Tenemos evidencia de que la capacidad combinatoria de este adjetivo fue mayor en el pasado, gracias a la entrada <colli runa> ‘hombre de piel oscura’, del diccionario de González Holguín (1989 [1608]), de inicios del siglo XVII. Fonéticamente, el registro de <colli> para el adjetivo de color, con vocal abierta, coincide con el que ofrece Cristóbal de Molina (1988 [1573?]) y con la primera mención de la lengua (ver más adelante), lo que sugiere un étimo con posvelar al inicio (*qulli) y no con velar (*kulli). La variante que finalmente prevaleció (kulli) habría procedido de un Quechua IIB o Chínchay norteño, en la terminología de Torero (2002, p. 82), que, como el ecuatoriano, habría eliminado la distinción entre la posvelar y la velar, con lo cual se simplificó el fonetismo del sistema vocálico quechua a favor de las vocales cerradas; de ahí kulli y no qulli (pronunciado [ˈqɔ.ʎi]). Algo similar ocurrió con el nombre de la lengua quechua, que se escribió quichua de manera generalizada durante los primeros siglos de la dominación colonial y, en algunos casos, hasta el siglo XIX (por ejemplo, en Arona, 1938), al representar la pronunciación con velar y con vocal cerrada ([ˈki. ʧwa]), hasta que se introdujo la variante quechua por la fuerza de la campaña sureñizadora, en la segunda década del siglo XVII (Cerrón-Palomino, 2008, p. 37). En un contraste que sería necesario historizar de manera detallada, la variante kulli tuvo éxito frente a qulli incluso en aquellas variedades que, como la cuzqueña, mantenían la distinción entre /q/ y /k/, pues, a diferencia de González Holguín y Molina, los registros modernos solo entregan kulli (Lira, 1945; Cusihuamán, 1976a). En cuanto a la motivación para el nombre de la lengua a partir de este adjetivo, la entrada <colli runa> ‘hombre de piel oscura’, de González Holguín, invita a pensar en una aplicación del adjetivo de color a una población determinada, la del Huamachuco prehispánico o colonial, a cuya lengua se habría transferido posteriormente la denominación, por metonimia. Dicha atribución y bautizo habrían sido realizados por un grupo quechuahablante, lo que explicaría el origen quechua del étimo.
La mención más antigua de la lengua se remonta a 1618: un auto de visita —enmarcado en la primera campaña de extirpación de idolatrías, de las primeras décadas del siglo XVII (Duviols, 1977, pp. 176-193)— que instruye al párroco de Cabana para que prohíba hablar la lengua indígena en su jurisdicción. En el documento, que forma parte del Archivo Parroquial de Cabana (Pallasca, Áncash), se dispone «que ninguna persona hable la lengua que llaman colli» bajo «pena de cinquenta açotes»27. Nótese el distanciamiento del redactor a través de la frase de relativo con verbo impersonal: la lengua que llaman colli. Esto sugiere que el término aún no se incorporaba claramente a la terminología usada por la Iglesia, sino que era una palabra empleada cotidianamente por otros, tal vez la propia población cullehablante, seguramente bilingüe culle-castellano —pero más probablemente trilingüe culle-quechua-castellano, como veremos después—, por los «españoles» avecindados en la región o por ambos grupos poblacionales. Además de ser, como he adelantado, el único texto que contiene el nombre de la lengua con vocal abierta, también es el único que conecta, desde el discurso extirpador, el uso de este idioma específico con la supervivencia de supersticiones y rituales de «la gentilidad».
Es conocido el celo mostrado en distintos momentos por la Iglesia colonial contra el quechua y el aimara como vehículos de transmisión de las antiguas creencias andinas (Mannheim, 1991, pp. 68-71; Andrien, 2011, p. 115); el documento de Cabana, en cambio, se concentra en la lengua local. Este no parece haber sido el único caso de idioma «menor» tenido por nocivo para los fines de la evangelización en la primera mitad del XVII, puesto que, en 1646, un edicto del arzobispo de Lima, Pedro de Villagómez, advierte a los sacerdotes de toda su jurisdicción —que incluía Cabana—, que durante las «borracheras», los «indios viejos amautas» recordaban los antiguos ritos, habitualmente en su lengua, «y especialmente en la materna de sus pueblos donde la ay, para que los demás no los entiendan, y descubran»28. Es interesante que este edicto se haya emitido en el pueblo de Huacho, en el corregimiento de Chancay, que se encuentra dentro de la zona atribuida al quíngnam (Torero, 1986, pp. 540-541 y 1989, p. 229; Cerrón-Palomino, 2004, p. 87)29. Antes de la localización del documento de Cabana, la mención del culle que se tenía por más antigua era la contenida en la Memoria de las doctrinas que ay en los valles del obispado de Truxillo desde el rio Sancta asta Colán, lo último de los llanos, de 1630, que lista las diversas jurisdicciones eclesiásticas de la región costeña del obispado de Trujillo, y menciona las órdenes que estaban a cargo de cada una de ellas y, de paso, las lenguas que predominaban allí. Después de recorrer las zonas costeñas, de habla mochica y quíngnam, el documento termina señalando que, aunque en toda la sierra se habla «la lengua general del Inga», hay algunos pueblos que tienen «su lengua particular materna que llaman “culli”», pero se apresura en aclarar que en estas localidades «también usan de la general» (Ramos Cabredo, 1950, p. 55)30.
Como se desprende de este documento, la convivencia entre el culle y el quechua parece haber sido larga e intensa, aunque los escasos datos no apuntan a algún tipo de vinculación genética; de hecho, el culle sigue considerándose como una lengua genéticamente independiente (Adelaar con Muysken, 2004, p. 403). Una de las manifestaciones más claras del contacto culle-quechua reside en la cantidad de préstamos quechuas que contienen las dos listas de léxico culle de que disponemos. Si descartamos estos préstamos, ambas listas entregan un total de entre 48 y 52 palabras simples31, cuatro frases nominales con núcleo y modificador —<ahhi ogoll> ‘hijo hombre’ frente a <usu ogoll> ‘hija mujer’; <urù sag̽ars> ‘tronco’, donde <urù> es ‘árbol’; <còñpulcasù> ‘olas’, donde <coñ> es ‘agua’; <maivill> ‘sandalias’, donde <mai> es ‘pie’, y <huici-vana> ‘comedor de pan’— y dos enunciados descriptivos: <pichon-goñ> ‘pajarito tomando agua’ y <qui amberto gauallpe> ‘quiero comer gallina’, con el préstamo quechua <gauallpe> < wallpa y el probable pronombre de primera persona singular culle ki32. El vocabulario más antiguo aparece en una columna de la tabla denominada «Plan que contiene 43 vozes castellanas traducidas a las 8 lenguas que hablan los Yndios de la costa, Sierras y Montañas del Obispado de Truxillo del Perú», junto a sendos listados del «quichua», el «yunga» o mochica, la «lengua de Sechura», la «de Colan», la «de Catacaos», la «de los Hivitos» y la «de los Cholones». Esta tabla fue elaborada a finales del siglo XVIII por el obispo de Trujillo, Baltasar Jaime Martínez Compañón (1978 [1790])33. La segunda lista fue recogida alrededor de 1915 por el padre Teodoro Gonzales Meléndez, sacerdote de Cabana, en el caserío de Aija, cercano a su parroquia34, y fue dada a conocer en 1949 (Rivet, 1949), en paralelo con el listado de Martínez Compañón (Rivet, 1949; Zevallos Quiñones, 1948). Este fue, al parecer, el último testimonio recogido de boca de hablantes, capaces de construir oraciones en la lengua. Aparte de la versión de Rivet, existe una copia del listado hecha por el intelectual ancashino Santiago Antúnez de Mayolo, como se detallará en el capítulo 3.
Además de ambos listados, la crónica de los primeros agustinos que evangelizaron la provincia colonial de Huamachuco (San Pedro, 1992 [1560]) entrega un conjunto de palabras que se pueden asignar al idioma, además de muchos términos quechuas. Silva Santisteban (1986) presentó