A la Velvet no la oí hasta que conocí a Fernando. Iba a su casa a escuchar discos de la Velvet y cosas más sucias. Nick Cave, Birthday Party, los Stooges… Eso para mí fue una hostia bien dada. Cuando oí el Tender Prey por primera vez, me quedé loco. Loco.
FERNANDO ALFARO: Durante mucho tiempo fue muy difícil escuchar algunos de los discos que comentaban en las revistas. El campo que abarcaba Radio 3 era limitado comparado con lo que salía en Ruta 66, Rockdelux o Popular 1. Para nuestra generación, Ruta 66 fue la más importante. Era como una religión. Entonces te dejabas llevar por las descripciones literarias que se hacía en artículos y críticas. Elucubré mucho sobre cómo sería la música de ciertos discos. Imaginar a partir de lo que leía supuso una influencia diferente. Y luego, cuando podía escuchar esos discos, a veces coincidía con lo que yo había imaginado, y otras, no. Me pasó con Sonic Youth, por ejemplo. Leí mucho sobre ellos antes de escucharlos bien. Se hacían descripciones tan prolijas… Muchas veces la literatura del rock es supercreativa.
JAIME GONZALO: La imaginación y el misterio, dos factores irremisiblemente perdidos. No diré ni para bien ni para mal. ¿Qué ha sido de gente como Alfaro, que tiene cacumen, que hace su interpretación musical a partir de supuestos figurados?
FERNANDO ALFARO: Fui a estudiar COU a Valencia. Hasta ese momento sacaba sobresalientes, pero ese año me desmelené y suspendí una. Convencí a mis padres para que me dejaran ir a estudiar un segundo año a Valencia solo con esa asignatura y la suspendí de nuevo. Me la saqué en septiembre.
En Albacete tenía pulsiones salvajes, pero hasta entonces era un buen chico. Pero la llegada a Valencia coincidió con el punk, y los colegas con los que me hice punkie eran tíos de barrio que se metían heroína y daban palos. Cuando llegas a una ciudad nueva, vas saltando de un círculo a otro hasta que encuentras tu sitio. Y mi sitio fue acabar vendiendo hachís para comprar heroína, más o menos. Eso fue en el 81-82.
Mis colegas eran muy buena gente. Algunos inspiraron los personajes de «Vive el peligro». Esa canción tenía el rollo del «Walk on the Wild Side». A uno le llamaban El Chino. No sé qué habrá sido de él, pero no vivía en un circo. Baby era otra tía. No son descripciones literales de nadie, aunque se inspiran en gente que conocí a través del submundo de la heroína. También éramos amigos de las putas que trabajaban en el parterre, en el centro de Valencia, porque les conseguíamos droga. Alguno era más ilustrado musicalmente. Otros eran más barriobajeros con cresta. Por esa peña entré más en grupos como PiL. Fueron años de aprendizaje total. Vital, más que musical; pero todo estaba relacionado.
De alguna forma, si fui a dar con la gente con la que empecé a consumir heroína, fue porque buscaba algo así. Es difícil saber qué cosa dio lugar a cuál, pero en esos momentos de búsqueda juvenil yo tenía el poso del «Heroin» de la Velvet. Esa canción explicaba las sensaciones que te transmite esa droga, y 1980 es justo cuando la heroína llegó a España a saco. Sobre todo, en las grandes ciudades. Y yo estaba en Valencia.
Tendría dieciocho años cuando la probé. Es una droga que tiene un componente mitológico desde el momento en que la pruebas. El primer consumo provoca unas sensaciones físicas muy diferentes a todo lo que hayas experimentado, unas sensaciones descritas por la medicina: bienestar físico, ausencia de dolor, ausencia de preocupaciones… Ese primer consumo se convierte en un mito. Te lo dirá cualquiera que esté metido en el campo de la desintoxicación. Ese primer consumo lo sigues buscando toda la puta vida.
Con mi amigo Ricardo, el de la canción «Ricardo ardiendo» de Chucho, cometimos delitos. Alguno me provocó mucho conflicto interno. Nunca eran delitos directos, pero teníamos conocidos que sí los cometían: ir a robar a gente, pegar a un borracho… Lo de niño eran peleas de chavales, pero esto ya eran palabras mayores. Cuando empezamos a robar en casas, lo hice un par de veces y ya. La invasión de la intimidad era muy bestia para mí; más que el hecho de robarles. En «Oración del desierto»65 se habla de eso. Esa canción es verdad, salvo toda la elucubración religiosa. Dos conocidos se metieron en una casa para robar y conseguir heroína. Uno de ellos huyó cuando oyó que entraba alguien. El otro se quedó, cogió un cuchillo y mató a la mujer que le descubrió, que además era de su barrio. Por eso la canción dice, «Y el cuchillo de cocina sobre la mesa / Fue una ecuación cerebral / Décimas de segundo». La mató y lo condenaron a veinte años. Salió al cabo de quince.
Cuando salió de la cárcel, volví a coincidir con él. Albacete casi había duplicado su tamaño y el tío no conocía los barrios. Iba como un perro que se ha perdido y se te pega. Haciendo viajes en coche para ir a pillar descubrí que era superreligioso. Cada vez que pasábamos por una cárcel se persignaba. Descubrí que en la cárcel había estado escuchando a los Surfin’ Bichos y que, por cierto, nos escuchaban bastante en la cárcel de Villena. Nunca le dije que esa canción era por él.
FERNANDO ALFARO: Empecé a componer en serio en 1984, pero los años clave fueron el 86 y 87. Tenía veintitrés años y aún no tenía grupo. Hacía canciones, pero siempre fui tímido. Montar un grupo era como una ilusión, algo lejano que me parecía irrealizable. Monté Surfin’ Bichos a principios del 88. Tenía la paranoia de que con veinticuatro era demasiado viejo para empezar un grupo. Por eso tenía cierta urgencia. Luego vi que Joe Strummer había empezado en los Clash con veinticuatro y que Lou Reed también tenía veinticuatro cuando empezó con la Velvet. No eran sus primeros grupos, pero sus grupos importantes los habían empezado a esa edad, y eso me tranquilizó.
Tenía en la memoria muchos pasajes de la Biblia. Todo eso había creado un cúmulo. La Biblia siempre me ha atraído, incluso de forma literaria. La Biblia está llena de barbaridades, y la historia del pop y el rock se apoya en ella de forma casi filosófica: desde Hank Williams hasta el blues o el góspel. Y luego Nick Cave, Leonard Cohen…
Como mi apuesta a la hora de hacer canciones era bastante vehemente y radical, un gran componente de lo que yo hacía tendía a ese extremo, a la parte más alucinatoria de la Biblia: a Jesús correteando sin rumbo sobre las aguas… No lo hacía para provocar, porque a los primeros que hubiera provocado hubiera sido a mis padres y yo no quería molestarlos.
Cada vez que acababa una letra tenía un rito: coger la máquina de escribir Olivetti con forma de maletín que tenía mi padre y pasar la letra a una cuartilla. Cuando acabé «El ángel inseminador»66, me la pilló mi madre un día que me llamó para comer. Ella era la que iba a comisaría cuando me pillaba la policía haciendo el bestia y esnifando pegamento en el parque. Nunca me decía nada, pero solo con la mirada…
Yo llegaba al local con una libreta llena de canciones. Les tocaba una para que vieran cómo era, la tocábamos todo el grupo y, antes de encontrarle un principio y un final, ya pasaba a otra. Ellos ya habían estado en grupos antes, pero yo solo había colaborado ocasionalmente con alguno y no sabía lo que era un ensayo serio. Ellos querían buscar un final a las canciones, y yo pasaba. Antes de que se la aprendieran, les decía, «venga, vamos a tocar otra». Cada día tocábamos quince canciones.
Grabamos tres maquetas en un año y cinco discos en cinco años. Y aún me sobraron canciones que luego grabé con Chucho.
JOAQUÍN PASCUAL: No teníamos intención de tocar fuera de Albacete. Queríamos grabar las canciones y tener la sensación de hacer algo, aunque al principio no hacíamos ni conciertos. Habíamos evolucionado de pasar la tarde tirados, fumando petas y bebiendo litronas a quedar para ensayar.
Los Trollstones, grupo paralelo a Surfin’ Bichos en el que cantaba Camilo Fuentes (primero por la izquierda). A su lado, Joaquín Pascual. A la derecha, con bigote, Fernando Alfaro. (Cedida por Camilo Fuentes.)
EL FICHAJE MÁS BRILLANTE DE LA FÁBRICA MAGNÉTICA