Mi maravillosa librería. Petra Hartlieb. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Petra Hartlieb
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418264443
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que echa una mano en lo doméstico, también supone una ayuda. A la asistenta eslovaca y las dos canguros eslovacas, que vienen alternadamente, pronto se añade su madre, que se ocupa de la ropa. Desconcertados, somos testigos de cómo el personal eslovaco se hace con el control de la casa: los libros de medicina son ordenados por colores en la estantería tras habérseles quitado los Post-it, los cedés desaparecen para hacerle sitio en el mismo estante a una serie de bibelots, y en febrero seguimos rascando los motivos navideños realizados con nieve artificial en los cristales de las ventanas. Pero lo que importa es que los niños se lo pasaron bien. Oliver ha vuelto a hacer la ruta de Hamburgo a Viena con el coche, que iba lleno hasta arriba de herramientas y lo más imprescindible para vivir. Nuestro hijo sigue de momento en Hamburgo, alojado en casa de unos amigos.

      Nos damos dos semanas para convertir una tienda vieja y polvorienta en una librería nueva. Al fin y al cabo, cada día que no abramos es un día sin ingresos, y por lo tanto una catástrofe para nuestro montón de deudas. La fecha tope es el 4 de noviembre. De nuevo me pongo a revisar mi círculo de conocidos, pues aunque sigamos utilizando las estanterías viejas y consigamos las que faltan en IKEA y en los proveedores para mayoristas, es evidente que volvemos a necesitar para la reforma un dinero que no tenemos. Acabamos de apoquinar cuarenta mil euros por una librería. Para que podamos hacer la reforma de la vivienda el propietario quiere un pago anticipado de la renta, y finalmente tenemos que llenar la librería de libros. Y de nuevo sólo hacen falta unas pocas horas para que encontremos a la gente que nos ayuda a salir del aprieto. El novio de Katja trabaja en algo relacionado con ordenadores y nos presta diez mil, la pareja de radiólogos, además de proporcionarnos un techo, nos da un crédito a corto plazo sin intereses, y una pareja amiga de la Alta Austria, mis antiguos profesores, asumen el resto. Tras la primera campaña navideña habremos ganado lo suficiente como para poder devolverlo todo. Y si no es así tendremos un problema.

      Los que no pueden prestarnos dinero nos brindan su ayuda, que es aceptada sin misericordia: Peter sabe de electricidad, Ulla sabe pintar, Guido sabe hacer de todo, y quienes no saben hacer nada y aun así tienen tiempo, pueden desmontar estanterías, limpiarlas y volverlas a armar. Son dos semanas en las que metemos en una especie de bañeras de plástico una cantidad ingente de libros para luego volver a sacarlos, pintamos paredes y colocamos suelos; todo ello en compañía de radiólogos, periodistas, distribuidores, profesores de baile, grafistas, maestros y psicólogos.

      Me quito el mono de color naranja chillón sólo para dormir, pero en realidad ni eso vale la pena. En el primer contacto con posibles nuevos clientes se me tiene por una trabajadora de la compañía de basuras, que en Viena todos conocen como MA48, y cuyos empleados visten un uniforme naranja. Estoy pintando las paredes interiores de los escaparates, y los transeúntes se paran delante. «¿Quién se hace ahora cargo de la librería?», pregunta un señor mayor con un abrigo gris. «Soy yo, mi marido y yo», respondo. «Pues hola», contesta, mientras contempla el mono manchado de pintura agitando levemente la cabeza. Pues hola. Le ha salido del alma.

      Oliver aprende en estas semanas muchas cosas, por ejemplo que a veces es bueno dejarse ayudar. Él, que antes de pedir nada a nadie se cortaría la lengua de un mordisco, y que construiría una casa entera él solo si ello fuese posible, poco a poco se va acostumbrando a gente que nos ofrece su ayuda sin pedir nada a cambio. Lo único que quieren es participar, quieren contribuir a que la librería vuelva a la vida.

      Son las tres de la madrugada del 4 de noviembre cuando Guido coloca la última plancha de la moqueta y Katja dispone ordenadamente las guías en el estante correspondiente. Es como un milagro, y todo tiene el aspecto de una librería. Las nuevas lámparas iluminan cálidamente las baldas de madera recién fregadas; gracias a dos estanterías enfrentadas el espacio parece más grande y despejado; la moqueta gris queda elegante; y lo más importante es que tenemos libros, ejemplares nuevos de las programaciones de las editoriales para ese otoño. De noche nos hemos dedicado a revisar sistemáticamente los adelantos que nos han ido enviando a casa de nuestros amigos. Gracias a la competente ayuda de los dos radiólogos realizamos la compra. Todos los distribuidores austríacos sin excepción nos han suministrado, y ello por un valor superior a treinta mil euros, sin licencia profesional, sin garantía bancaria, sólo porque me conocen. Austria es así, y de nuevo los sentimientos de mi correcto marido alemán hacia este país oscilan entre la admiración y el desprecio.

      Por fin es el día, el gran día. 4 de noviembre, nueve de la mañana. Abrimos y nos situamos expectantes tras el mostrador. La radióloga recibe una clase rápida en el manejo de la caja, la periodista ha ayudado a ordenar la librería en los últimos días, y sabe dónde está cada cosa aproximadamente, y el comercial de la distribuidora conoce al menos los libros de sus editoriales.

      Así es como debe sentirse una actriz justo antes de salir a escena para su primera gran actuación. Estoy en mi librería, ante mis libros, y procuro tener la apariencia de que todo esto me resulta completamente normal.

      Y los nuevos clientes acuden de un modo torrencial. La puerta se abre y empieza a entrar gente que no tiene ni la menor idea de que estamos a punto de derretirnos a causa de los nervios, entra como si la tienda no hubiese estado cerrada nunca, como si hubiésemos estado ahí siempre. Anotamos encargos, buscamos libros que hemos guardado la noche antes, apuntamos nombres y números de teléfono. En medio del follón tengo delante a una joven rubia que ya había estado aquí hace unos días, en el momento caliente de la reforma, y había preguntado si no tendríamos un trabajo para ella. Estaba en la puerta y preguntó por el jefe; enseguida la borré de mi lista mental. La despedí sin ni siquieraapuntar su número de teléfono.

      –Disculpe, estuve aquí la semana pasada para pedir trabajo. Vivo aquí, a la vuelta de la esquina, me gusta leer muchísimo y siempre he querido trabajar en una libr…

      –¿Cuándo puedes empezar?

      –¿El lunes?

      –Vale, el lunes a las nueve.

      No hay nada como escoger cuidadosamente a los colaboradores.

      Recuerdo esa película en la que Harvey Keitel abre cada mañana su tienda, barre su trozo de acera y hace una foto de su calle.

      Así es como nos lo imaginábamos en las largas noches del final del verano en Hamburgo, cuando tomábamos nuestra decisión y nos parecía bien gracias al vino: desplegar cada día el toldo, abrir la tienda y fotografiar la calle, mirándola hacia arriba y hacia abajo. Y con motivo de nuestro décimo aniversario montaríamos una pequeña exposición con el título de «nuestra calle a lo largo de los años» o algo así.

      Una idea tan simpática fracasa enseguida porque Oliver ha de trabajar aún en Hamburgo durante seis meses: el plazo del preaviso de dimisión; de manera que al domingo siguiente, tras la inauguración, se sube al coche y me deja sola en mi calidad de empresaria recién salida del horno y de madre soltera sin vivienda propia. A mí, que no quería volver a ser nunca más madre soltera, ni empresaria; y que tampoco soy librera. Menos mal que no tengo tiempo de pensar hasta qué punto me siento desbordada. Y menos mal también que no tenemos casa propia, pues vivir con los radiólogos y sus hijos es la única manera de poder «compaginar» a mi hija con el nuevo trabajo.

      Cuando vuelvo a casa poco antes de las seis de la tarde ya han ido a recoger a los niños a la guardería, y uno de los dos radiólogos ha preparado algo para cenar. Durante dos horas jugamos a la familia: la cena, el baño, lavarse los dientes, leerles en voz alta y hacerse mimos, en un reparto variable de funciones. Pongo la alarma para que suene dos horas y media más tarde: cuando la niña duerme, vuelvo en coche a la librería, donde, en compañía de un alma caritativa de la vecindad, gestiono los pedidos de los clientes, relleno los huecos del stock y preparo lo del día siguiente.

      Si existe algo así como el destino, éste tiene con respecto a nosotros la mejor intención, pues es milagroso cómo las buenas almas vuelan a nuestro encuentro. Eva toma la decisión, a las dos semanas de trabajar en la librería como «estudiante que a la vez curra un poco con nosotros», de dejar sus estudios para entrar en la vida real, o sea, para realizar con nosotros el aprendizaje del oficio. Y una vecina, librera de profesión que había dejado de trabajar debido a sus tres hijos, viene con todos sus conocimientos. Unos conocimientos que a mí me hacen muchísima falta.