—¿Y nunca hubo otros asesinatos como este?
—No. No hasta hoy, aparentemente. Mi teoría es que el asesino notó la presencia del FBI y se asustó. En un pueblo de ese tamaño, sería fácil de notar la presencia del FBI —Kate hizo entonces una pausa y tomó la carpeta en manos de DeMarco—. ¿Qué tanto te contó Durán?
—No mucho. Dijo que había que darse prisa y que leyera los archivos del caso.
—¿Viste qué clase de pistola fue usada en el asesinato? —preguntó Kate.
—Lo vi. Una Ruger Hunter Mark IV. Parecía extraño. Parecía profesional. Esa es una pistola costosa para esta clase de asesinato incidental sin motivo aparente.
—Estoy de acuerdo. La bala y el cartucho que hallamos facilitó el reconocimiento. Y a pesar de lo costoso y atractivo de esta pistola, el hecho de que fuera usada nos dijo todo lo que necesitábamos saber: era alguien que sabía muy poco sobre el oficio de matar personas.
—¿Cómo es eso?
—Cualquiera que supiera lo que estaba haciendo sabría que la Ruger Hunter Mark IV dejaría un cartucho. Lo que hace de ella una terrible elección.
—¿Debo suponer que este último hombre fue asesinado con un arma similar? —preguntó DeMarco.
—De acuerdo con Durán, es exactamente la misma arma.
—Así que este asesino decidió hacerlo de nuevo ocho años después. Extraño.
—Bueno, tendremos que esperar y ver eso —dijo Kate—. Todo lo que Durán me comentó fue que la víctima se veía como si hubiera sido colocada como un puntal, y que el arma empleada para matarlo era del mismo modelo que la que asesinó a Frank Nobilini.
—Sí, y esto es en Midtown, en la ciudad de Nueva York. Me pregunto si esta última víctima está también conectada con Ashton.
Kate solo se encogió de hombros mientras el avión experimentaba un poco de turbulencia. Le había hecho bien recorrer los detalles del caso. Le había quitado las telarañas al caso y ahora se sentía como si fuera reciente. Y quizás, Kate supuso, ocho años de espacio entre ella y el caso original podrían permitirle mirarlo con nuevos ojos.
***
Había pasado un tiempo desde que Kate había estado en Nueva York. Ella y Michael, su fallecido esposo, habían venido allí para una escapada de fin de semana no mucho antes de que muriera. La congestión y el ajetreo del lugar nunca terminaban de maravillarla. Hacían que los atascos de Washington, DC, parecieran triviales en comparación. El hecho de que fueran las nueve en punto de un viernes por la noche no era de mucha ayuda.
Llegaron a la escena del crimen a las 8:42 p.m. Kate aparcó el auto alquilado tan cerca como pudo de la cinta de escena del crimen. La escena era un callejón trasero localizado en la Calle 43, con el rebullicio de la Estación Grand Central a pocas cuadras. Había dos patrullas aparcadas frente a frente delante del callejón, sin bloquear la cinta amarilla de escena de crimen o el callejón mismo, pero haciendo evidente para cualquiera que quisiera echarle un vistazo a lo que estaba sucediendo que su curiosidad tendría repercusiones.
Cuando Kate y DeMarco se acercaron al callejón, un fornido agente policial las detuvo junto a la cinta amarilla. Pero cuando Kate mostró su placa, se encogió de hombros y levantó la cinta. Observó ella que él no hizo siquiera el intento de revisar a DeMarco cuando se inclinó para pasar por debajo de la cinta. Se preguntó sin demasiado interés, si DeMarco, una mujer abiertamente homosexual, se ofendía cuando un hombre la revisaba o si lo consideraba un cumplido.
—Federales —gruñó el oficial—. Escuché que les habían llamado. Me parece un poco exagerado. Se ve como un caso de abrir y cerrar.
—Es solo para comprobar algo —dijo Kate al tiempo que ella y DeMarco caminaban al interior del callejón.
Las patrullas policiales en la boca del callejón había sido estacionadas en un ángulo tal que permitiera a los faros iluminar la oscuridad. Las sombras alargadas de Kate y DeMarco añadían un aire fantasmagórico a la escena.
Al fondo del callejón —que terminaba en una pared de ladrillos— había dos policías y un detective de paisano de pie, haciendo un semicírculo. Había un pequeño bulto junto a la pared que tenían enfrente. La víctima, supuso Kate. Se aproximó a los tres hombres y ella y DeMarco se presentaron al tiempo que mostraban sus identificaciones.
—Encantado de conocerlas —dijo uno de los oficiales—, pero para ser honesto, no sé porqué el FBI fue tan insistente en enviar a alguien hasta acá.
—Ah, Jesús —dijo el detective de paisano. Lucía como de cuarenta y tantos, y era un poco desaliñado. Largos cabellos oscuros, barba incipiente, y un par de gafas que le recordaron a Kate todas las imágenes que había visto de Buddy Holly.
—Hemos pasado por esto —dijo el detective. Miró a Kate, puso los ojos en blanco, y dijo—. Si este es un crimen de más de una semana de antigüedad, el Departamento de Policía de Nueva York no quiere tocarlo. Les molesta que alguien quiera desenterrar un asesinato no resuelto de hace ocho años. Yo fui en realidad quien llamó al Buró. Sé que ellos fueron insistentes con el caso Nobilini, cuando estuvo activo. Alguna clase de amistad con alguien en el Congreso, ¿correcto?
—Eso es correcto —dijo Kate—. Y yo era la agente principal en ese caso.
—Oh. Un placer conocerla. Soy el Detective Luke Pritchard. Tengo una cierta obsesión con los casos no resueltos. Este despertó mi interés por el arma que parece haber sido empleada y el hecho de que el homicidio fue llevado a cabo estilo ejecución. Si mira atentamente, puede ver rozaduras en la frente, por donde el asesino aparentemente lo recostó de la pared de ladrillos, justo allí —colocó su mano en el costado del edificio a su derecha, que por todas partes mostraba salpicaduras de sangre ya seca.
—¿Podemos? —preguntó Kate.
Los dos policías se encogieron de hombros y dieron un paso atrás. —Adelante —dijo uno—. Con un detective y el Buró en esto, estaremos feliz de dejárselo.
—Diviértanse —dijo el otro policía al tiempo que se daban la vuelta y se dirigían de regreso a la boca del callejón.
Kate y DeMarco se colocaron alrededor del cuerpo. Pritchard se hizo atrás para darles más espacio, pero se mantuvo cerca.
—Bueno —dijo DeMarco—, yo diría que la causa inmediata de la muerte está bastante clara.
Esto era cierto. Había un solo orificio de bala en la parte trasera de la cabeza del hombre, un orificio más bien limpio, pero el borde del mismo estaba quemado y ensangrentado —justo como el de Frank Nobilini. Era un hombre, al final de la treintena o comienzos de los cuarenta si Kate tuviera que adivinar. Vestía ropa deportiva de marca, un sudadera con capucha y cremallera, y un bonito pantalón para correr. Las trenzas de sus costosos zapatos de correr estaban perfectamente anudadas, y los auriculares de Apple con los que había estado escuchando descansaban a su lado, como su hubieran sido colocados intencionalmente.
—¿Tenemos una identificación? —preguntó Kate.
—Sí —dijo Pritchard—. Jack Tucker. La identificación en su billetera apunta a que tiene residencia en el pueblo de Ashton. Lo cual, para mí, era una conexión incluso más fuerte con el caso Nobilini.
—¿Está familiarizado con Ashton, Detective? —preguntó Kate.
—No mucho. He pasado por allí unas pocas veces, pero no es mi tipo de lugar. Demasiado perfecto, también pintoresco y horriblemente dulce.
Ella sabía lo que él quería decir. No pudo dejar de preguntarse cómo se iba a sentir teniendo que regresar a Ashton.
—¿Cuándo