Mi maravillosa librería. Petra Hartlieb. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Petra Hartlieb
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418264443
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propio con juguetes y abrirle una libreta de ahorros propia. Nunca me perdonó que me lo llevara a Hamburgo, y ahora se alegra muchísimo de poder malcriar a su «nieto» una semana entera.

      El día de Nochebuena cerramos la tienda a las dos de la tarde, desmontamos el belén prestado, lo devolvemos, y cansados pero contentos volvemos en el coche a la casita en el Schafberg. El árbol de Navidad casi está adornado del todo, el amigo radiólogo se lleva a los niños al cine y nosotros nos permitimos una siestecita. Al anochecer viene mi hijo, nos sentamos junto al árbol y nos sentimos una gran familia feliz. De regalos hay libros, audiolibros y unos cuantos juegos, sólo cosas que se pueden encargar a través del sistema de pedidos para libreros, pues ¿quién ha tenido tiempo para ir de compras? Oliver y yo no nos hacemos ningún regalo, lo más bonito que nos podemos imaginar es tener dos días libres.

      Soy un ser público. No tengo horas de visita u horario de despacho, nadie tiene que pedirme cita, entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde estoy en la tienda y todo el mundo puede interpelarme, y cuando estoy en el descanso del mediodía mis colaboradoras me llaman a menudo porque hay alguien que pregunta por mí. Constantemente aparecen personas de mi pasado en la pequeña tienda, radiantes de alegría, y se quedan un poco perplejas cuando ven que soy incapaz de reconocerlas a la primera. Compañeros de colegio, amigos de la universidad de las carreras más diversas, amigos del grupo de padres de cuando mi hijo era pequeño.

      –¡Hola! ¡Nosotros nos conocemos!

      –¿Sí?

      –No recuerdo bien de cuándo. ¿De la universidad? Sí, ahora caigo: la huelga en la uni, año 1987. Tengo un momento de sobresalto: ése fue el breve período de promiscuidad, de las noches locas, de los amantes, una fase al parecer necesaria para romper mi cordón umbilical con la conservadora casa paterna. Y también fue en esa época cuando tuve a mi hijo.

      Recuerdo vagamente al tipo que tengo delante, estudiaba Derecho, y era de los pocos de aquella carrera que estaban en el lado político correcto: el mío. Creo que la cosa se limitó a hablar unas cuantas veces y a coincidir en unos cuantos comités. Ahora compra regalos de Navidad, se alegra de que haya una librería vecina y nos invita a su fiesta de fin de año. ¡Una fiesta! ¡No tener que abrir al día siguiente! ¡Beber alcohol, no trabajar! Oliver irrumpe en mis hermosos pensamientos: «Tenemos que hacer el inventario de fin de año. Pero si acabamos temprano aún llegaremos a tiempo». Inventario.

      ¿Significa eso que tenemos que sacar, registrar y volver a poner en su sitio todos y cada uno de los libros que colocamos hace dos meses en las estanterías? Bueno, unos cuantos los hemos vendido, pero también han llegado unos cuantos nuevos. No tengo ni idea de qué puede aportar esto. Pero tampoco soy librera.

      De milagro, hemos acabado a las once. Nos vestimos rápidamente y vamos a nuestra primera fiesta en Viena. Aparte de los anfitriones no conocemos a nadie, pero no nos importa. Tenemos suerte porque el bufé sigue bien surtido y vale la pena atacarlo de verdad. Nos agarramos a nuestras copas de vino y, al final, agotados, acabamos sentados, apoyados el uno en el otro, en el sofá.

      Estamos noche y día en la librería, y mientras tanto, sobre nuestras cabezas, la nueva vivienda se va convirtiendo en habitable. A través de la escalera de caracol que enlaza el cuarto trasero de la librería con el piso de arriba asistimos en directo al proceso, y también los clientes gozan repetidamente de los sonidos del taladro percutor y de la lijadora de parqué. Tras haber echado el cierre, de vez en cuando nos escapamos escalera de caracol arriba, y yo intento hacerme a la idea de cómo será cuando cambie la húmeda habitación de invitados en la casita del Schafberg por una vivienda de 150 m2. Ya están alicatados la cocina y un cuarto de baño, y bajo el linóleo apareció milagrosamente un hermoso suelo de parqué. Me hace ilusión tener más espacio, pero por otra parte me cuesta trabajo imaginar el cambio de nuestro actual estado patchwork al anterior de familia papá-mamá-hija. La casa de los médicos es mucho más que un tejado: el modelo se ha convertido en una gran familia que funciona, con compras gigantescas comunes, un reparto horario para cuidar de los niños y una división perfecta de las tareas. Y nuestra hija ha mutado a una velocidad pasmosa de su condición de niña única a la de niña amoldada con hermanos. Nuestros amigos ya no tienen que ponerse de acuerdo entre sí para sus turnos nocturnos, pues yo estoy en casa por las noches. En realidad, siempre quise tener muchos hijos, y a partir de ahora, que voy a trabajar unos cuantos años de sol a sol, ya puedo quitarme de la cabeza que vayan a ser míos. Sólo tenerlos ya es inconcebible, y una excedencia por maternidad siendo empresaria es de todo punto imposible, así que acepto la gran familia patchwork y me doy por satisfecha, al menos casi siempre. Y en vista de la gran cantidad de trabajo que tenemos, hacer los bocadillos del desayuno o atender los regulares ataques de rabia de los más jóvenes (incluido el arrojar contra la pared los platos de espinacas) son cosas que hasta tienen un efecto relajante. Aunque sí que hubiese prescindido gustosamente del virus gastrointestinal que se paseó por el cuarto de los niños mientras mis amigos estaban en el reparador turno de noche: a las cuatro de la madrugada ya no me quedaba ni una sábana limpia, y a la mañana siguiente yo misma estaba detrás del mostrador con la tripa suelta.

      Febriles, nos acercamos al último día de trabajo de Oliver. A partir de marzo ya sólo será librero, vivirá en Viena, con nosotros, y trabajaremos juntos. Ya no habrá un sueldo de ejecutivo de marketing y para vivir dependeremos de lo que vendamos.

      Mientras dure la reforma de la vivienda, al menos no tenemos que pagar alquiler (nuestros amigos los radiólogos nos alojan gratis).

      Es un invierno con nevadas inusualmente grandes, incluso a veces no funcionan los tranvías; entonces jugamos a que estamos en un pueblo idílico de Suecia: llevamos a los niños con el trineo a sus respectivas guarderías.

      Cuando a principios de febrero nuestros amigos médicos deciden irse una semana a esquiar y una de las canguros se pone enferma, mientras la otra tiene que marcharse urgentemente a Eslovaquia por la razón que sea, entro en pánico. Desesperada, dejo que venga mi suegra a pesar de que sus capacidades como abuela han sido hasta el momento más bien limitadas. Pero lo que hay que hacer es abarcable: recoger cada día a su nieta, ocuparse de ella dos horas y, eventualmente, poner en la mesa algo nutritivo cuando yo llegue a casa a última hora de la tarde. Ella dice que sí, que todo irá bien. Y efectivamente cumple, más o menos: una vez sale a hacer una compra rápida, pero se pierde y regresa tres horas más tarde en un taxi; otra, no hace compra alguna, sino que para cenar me recalienta unos fideos de la víspera. A mi protesta («he estado trabajando todo el día, y para cenar necesito algo como es debido») responde con un silencio teñido de incomprensión. Mi hija está contentísima con el inusual consumo de televisión. Pero también esa primera semana pasará; finalmente, mi suegra introduce encantada en el archivo todas las novedades, lleva el dinero al banco y se precipita sobre los ejemplares de muestra recién llegados. Cada uno aporta lo que mejor sabe hacer.

      Por fin llega el gran día. Oliver mete en el coche todo lo necesario, vuelve a conducir los mil cien kilómetros y aparece. Pero esta vez para quedarse. Por fin volvemos a estar juntos, y además con una intensidad superior a la que nunca antes habíamos vivido. De día compartimos una librería de cuarenta metros cuadrados; de noche, un sofá-cama de 1,30 m de ancho en un cuarto pequeño, a veces con una criatura en medio, e incluso con dos. Pero es nuestro sueño, lo vamos a conseguir, y vamos a tener éxito. Con total seguridad. A pesar de que la reforma de la vivienda de arriba avanza con mucha lentitud, nuestros amigos médicos son tan discretos que nunca preguntan acerca de nuestras cuatro paredes propias, a pesar de que todos dimos por hecho en su día que sólo compartiríamos su casa unas cuantas semanas.

      Entretanto ya hemos celebrado el cuarto cumpleaños de nuestra hija, y para esconder los huevos de Pascua una casa con jardín también es mucho más práctica. A la niña no le cabe en la cabeza volver a mudarse y retornar a la condición de hija única. Pero cuando llega una carta del casero de nuestros amigos sí que nos ponemos algo nerviosos.

      «Tengo últimamente la impresión, a partir de una serie de observaciones, de que la visita de los conocidos de ustedes se ha convertido en una situación permanente, de manera que en vez de una son dos las familias que viven en la casa, lo que representa un flagrante incumplimiento, con todas las consecuencias, del