Poco a poco, el trabajo en la librería se ha ido convirtiendo casi en rutinario. Yo logro dar el cambio sin equivocarme cada dos por tres, y Oliver ya es capaz de ofrecer una bolsa con un acento prácticamente vienés. Intentamos ser divertidos y estar animados en todo momento, nos maquillamos las ojeras, y cuando a veces me asalta el pensamiento de que ésta va a ser mi vida durante los próximos treinta años y, de pronto, no estoy del todo segura de haber hecho lo correcto, intento apartarlo con toda rapidez. Siempre que me duermo tomo conciencia de que no podemos dar marcha atrás.
La gente del barrio, al menos la que compra libros (a la otra no la conozco), nos recibe con los brazos abiertos. Muchos nos dicen repetidamente que están muy contentos porque vuelve a haber una librería en la vecindad, y que hace cincuenta años ya compraban los libros para el colegio en la nuestra. Cuando no tenemos lo que buscan, lo encargan; la idea de comprarlo en otra parte sólo la tiene una minoría: «No, no pienso ir al centro, mañana vuelvo a pasarme por aquí y lo recojo». Debe de haber algo parecido a una frontera mágica, porque el así llamado «centro» está exactamente a siete minutos y cinco paradas de tranvía, aunque eso, al parecer, lo sitúa en otro planeta para la gente de nuestro barrio. A nosotros nos viene bien, y al cabo de unos meses me sorprendo a mí misma diciendo: «No, no pienso ir al centro» cuando al ferretero de enfrente le falta una pieza de repuesto.
En Hamburgo, Oliver no se ha limitado a dejar los asuntos de su trabajo en orden; también se ha ocupado de que nuestro hijo mayor se aloje en casa de amigos y de embalar en cajas de mudanza nuestra vivienda al completo, incluidos los varios miles de libros que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida. Una mudanza de Hamburgo a Viena es cara, pero si se fija la fecha con semanas de antelación la cosa se abarata, así que no podemos aplazarla; aunque la nueva vivienda aún no esté lista. Porque falta lijar los ciento treinta metros cuadrados de parqué. De manera que durante dos semanas hay aparcadas trescientas cincuenta cajas de cartón en la escalera principal, y el resto espera en el futuro comedor.
Nos lo habíamos imaginado todo muy bonito. La vivienda lista y los muebles (estantes, armarios y cómodas) montados. Cajas conveniente e inteligentemente rotuladas, que unos señores forzudos llevarían a las correspondientes habitaciones. Nosotros nos limitaríamos a deshacer maletas y desembalar cajas, la ropa la colocaríamos en los cajones y armarios, y los libros los pondríamos en las baldas. Esto ya es en sí un proceso lento, pues hay que ordenarlos alfabéticamente. Una habitación con la literatura anterior a 1900, otra con la literatura alemana, otra más con la literatura mundial y los libros de divulgación, y luego unos cuantos rincones perdidos con los franceses y las elegantes ediciones limitadas de la Andere Bibliothek, iniciada por Hans Magnus Enzensberger y Franz Greno en 1985. En el comedor, un estante cuasi decorativo con los libros de la editorial Manesse. Sin embargo, y qué le vamos a hacer, todas nuestras pertenencias están en la escalera, seguimos viviendo donde nuestros amigos los radiólogos, y algún día el parqué estará listo.
Vamos progresando mucho en la importante tarea de hacer contactos en nuestro nuevo barrio de trabajo y residencia. Así, una tarde entra en la tienda una mujer de buen aspecto de cuarenta y tantos años, se me planta delante y me tiende la mano derecha con una sonrisa radiante. «Hola, vivo enfrente, y nuestras hijas tienen la misma edad. Tenemos que conocernos.» A nuestra edad ya no hay que perder demasiado tiempo en las aproximaciones paulatinas y el olfateo mutuo. Si se continúa teniendo la capacidad de conocer a gente nueva y se tropieza con alguien interesante, entonces se dice y listo. A partir de esa frase vino un abono para el teatro compartido, un cuidado recíproco de las niñas, la asistencia durante dos cursos de las hijas a la misma escuela de enseñanza primaria, y muchas horas en el gran jardín de enfrente con sendas copas de vino blanco.
Y Robert aparece gracias a que nos hablan (ya no sé quién) de él poco antes de la inauguración. Sí, cuando estamos intentando fijar una gran tela con el nombre de nuestra librería sobre la entrada, alguien nos dice que cerca vive un consejero de distrito del Partido de los Verdes que tiene una escalera larga. Encontramos a Robert, y juntos llevamos la escalera hasta la librería; hasta nos ayuda a colgar la banderola.
Robert es aparejador de profesión, y cuando lo conocemos no podemos imaginar hasta qué punto va a ser la persona más importante en algunas de las siguientes fases de nuestra vida. De entrada, ayuda a Oliver a instalar metros y metros de estantería, que a continuación pintamos la novia de Robert y yo. Oliver acepta ya con toda naturalidad que se le ayude: por fin ha comprendido que nuestra nueva vida no sería posible sin la ayuda de otras manos.
Por fin llega el otro momento. Nos mudamos de la casa de los radiólogos a la nuestra. Pasamos de siete metros cuadrados a ciento y pico; de una estantería de IKEA a un armario empotrado; y de una gran familia a papá-mamá-hija. Al ordenar los roperos y poner las cosas en el armarito del cuarto de baño me siento feliz, la niña tiene una cama propia elevada, con un cubículo debajo, en vez del sofá desplegable en medio de las camas de los otros dos niños. Pero al irse a dormir se siente de pronto sola, echa de menos el palique y los mimos nocturnos, y no sabe qué hacer con sus propios juguetes, los que acaban de salir de las cajas de la mudanza. Hay que echar mano nuevamente del chupete. La entiendo, también a mí me resulta raro, sola con marido e hija. Ya nos acostumbraremos; además, hemos fijado dos días a la semana para que los niños duerman alternativamente en la casita del Schafberg y en la nuestra. Y también hemos reservado una semana de vacaciones juntos para el verano.
¿Y nosotros? Nosotros vivimos de pronto en el lugar de trabajo. La escalera de caracol, que conecta el cuarto trasero de la librería con el recibidor de nuestra vivienda, se convierte en la piedra angular, en el centro de rotación de nuestras vidas. Al principio tenemos miedo de que la niña o nosotros nos podamos partir el cuello, pero pronto ascendemos y descendemos a toda velocidad. Por la mañana, con la taza de café en la mano, y a lo largo del día reiteradamente para hacer más café, para poner la lavadora o para comer al mediodía. Cuando es Oliver quien lleva a la niña a la guardería o ella duerme donde nuestros amigos, a menudo no sé hasta las doce el tiempo que hace fuera; no necesito ni chaqueta ni medio de transporte para llegar a mi trabajo, y en alguna que otra ocasión hasta se me olvida ponerme los zapatos. Cuando se asa el pollo en el horno, el aroma atraviesa la librería, y a los clientes se les ve especialmente relajados y contentos. Y cuando los hijos de los radiólogos duermen una vez a la semana con nosotros hay un rito en el que la escalera de caracol tiene un papel importante. Después de la cena, y tras lavarse los dientes y ponerse el pijama, bajo con los tres, calzados con unos calcetines bien gruesos, a la librería. Sólo hay encendida una pequeña luz, y ellos avanzan silenciosamente hasta la sección infantil. Cada uno puede escoger un libro para la lectura de antes de dormir. Se toma prestado de la librería, se les lee en voz alta con mucho cuidado, y a la mañana siguiente se devuelve a su sitio. «Uno chuli, uno de un rosa casi rojo y uno de divulgación.» Escogerlos lleva muchas veces más tiempo que la propia lectura en voz alta.
Ahora ya se han hecho mayores, están en plena edad del pavo, y forman una unidad con sus grandes auriculares y sus teléfonos móviles. Han leído de cabo a rabo los libros de Harry Potter, los de Eragon y los de Percy Jackson. Nuestra hija está descubriendo en estos momentos a Victor Hugo, se divierte con Maldito Karma de David Safier y Tschick de Wolfgang Herrndorf, y la escalera de caracol hace tiempo que pasó a la historia. Pero los tres se acuerdan perfectamente, incluso hoy, de las noches en la librería. Y puede que aquellas noches fuesen en parte decisivas para que se convirtieran en ratones de biblioteca.
La proximidad del trabajo y la vivienda tiene la desventaja de que, o bien lo único que se hace realmente es trabajar, o se tiene mala conciencia cuando no se trabaja, porque las tareas pendientes se perciben literalmente bajo los propios pies. Pero cuando decidimos escoger esta vida y la librería, sin saberlo también decidimos trabajar sin descanso, y esto resulta mucho más sencillo cuando no hay grandes distancias. Después de haber cenado todos juntos, y tras el ritual de llevar a la niña a la cama, se procede a conectar el babyphone y los dos volvemos a bajar a la mina, que es como llamamos a ese sitio en el que pasamos tantas horas a la semana.
Y de nuevo nos tropezamos con un alma buena que aligerará nuestra existencia en el futuro: una estudiante chilena que vive encima de nosotros en un apartamento minúsculo, con el baño