–Mujer, deje usted de preocuparse, que tampoco es tan grave. Ahora vaya rápidamente a recoger a la niña, que mientras tanto yo me quedo aquí a vigilar, y ya me ocupo también de explicárselo a los clientes.
Dando hipidos salgo corriendo; la niña está sentada en la oficina de la directora, tan feliz, porque por fin puede ver el material de preescolar; la seño de su nivel no se lo deja porque considera que e demasiado pequeña. Gracias a Dios aún no sabe descifrar un reloj.
Acuden las primeras caras conocidas, clientes que vienen a comprar por segunda vez, o a recoger el libro que encargaron. A pesar de que estoy muy cansada noto cómo me voy tranquilizando, cómo voy teniendo la sensación creciente de controlar medianamente el asunto. Me acuerdo de los nombres y la gente alucina cuando ve que la reconozco. Les hablo a mis dos compañeras de trabajo de la simpatía que reina entre la gente que trabaja en el sector servicios del norte de Alemania, algo que está en las antípodas del habitual carácter refunfuñón de Viena, y nos proponemos convertirnos en la librería más simpática de la ciudad.
Los muchos encargos que hay al empezar nos agobian sin remedio. Creímos que serían unos pocos al día, los justos como para poder recordarlos uno a uno y reconocer a los clientes enseguida; por eso carecemos de un sistema de pedidos con transmisión automática de los datos o algo similar. Significa que apuntamos cada encargo en un cuaderno con papel carbón: el cliente recibe una de las hojitas, nosotros nos quedamos con la otra. Años más tarde seguiremos encontrando esas pequeñas hojas verdes en las profundidades de nuestros cajones. Dos veces al día una de nosotras se sienta al teléfono y pasa los pedidos a las tres grandes distribuidoras austríacas. Y los libros aparecen milagrosamente al día siguiente. Un matrimonio de libreros amigo que vive en un barrio vecino nos ayuda con los pedidos que van a través de la red alemana de distribución minorista: encargamos a través de su número de cliente aquellos libros que no podemos conseguir en Austria, y el hijo de dieciséis años de la vecina va dos veces por semana en tranvía hasta la Alserstraße y los trae en dos bolsas de plástico. Pero pronto no será suficiente, y tendremos que ir a buscar las cajas con el coche. «¡La cosa parece que va estupendamente!», exclama nuestro amigo con una sonrisa mientras me pasa la mercancía.
La tasa de error no es tan alta como al comienzo, pero nos seguimos alegrando cuando un libro va asociado correctamente al nombre del cliente en la estantería de los pedidos. Primero preguntamos el nombre del cliente, a continuación nos giramos dubitativamente, miramos con cuidado en la balda bajo la letra inicial que toque, y con gesto decidido y voz rebosante de satisfacción exclamamos: «¡Sí, ha llegado!».
A los pocos días pensamos una nueva estrategia:
–Aparentemos que es normal que el libro esté ya, ¿vale? Voz neutra, girarse fríamente sin más, coger el libro de la estantería y marcar el precio en la caja. Da un aire más profesional.
Eva interpreta este papel con cara de póquer.
Oliver hace todas las horas extras que puede, y emplea lo que le queda de tiempo de vacaciones para poder venir con la mayor frecuencia posible a Viena. La situación no es fácil. Me hace ilusión que venga, tengo la sensación de que puedo relajarme un poco, pero por otro lado es difícil cuando altera nuestra rutina con sus consejos profesionales. Así es como deben de sentirse las mujeres cuyos maridos están fuera, en una plataforma de sondeo o en alta mar, cuando tras un largo tiempo de independencia se les vuelve a decir cómo y por qué tienen que hacer las cosas así o asá. Al fin y al cabo nuestro trabajo en común se había limitado hasta ahora a las tareas domésticas, la educación de los niños, la cocina y el mantenimiento, cosas en las que no estábamos en una relación competitiva. Pero ahora me he construido con dos colaboradoras (una no tiene ni idea, pero es muy creativa; la otra sí que la tiene, pero es muy especial) una cotidianeidad que sigue dando la impresión de que «estamos jugando a los tenderos», pero que, con todo, funciona. Y entonces aparece el librero con una experiencia de muchos años que nos explica encantadoramente, pero muy seguro de sí mismo, la manera correcta de hacer las cosas. Que sea alemán no facilita el asunto.
La primera campaña navideña comienza renqueante. A Eva se le ocurre encargar a mediados de noviembre unos cuantos calendarios de Navidad, las ventas diarias aumentan, el encaje de los libros recién llegados dura hasta bien pasada la medianoche. Adornamos los escaparates con algodón y lametta, y la colaboradora extra nos presta su belén con la promesa de que lo recuperará el día de Nochebuena. Paso tantas horas en la librería que ya no sé cómo es el mundo ahí fuera. A veces, por la mañana, cuando no hay tantos clientes, me escapo a hurtadillas y voy a la gran droguería de la acera de enfrente, me paseo por los pasillos, compro un par de cosas inútiles y me siento como si estuviese en un balneario. Gel de ducha, pasta dentífrica, un nuevo rímel: comprar hace que te sientas feliz. Una tarde de domingo la radióloga me convence para que no vaya luego a la librería. Nos quedamos sentadas en el sofá, abrimos una botella de vino tinto y vemos una serie en la tele. De pura felicidad casi me echo a llorar.
Dos semanas antes de Navidad Oliver se coge todo lo que le queda de vacaciones y viene a Viena. Ya era hora, porque estoy a punto de desmoronarme. Entretanto vemos que casi estamos al borde de nuestra capacidad, que estamos a punto de no poder gestionar la marea de pedidos. Una de nosotras se pasa al teléfono una hora al día listando referencias de libros. Recuerdo entonces que hace años conocí a alguien que distribuía un sistema electrónico de pedidos para librerías. Lo llamo, y está lo suficientemente loco como para vendernos, instalarnos y explicarnos los rudimentos del aparato en cuestión. De pronto nos sentimos tremendamente profesionales.
El volumen de ventas crece y crece, la gente compra y encarga, y nosotros asesoramos, recomendamos, buscamos, cobramos, envolvemos, recibimos libros, extendemos facturas, y todo ello con simpatía y buen humor. Bueno, como mínimo hasta las seis de la tarde. Entonces nos arrastramos hasta nuestras casas, esperamos que alguien haya cocinado y rezamos para que la niña no haya dormido la siesta en la guardería y así se vaya pronto a la cama. Con la ayuda del vino tinto caemos en un sueño profundo. En mis sueños busco libros, intento recordar el nombre de los clientes, me equivoco constantemente al devolver el cambio.
Mi cumpleaños es poco antes de Navidad, y por supuesto nadie se acuerda, yo la última. En la calma chicha del mediodía Oliver me pregunta:
–¿Cómo quieres celebrar tu cumpleaños?
–En silencio.
Soy la persona más comunicativa del mundo, y me encantan las fiestas, pero la idea de estar conversando con alguien esta noche hace que me entren escalofríos. Por suerte, en nuestra tienda también tenemos deuvedés y en la vecindad hay un restaurante chino aceptable. Una peli de cine negro, la mantita de lana, unos cojines y muchas pequeñas raciones de comida oriental hacen que ese cumpleaños sea uno de los más hermosos de mi vida.
Cuando faltan dos días para Nochebuena me escaqueo un rato y voy a buscar a mi hijo mayor al aeropuerto. Sentado a mi lado en el coche, el escaso par de palabras que me dirige me suena aún más del norte de Alemania de lo que yo recordaba. Ha crecido media cabeza, lleva rastas en el pelo, junto a mí se sienta un joven al que no conozco. Con mucho tiento conduzco la conversación hacia el tema del curso próximo. Cuando en octubre lo dejé solo en Hamburgo quedamos en que lo que faltaba de curso lo haría allí, y que luego vendría a Viena para cursar sus dos últimos años en el instituto de la Schopenhauerstraße. «Sí, vale.» Siempre fue taciturno.
Lo llevo, junto con su equipaje, donde su abuela postiza, pues en la casita de los radiólogos no hay sitio para que duerma. La abuela es la madre no biológica de un antiguo novio mío. Cuando mi hijo era un bebé, ella prácticamente