíos, tenemos como resultado que no sólo se niega el Holocausto, sino que además se termina glorificando a las SS. Y así como existe esa búsqueda de impunidad perpetua, de complicidad perpetua, también existe un genocidio perpetuo. Precisamente este libro, que tiene como eje desenmascarar la pedagogía de la desmemoria, va a enfocar aspectos de un genocidio que sigue ocurriendo hace cinco siglos, un genocidio permanente y, sin embargo, oculto. Un genocidio de características y proporciones difíciles de comprender. Sin embargo, ocurrió, y en algunos puntos sigue sucediendo, se sigue negando, oprimiendo, invisibilizando. Y, aunque planteamos la hipótesis del genocidio perpetuo, por razones de espacio no voy a enumerar los infinitos horrores del comienzo de la Conquista de los siglos XV al XVIII. Me voy a centrar en un período más reciente, situado entre el último cuarto del siglo XIX. Es un período en el cual se crea y consolida el imaginario de esa Argentina generosa, abierta a todos los hombres de buena voluntad; ese país granero del mundo, esa tierra del trigo y las vaquitas, poseedora de los cuatro climas, tal como nos enseñaron nuestras maestras de los primeros grados. Ese país, que nunca existió en realidad, decidió suprimir a todo un conglomerado humano ‘sobrante’.
El imaginario social va a construir la pedagogía de la desmemoria sobre la que se asienta la Historia Oficial. ¿A qué me refiero con pedagogía de la desmemoria? Me refiero a una estructura mental que hace del olvido, de la pérdida de la verdadera identidad, de la amnesia y de la tergiversación de la historia, su máximo credo. El poder tiene pánico de recordar lo inconveniente, por eso reelabora un pasado acorde a su presente. Esa estructura hace un culto de la desmemoria, de la amnesia colectiva. Ama el olvido. Ama lo ilusorio, se desespera por imaginar que estamos en Francia, que Buenos Aires es París, que somos todos blancos y rubios como en Escandinavia. Necesita olvidar, porque olvidar es olvidarse de sí misma, de sus responsabilidades, de su fingida ignorancia, de sus justificaciones absurdas, de aquella letanía “por algo será” que se repetía como si se tratara de un axioma filosófico capaz de explicar lo imposible, de explicar y justificar la desaparición de decenas de miles de ciudadanos y el secuestro de 500 bebés (de los cuales, felizmente, un centenar ha sido recuperado). Y la pedagogía de la desmemoria busca evitar ligazones claras y borrar los nexos del accionar genocida, como fue la entrega en “adopción” de los niños indígenas a familias cristianas. En 1878 se aseguraba: “cualquiera situación que se les haga en el campo o en el servicio doméstico entre cristianos, es preferible a la vida que llevan al lado de sus padres” (El Nacional 30/11/1878). La pedagogía de la desmemoria continúa repitiendo el latiguillo “los indios chilenos (…) las hordas chileno-indias” (Raone 1969: 397). Es decir, indios extranjeros, indios “usurpadores y genocidas”, como los califica una reciente solicitada aparecida en La Nación el 28 de noviembre de 2006 donde invierte los roles de víctimas y victimarios: “Estos indios chilenos se autodenominaron mapuches y no sólo fueron usurpadores, sino también genocidas, a pesar de lo cual el tratamiento que se les dio a los que se sometieron voluntariamente fue muy generoso”.
Como veremos a lo largo de este texto, esa “generosidad” para con los que se sometieron voluntariamente incluyó el asesinato durante los traslados, las deportaciones masivas, el desmembramiento familiar, la reclusión en campos de concentración, la inoculación de la viruela, los trabajos forzados. Esa “generosidad” se construyó con desmemoria y silencio. No en vano Juan Sorbino, teólogo de la liberación que postula la necesidad de no perder la memoria de las víctimas ni de los victimarios, fue condenado a “silencio absoluto” por el Papa Benedicto XVI. El poder sueña con el silencio. Anhela suprimir la memoria. Este castigo del Papa alemán Ratzinger a Sorbino me recuerda aquel Bando terrible del corregidor Areche donde condena a Túpac Amaru II a morir descuartizado. Aquel Bando no sólo es expresión de una enorme crueldad, al pormenorizar la manera en que el revolucionario y su familia deben ser ejecutados, sino de una interesante construcción del olvido. La sentencia de Areche va más allá: prohíbe el idioma quechua, las comedias donde los indios representaban la muerte de Atahualpa, las vestimentas e incluso los peinados, tradicionales identificadores étnicos que “solo sirven para recordarles memorias de sus incas” (Lewin 2004: 476). El quechua deberá ser reemplazado por el castellano, las obras de teatro por las procesiones de las fiestas eclesiásticas y la ropa y los tocados de las mujeres por vestidos y trenzas de las campesinas peninsulares. Paradójicamente, con el correr del tiempo, esa vestimenta será considerada como “clásica de las cholas” del altiplano. Una vestimenta de castigo. Aunque resulte increíble, Areche prohíbe recordar y ordena el olvido. El bando que concluye con el líder de la máxima rebelión colonial tiene como objetivo la destrucción de la memoria. El corregidor Areche, como encarnación de la autoridad que se postula hegemónica, busca inocular la amnesia y se propone amaestrar los recuerdos. Ese es el mecanismo de la desmemoria, y como doctrina viene de lejos usurpando la memoria americana.
Cuando el 12 de julio de 1562 fray Diego de Landa descubre un grupo de códices mayas que almacenaban información oracular y sapiencial, decide realizar una gran quema que pasó a la historia como el llamado “Auto de fe de Maní”. Condena a la hoguera a toda una simbología que juzga contraria a los Evangelios coartando de ese modo la posibilidad de recuperar a través de los códices sus valores culturales. De Landa fue implacable y partió como un rayo para Maní, a poner remedio en tal idolatría y castigar tal desvergüenza. Atrapó sacerdotes vivos y a otros que habían muerto los desenterró y arrojó al fuego por apóstatas de la Santa Fe, capturó además cientos de ídolos, imágenes pintadas, vasijas sospechosas y al menos 27 códices. Con una ironía que desborda sadismo, el fraile sintetiza su extirpación:
Usaba también esta gente de ciertos caracteres o letras con las cuales escribían en sus libros sus cosas antiguas y sus ciencias, y con estas figuras y algunas señales de las mismas, entendían sus cosas y las daban a entender y enseñaban. Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese supersticiones y falsedades del demonio; se los quemamos