—Soy James Cortez —dijo el hombre—. Hablé con usted por teléfono esta mañana. Los otros están afuera en la veranda, listos y esperando con el café.
Las condujo a través del club, con sus altos techos y su cálido ambiente, extremadamente encantador. Kate se preguntó cuánto costaría la membrecía por un año. Fuera de sus posibilidades eso era seguro. Cuando pusieron un pie en la veranda que dominaba el Long Island Sound, no le quedó duda de su belleza: miraba directamente hacia el agua, con las elevadas siluetas y la bruma de la ciudad al fondo.
Había otros dos hombres sentados ante una pequeña mesa de madera sobre la que descansaba una enorme bandeja con pastas y bollos, al igual que una jarra de café. Ambos levantaron la vista hacia las agentes y se pusieron de pie para saludarlas. Uno de los hombres lucía más bien joven, ciertamente no mayor de treinta, en tanto que James Cortez y el otro hombre fácilmente eran cuarentones.
—Duncan Ertz —dijo el más joven, extendiendo su mano.
Kate y DeMarco estrecharon las manos de los hombres a medida que se fueron presentando rápidamente. El más viejo era Paul Wickers, recién retirado de su trabajo como corredor de bolsa y más que dispuesto a hablar de ello, siendo la segunda cosa que salió de su boca.
Kate y DeMarco se sentaron a la mesa. Kate tomó una de las tazas vacías de café y la llenó, sirviéndose el azúcar y la crema que se hallaban junto a la bandeja de pastas para desayunar.
—Duele pensar esta mañana en la pobre Missy y esos chicos —dijo Duncan, mordiendo una galleta danesa.
Kate recordó el trauma de la noche pasada y sintió la necesidad de ir a ver cómo estaba la pobre mujer. Miró a DeMarco al otro lado de la mesa y se preguntó si necesitaba ver cómo estaba ella, también. Tomando distancia de la situación, Kate comenzaba a comprender que tal vez DeMarco lo había tomado muy a pecho por algo en su pasado —algo que ella aún no había superado.
—Bueno —dijo Kate, —Missy específicamente les mencionó a ustedes, caballeros, como los más cercanos a Jack, fuera de su familia. Esperaba obtener algunas apreciaciones sobre la clase de hombre que era fuera de la casa y el trabajo.
—Bueno, esa es la cosa —dijo James Cortez—. Por lo que sé, Jack era el mismo hombre sin importar dónde estaba. Un hombre sin dobleces. Un alma noble que siempre quería ayudar a los demás. Si tuvo algún fallo, diría que se involucraba demasiado con su trabajo.
—Él siempre era bueno para los chistes —dijo Duncan—. La mayoría no eran graciosos, pero le encantaba contarlos.
—Eso es seguro —dijo Paul.
—¿No hay secretos que él les haya contado? —preguntó DeMarco— ¿Quizás una aventura o incluso el pensar en una?
—Dios, no —dijo Paul—. Jack Tucker estaba locamente enamorado de su esposa. Me sentiría seguro diciendo que ese hombre amaba todo lo que tenía que ver con su vida. Su esposa, hijos, trabajo, amigos…
—Y es por eso que esto no tiene sentido —dijo James—. Quiero decir esto de la manera más respetuosa posible, pero desde la perspectiva de un extraño, Jack era un sujeto bastante normal. Aburrido, casi.
—¿Alguna idea de si podría tener alguna conexión con la víctima de un asesinato que ocurrió hace ocho años? —preguntó Kate— Un sujeto de nombre Frank Nobilini que también vivía en Ashton y fue asesinado en Nueva York.
—¿Frank Nobilini?— dijo Duncan Ertz, meneando su cabeza.
—Sí —dijo James—. trabajaba para esa tremenda agencia de publicidad que hace los trabajos más arteros. Su esposa era Jennifer… tu esposa probablemente la conoce. Encantadora mujer. Metida en proyectos de embellecimiento de la comunidad, y muy activa con la Asociación de Padres y Maestros y otras cosas parecidas.
Ertz se encogió de hombros. Aparentemente era el nuevo del grupo y nada sabía de esto.
—¿Usted cree que el asesinato de Jack está vinculado con el de Nobilini?— preguntó Paul.
—Todavía es demasiado pronto para saber —dijo Kate—. Pero dada la naturaleza del asesinato, tenemos que mirarlo desde ese punto de vista.
—¿Sabrá alguno de ustedes los nombres de los que trabajaban con Jack? —preguntó DeMarco.
—Solo hay dos personas por encima de él —dijo Paul—. Uno de ellos es un sujeto de nombre Luca. Él vive en Suiza y viene tres o cuatro veces al año. El otro es un sujeto local de nombre Daiju Hiroto. Estoy casi seguro de que él es el supervisor en las oficinas Adler y Johnson NYC.
—De acuerdo con Jack —dijo Duncan—, Daiju es el tipo de sujeto que prácticamente vive en el trabajo.
—¿Era normal para Jack tener que trabajar el fin de semana? —preguntó Kate.
—De cuando en cuando —dijo James—. Lo había estado haciendo a menudo últimamente, en realidad. Están en medio de un enorme trabajo para ayudar a rescatar a una compañía nuclear cuya comisión había terminado. La última vez que hablé con Jack, dijo que si enderezaban todo a tiempo, podría haber un montón de dinero.
—Apostaría una buena suma que encontrarán a todo el personal trabajando hoy —dijo Paul—. Ellos podrían estar en capacidad de contarles algunas cosas que no sabemos.
DeMarco deslizó una de sus tarjetas de presentación para dársela a James Cortez, y luego tomó una galleta danesa de cereza de la bandeja que tenían delante. —Por favor, llámenos si usted piensa en algo más en el curso de los próximos días.
—Y mantengan la idea del caso de hace ocho años solo para ustedes —dijo Kate—. La última cosa que necesitamos es que las personas que viven en Ashton se pongan nerviosas.
Paul asintió, percibiendo que ella estaba hablándole directamente a él.
—Gracias, caballeros —dijo Kate.
Tomó otro largo sorbo de café y dejó que los hombres desayunaran tranquilos. Lanzó la vista en dirección al estrecho, donde un velero hacía una lenta navegación de cabotaje, como si remolcara el comienzo del fin de semana.
—Conseguiré la dirección de la oficina de Jack Tucker en Adler y Johnson —dijo DeMarco, sacando su teléfono. Y hasta para eso, su tono fue frío y distante.
Ella y yo vamos a tener que cortar esto antes de que se salga de las manos, pensó Kate. Seguro, ella tiene su carácter, pero si tengo que ponerla en su lugar, no dudaré en hacerlo.
***
Las oficinas de Adler y Johnson estaban localizadas en uno de los rascacielos de aspecto más glamoroso de Manhattan. En el primer y segundo piso de un edificio que también contenía un despacho de abogados, un desarrollador de aplicaciones para móviles, y una pequeña agencia literaria. Resultó que Paul Wickers tenía razón, la mayor parte del equipo con el que Jack Tucker había trabajado estaba en la oficina. El sitio olía a café negro y aunque había bastante trajín, en el grupo de ocho personas que laboraban también reinaba un humor sombrío.
Daiju Hiroto salió de inmediato a recibirlas, escoltándolas a su amplia oficina. Lucía como un hombre dividido —tal vez entre la necesidad de concluir a tiempo este enorme proyecto y la muy humana reacción ante la muerte de un compañero de trabajo y amigo.
—Supe la noticia esta mañana —dijo Hiroto detrás de su gran escritorio—. Yo había estado en el trabajo desde las seis esta mañana y una de nuestras empleadas —Katie Mayer— llegó con la noticia. Quince de nosotros estábamos aqui en ese momento y les di a todos la opción de tomarse el fin de semana. Seis personas pensaron que lo mejor era ir a dar las condolencias.
—Si no tuviera un equipo que supervisar, ¿habría hecho lo mismo? —preguntó Kate.
—No. Es una respuesta egoísta, pero este trabajo tiene que hacerse. Tenemos dos semanas para finalizar todo y vamos