Sobre la base de los datos léxicos entregados por las dos listas mencionadas y por las fuentes del siglo XVI, la lingüística andina ha podido reconstruir el área de emplazamiento del culle a través del examen de la toponimia (ver el mapa 3). Adelaar (1990 [1988]) y Torero (1989) llegaron, de manera independiente, a sendas hipótesis sobre esta área, el primero después de un minucioso trabajo de campo en la región, orientado inicialmente a localizar comunidades que todavía pudieran hablar la lengua; el segundo, mediante la revisión de los mapas del Instituto Geográfico Nacional. De este modo, a través de metodologías diferentes, se llegaba, básicamente, a la misma conclusión. El área en la que ambos están de acuerdo y que denominaré, a lo largo de este libro, «zona consensual» comprende, desde el norte, el territorio actual de la provincia cajamarquina de Cajabamba, el de todas las modernas provincias serranas de La Libertad y el de la provincia ancashina de Pallasca. El límite occidental habría estado marcado por el fin de la cordillera; así, en la costa, el área culle habría limitado con la del mochica y el quíngnam37. El límite oriental estaría dado aproximadamente por el cauce del río Marañón. Es importante mencionar que, si nos guiamos por la carta de postulación de curatos que el sacerdote Miguel Sánchez del Arroyo, cura de Ichocán y del pueblo de Condebamba, envió a la curia de Trujillo, en 1774, en la que se jactaba de conocer, además del quechua, el culle «por curiosidad e industria» (Zevallos Quiñones, 1948, p. 118), tendríamos que ampliar la frontera de la «zona consensual» hasta la provincia de San Marcos, pues Ichocán se localiza en su actual territorio.
Fuera de esta precisión, que se desprende de las fuentes mismas, el límite norteño de la zona de emplazamiento del culle ha sido difuso desde el inicio del estudio de esta lengua. Etnohistoriadores como Silva Santisteban (1982 y 1986) y Espinoza Soriano (1977 y 1974b) plantearon que el valle de Cajamarca, e incluso la zona de «los Huambos» —que cubrió, en tiempos coloniales, básicamente los territorios de las actuales provincias de Cutervo y parte de las de Chota y Santa Cruz—, fueron de habla culle, guiándose por informaciones coloniales y arqueológicas sobre la equivalencia de cultos y de manifestaciones de la cultura material entre Cajamarca y Huamachuco. Torero (1989) estudió la toponimia de la zona a partir de los mapas del Instituto Geográfico Nacional e identificó distinciones entre los componentes típicos de la toponimia culle y los del territorio cajamarquino no correspondiente a las provincias de San Marcos y Cajabamba. Sobre esta base, propuso dos áreas toponímicas distintas, que se superponen en parte, y que habrían derivado de sendos fondos idiomáticos, denominados den y cat a partir de las terminaciones más frecuentes de los nombres geográficos en ambas zonas. Posteriormente, Adelaar con Muysken (2004) identificó un conjunto de correspondencias léxicas entre la zona culle y palabras del quechua de Cajamarca no pertenecientes al fondo quechua, lo que sugiere un sustrato culle para estas variedades. En un artículo posterior, Adelaar insiste en esta idea (2012b, p. 210). Por ello, este autor llamó a profundizar el análisis para explicar la aparente contradicción entre el léxico y la toponimia en cuanto a la identidad lingüística prequechua del valle de Cajamarca. Asimismo, Adelaar ha señalado que algunas de las mencionadas correspondencias también se observan en el quechua de Ferreñafe, que probablemente también habría heredado esas palabras de una lengua previa al quechua (2012b, p. 203).
En cuanto al sur, George Lau ha analizado con cuidado la toponimia de los sitios arqueológicos, con el fin de evaluar la posibilidad de ampliar el área culle hasta Recuay. Sin embargo, no ha llegado a resultados concluyentes: «[L]a evidencia es ambigua para la existencia de una entidad geopolítica recuay cullehablante debido a que no se pueden fijar los topónimos de manera sistemática en el tiempo», afirma (2010, p. 145). La idea había sido propuesta por otros arqueólogos previamente: entre otros, Grieder (1978)38. Solís Fonseca, por su parte, ha propuesto una extensión hasta Bolognesi, en el límite sureño del moderno departamento de Áncash, sobre la base de una equivalencia discutible, como veremos después, entre la difusión de la lengua y la del culto de Catequil, la deidad principal del panteón huamachuquino (Solís Fonseca, 2009, p. 15, 2003 y 1999, p. 34). Antes que estos autores, Adelaar había propuesto una avanzada hacia el sureste siguiendo el cauce del río Marañón, por la frontera entre los departamentos de Áncash y Huánuco. Para ello, se basó en el hecho de que en la segunda visita que hizo el arzobispo de Lima, Toribio Alfonso de Mogrovejo, a fines del siglo XVI, se mencionó una lengua linga e ilinga en toda la «zona consensual», pero también en Mancha y Huarigancha, en la mencionada frontera (Adelaar, 1990 [1988], p. 86). Recientemente (Adelaar, 2019) insistió en esta idea y propuso separar las entidades lingüísticas referidas mediante las voces linga e ilinga: mientras la primera habría nombrado al culle, la segunda se habría referido al quechua. Torero, por su parte, planteó que linga e ilinga hacían referencia al culle, pero sugirió que la mención de esta lengua en la frontera entre Áncash y Huánuco atestiguaba la existencia de colonias de cullehablantes transpuestas de sus lugares de origen, a la manera de mitmas (1989, pp. 227-228). Cerrón-Palomino (2005, p. 126, n. 2) ha cuestionado esta equivalencia. En el capítulo 3 presentaré los argumentos de este autor y añadiré otros, basados en la misma visita eclesiástica, para sostener que las denominaciones linga e ilinga aludían ambas al quechua.
Los componentes toponímicos que han permitido trazar el área de expansión de la lengua se listan en la tabla 1, en la que se especifican, en la primera columna, las variantes de cada componente. En la segunda columna, se precisa el significado del elemento, si es que este se ha logrado establecer, así como el fundamento presentado para esta postulación. Si los autores han tenido ideas discrepantes sobre el significado del componente, se detalla el apellido del autor al costado de cada glosa. En cuanto a los procedimientos para la asignación de significado, los investigadores han seguido dos caminos: o se han basado en la documentación existente —la opción más confiable si se interpreta con cautela, como sucede con <quida>, que aparece como ‘mar’ en el listado de Martínez Compañón, y ha sido glosado como ‘laguna’ por Adelaar (2004, p. 402)—, o se han fundamentado en una observación de los referentes geográficos más frecuentes a los que aparece asociado el componente. Este es un camino sensato a falta de datos documentales, pero es menos confiable que el primero, por dos razones: primero, los investigadores miramos la geografía andina desde un prisma inevitablemente sesgado por las concepciones modernas, lo que supone un margen de error en la asociación entre topónimo y referente, y, segundo, en la toponimia andina es habitual la transposición del nombre a un fenómeno geográfico adyacente. Así, por ejemplo, un río termina recibiendo el nombre de la quebrada por la que pasa y, muchas veces, cambia de nombre adoptando las designaciones de los accidentes geográficos más prominentes a lo largo de su cauce. Por ello, es preferible una asignación de significado respaldada en la documentación, cuando ello es posible y siempre que se base en una interpretación cuidadosa de la fuente documental. En la tercera columna se brindan ejemplos de cada componente, y, finalmente, en la cuarta, se especifican las referencias bibliográficas relevantes para cada elemento revisado.
Aparte de los componentes presentados en la tabla, los investigadores han identificado, en el corpus de topónimos disponible, algunos lexemas no exclusivos de la toponimia, pero que formaban parte del léxico general del culle y que, como tales, aparecen en los nombres geográficos. Dichos lexemas son ogoll ‘hijo’, como posiblemente en Agallpampa (Adelaar, 1990 [1988], p. 90; Torero, 1989, p. 227); cau ‘lluvia’, como en Cauday ‘loma de la lluvia’ (Torero, 1989, p. 227; Adelaar, 1990 [1988], p. 89); sim, de significado indeterminado, como en Simbal (Torero, 1989, p. 227); uru ‘palo, árbol’,