Pedagogía de la desmemoria. Marcelo Valko. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Marcelo Valko
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789507546433
Скачать книгу
viaja cargado de prisioneros. El frío, los sacudones de las olas, los gritos, los ruegos, los vómitos. Desembarcan en una ciudad que tiene nombre de viento, de viento bueno, pero a ella no le parece ningún Buen Aire, le parece respirar un viento de enfermedad y de peste. La gente en el muelle empieza a tiro near de los niños para llevárselos. Caminando conducen al resto del grupo a los corralones de nombre extraño: “Miserere”. La Machi no lo sabrá nunca, pero ese desprolijo corral de animales sobre la calle Victoria es uno de los campos de concentración preliminares para los miles de prisioneros que destierran, ubicado entre las actuales calles Hipólito Yrigoyen y Loria; allí “existía un terreno donde fueron alojados provisoriamente una cantidad de indios e indias” (Pedemonte 1943: Testimonio Nº 23).

      Ella sabe de sueños, muchas veces viajó en ellos para realizar curaciones llegando hasta regiones muy lejanas. Pero éste es distinto a todos. Nunca anduvo en lugares así. Por primera vez en mucho tiempo tiene miedo, un miedo hondo y profundo. De pronto, otra vez aparecen los soldados huincas y, como al resto, la arrastran al mismo puerto donde la habían desembarcado. La suben a otro barco de pequeño porte llamado “Vigilante”. Dicen que los llevan a otro lugar, a Martín García. Desembarca en la isla ya con los síntomas de la enfermedad. Prueba despabilarse una vez más y cierra los ojos. Aunque ya no despierta más, al menos el sueño largo y horrible por fin parece terminar.

      El 8 de marzo de 1879, un lazarista que apenas la alcanza a ver deja constancia de que “Machi Oftullán murió de viruelas a la edad de 32 años” (AABA LMMG 1879 T I, f. 120). Antes, para que se le abrieran las puertas del Cielo de los cristianos, la habían bautizado in articolo mortis agregándole el civilizado nombre de Micaela (AABA LBMG 1879 T II, f. 28). Por lo visto, jamás lograría escapar de aquella pesadilla.

      Para mediados de 1881, todavía no hace un año que el tucumano Julio Roca recibió la presidencia como premio por la cacería de mapuches y ranqueles que la historiografía oficial sigue denominando con el pomposo título de Campaña Expedicionaria al Desierto. Sin embargo, la alegre tocata y pronto retorno a Buenos Aires del general Roca deja la tarea inconclusa. Roca permanece en operaciones al frente de sus tropas apenas 42 días. Menos de un mes y medio. Lo que tarda en ir en carruaje y regresar a Buenos Aires en barco. Será menester realizar ‘limpiezas’ complementarias de los últimos bolsones indígenas sobre el Nahuel Huapi y otras zonas cordilleranas que van a demorar un par de años.

      En aquel otoño de 1881, el movimiento que va a emprender el Ejército entusiasma al salesiano Giuseppe Fagnano, quien solicita permiso para acompañar a las tropas. Conrado Villegas, jefe de la campaña residual, se lo concede. Más allá de su tarea de evangelizador de infieles, hace tiempo que Fagnano tiene un anhelo personal: desea oficiar una misa en las ruinas de la misión jesuítica del padre Nicolás Mascardi en los alrededores del lago Nahuel Huapi que fuera destruida por los indios. Al igual que don Bosco, mentor de la orden Salesiana, tuvo un sueño, una visión en la que se vio a sí mismo oficiando misa entre las ruinas. Se demora en sus preparativos y sale a todo galope para tratar de alcanzar a la tropa. Las tres columnas mandadas por los coroneles Rufino Ortega, Lorenzo Winter y Liborio Bernal avanzan a tal velocidad persiguiendo a Sayhueque y Reuque Curá que el salesiano, que había salido de Patagones el 4 de mayo, encontrará a las columnas del Ejército camino de regreso. Su sueño aventurero se frustra. No llega al lago. El salesiano no oficia misa entre las ruinas de la misión de los jesuitas. Tal como va a reconocer el comandante Conrado Villegas: “don José Fagnano merece también una mención, pues en cumplimiento de sus sagrados deberes se lanzó al desierto con el fin de cantar un solemne Te Deum en Nahuel Huapi por el feliz arribo de las fuerzas nacionales a él, pero habiéndonos encontrado de regreso, no pudo llevar a cabo su feliz idea” (Villegas 1977: 32).

      En cambio, el 25 de mayo de 1881, a orillas del Río Negro, con las tropas vestidas de gala, oficia un solemne Te Deum agradeciendo el éxito alcanzado por el Ejército Nacional. Algo es algo. Al oficio también asisten las columnas de cientos de prisioneros indígenas aturdidos ante el derrumbe de su mundo. Entre ellos se encuentra Manuel Tripailao, uno de los hijos del cacique Tripailao afincado en la zona del Carhué. El cacique hace tiempo que milita entre los “indios amigos”; en cambio, su hijo, disgustado con la resignación de su padre, marchó al sur a combatir al huinca. Más allá de su valor y su ardor juvenil, poco pudo hacer frente a la potencia del Rémington. Ahora se encuentra en medio de la columna de cautivos que asiste a esa extraña fiesta de los huincas, que se arrodillan y vuelven a estar de pie y cada tanto repiten “amén”. El mapuche Manuel Tripailao tiene la peor opinión de los invasores y llora de rabia. Ignora que 70 años antes, el 25 de mayo de 1811, Castelli, ante las ruinas de Tiahuanaco, conmemoró el primer aniversario de la Revolución de una manera completamente distinta. El vocal Juan José Castelli había invitado especialmente a las comunidades indígenas y el discurso que pronunció, anunciando el fin de la esclavitud de los indios, fue traducido al quechua y al aymará. En 1881, la situación era bien diferente. La Revolución de Mayo, que había logrado expulsar a los realistas, era derrotada desde adentro. En 1881, otro país se había gestado, un país que no tenía como miras aquella estrofa del himno nacional que aspira a que nos gobierne “la noble igualdad”.

      Finalizado el Te Deum, Fagnano regresa con las tropas y los prisioneros hacia la costa atlántica. Manuel Tripailao marcha con su mujer y su primer hijo. Dejan atrás el fuerte Roca, Choele Choel y llegan a Carmen de Patagones. Los 300 prisioneros que fueron arrastrados cientos de kilómetros por la columna militar son “acantonados por un mes de la estación invernal entre las paredes de iglesia en construcción”. Las paredes aún no superan el metro y medio. Varias veces al día, el salesiano Fagnano se acerca a la capilla sin terminar “para enseñarles castellano, reglas elementales de higiene y catecismo. Al fin del mes bautizó unos 30” (Belza 1981: 89; Dumrauf 2005: 40). Lo importante es ganar para Dios a “los pobres infelices”. El frío parece aún más cruel con la amargura de la derrota, del hambre y el destierro. El joven Tripailao se mantiene en un absoluto mutismo, en una resistencia pasiva como la mayoría de su gente, lo que explica el escaso porcentaje de bautizados, apenas el 10%, en un grupo de prisioneros que padecía una situación comprometida y que, al aceptar el sacramento, de alguna manera se congraciaba con sus captores que tal vez podría tratarlos con otra consideración. En esos momentos, llega la orden de separar a las familias de los cautivos. Se dispone entregar a los niños a las familias ribereñas para su instrucción (Dumrauf 2005: 40). El salesiano Fagnano, que le está enseñando la manera de asear se a esos centenares de prisioneros hacinados, no está de acuerdo, pero guarda silencio. Tiempo después, expresará amargas quejas por escrito ante sus superiores que se encuentran en Europa. La tropa debe intervenir con firmeza para apartar a los niños de sus padres. Los indígenas se resisten. Varios prefieren matar a sus hijos y luego morir bajo las balas de los soldados. Uno de ellos es Manuel Tripailao que estrella la cabeza de su hijo contra las paredes de la iglesia sin terminar y se lanza gritando contra el pelotón que lo acribilla en el acto. Fagnano escribirá luego: “Los ladrillos del templo quedaron salpicados de sangre” (Belza 1981: 89).

      A través de estos cuatro actos, a modo de una semblanza introductoria, en lugar de realizar un planteo ordenado de la estructura del libro, anticipo mediante estos pantallazos el Fin del Mundo que se abatió sobre las vidas de miles y miles de seres humanos. Frente a ellos, los científicos traicionaron cínicamente la ética de la ciencia, los médicos se olvidaron de Hipócrates y su juramento, los periodistas se ocuparon de nimiedades y justificaron todo lo que fuese necesario con tal de vender más ejemplares y la Iglesia, por su parte, prefirió ocuparse del etéreo mundo de las almas de los salvajes a las que había que guiar en masa al Cielo. En cuanto al Ejército, como sucedió tantas veces en la historia, se lanzó a una cacería festiva y, en esa asociación maligna entre los militares y la religión, los “inveterados delincuentes étnicos” terminaron transformados en “ladrones del Paraíso”. Por su parte el capital, ansioso por devorar “las improductivas” tierras de los indios, disfrazó sus colmillos con intenciones de civilización y progreso.

      En estos casos conviene recurrir a los que saben, a los que saben sentir como el cubano Nicolás Guillén, quien en uno de sus poemas oscila