Género: Género no es lo mismo que sexo, aunque ambos términos se usen de forma intercambiable, ni siquiera en la literatura técnica o erudita, lo que puede llevar a bastante confusión cuando se intenta ser preciso en análisis. Hablando en términos generales, el género se considera cultural y el sexo, biológico. Normalmente se camina sobre seguro empleando las palabras hombre y mujer para hacer referencia al género y los términos macho y hembra para hablar de sexo. Aunque todos nacemos con un determinado tipo de cuerpo que la cultura dominante llama nuestro «sexo», nadie nace como niña o niño, mujer u hombre; más bien se nos asigna un género y llegamos a identificarnos (o no) con dicho género mediante un complejo proceso de socialización.
«Género» procede del latín genus, que significa «clase» o «tipo». El género es la organización social de los cuerpos en distintas categorías de gente. En los EE.UU. de hoy, esta categorización se basa en el sexo, pero histórica e interculturalmente han existido varios y diversos sistemas sociales de organización según géneros. Algunas culturas, incluyendo muchas culturas nativo americanas, han tenido tres o más géneros sociales. Algunos atribuyen el género social al trabajo que las personas desempeñan en lugar de a los cuerpos que realizan dicho trabajo. En algunas culturas, la gente puede cambiar su género social en función de los sueños o visiones que pueda tener. En otras se puede cambiar con un escalpelo o una jeringa. Lo más importante a tener en cuenta es que el género es histórico (cambia a lo largo del tiempo), varía de lugar a lugar y de cultura a cultura, y que es contingente –es decir, depende de la unión insólita y particular de muchos factores distintos y aparentemente inconexos.
Una de las complicaciones de perfilar una distinción firme y rápida entre «sexo» y «género», por muy distintos que sean dichos términos analítica y conceptualmente, tiene que ver con nuestras creencias culturales. Aunque es cierto que el término «sexo» se emplea para determinar la categorización de género, también es cierto que lo que cuenta como sexo es una creencia cultural. Creemos que el sexo es cromosómico o genético, que está relacionado con la capacidad de producir esperma u óvulos, que se refiere a la forma y función de los genitales, y que lleva asociado características secundarias como la barba o las mamas. Pero como se describe a continuación, los cromosomas, la capacidad reproductiva, el tipo de genitales, la forma del cuerpo y las características sexuales secundarias no siempre van de la mano en un patrón predeterminado a nivel biológico. Algunas de estas características son inmutables, mientras que otras son transformables. Esto nos deja con la tarea social colectiva de decidir qué aspectos de la personificación física tienen más peso a la hora de determinar la categorización del género social. Los criterios empleados para tomar dicha decisión son tan históricos, culturales y contingentes como biológicos –al fin y al cabo, nadie hablaba de usar el «sexo cromosómico» para determinar el género social antes del desarrollo de la genética ni de emplear partidas de nacimiento como prueba de identidad antes de que se regularizara la expedición de partidas de nacimiento a comienzos del siglo xx. Además, la necesidad percibida de tomar una decisión sobre el sexo de alguien, de determinar su género, se basa tanto en la estética como en la biología; nadie habría cuestionado el sexo de una atleta de élite como la corredora sudafricana Caster Semenya si hubiera tenido un aspecto estereotípicamente femenino.
Es posible, por tanto, entender el sexo como un constructo social semejante al género. Lo que esto nos lleva a decir a fin de cuentas es que el sexo es una base estable para determinar un género social establecido, pero la realidad de la situación es que los cuerpos físicos son complejos y muy a menudo no binarios, y las categorías sociales, que son en sí mismas hondamente cambiables, no pueden sustentarse en la carne sin generar problemas. Es otra manera de decir que el intento de relacionar el sexo con el género de forma determinista hace aguas en algún nivel y que cualquier relación que establezcamos tiene una dimensión cultural, histórica y política que debe establecerse, afirmarse y volver a afirmarse una y otra vez para que continúe siendo «cierta».
Esto nos conduce a una de las cuestiones centrales de los mo-vimientos sociales transgénero –la afirmación de que el sexo del cuerpo (independientemente de cómo entendamos cuerpo y sexo) no alberga ninguna relación necesaria o predeterminada con la categoría social en el que ese cuerpo vive o con la identidad y la percepción propia subjetiva de la persona que vive en el mundo a través de dicho cuerpo. Esta afirmación, extraída de la observación de la variabilidad social, psicológica y biológica del ser humano, es política precisamente porque contradice la creencia habitual de que el hecho de que una persona sea un hombre o una mujer en el sentido social viene fundamentalmente determinado por el sexo corporal, que es evidente y puede percibirse de forma clara e inequívoca. Es política igualmente en el sentido de que el modo en el que la sociedad organiza a sus miembros en categorías basadas en sus diferencias físicas no elegidas no ha sido jamás un acto políticamente neutral.
Uno de los principales puntos del feminismo es que las socie-dades suelen organizarse de modos que suponen la explotación prevalentemente del cuerpo de la mujer más que del cuerpo del hombre. Sin cuestionar esta premisa básica, una perspectiva transgénero se mostraría del mismo modo sensible a una dimen-sión adicional de la opresión de género: que nuestra cultura actual trata de reducir la amplia gama de tipos de cuerpos habitables a dos y solo dos géneros, uno de los cuales disfruta de mayor control social que otro, sustentando ambos géneros en nuestras creencias sobre el significado del sexo biológico. Las vidas que no se adaptan a este patrón dominante por lo general suelen tratarse como vidas que no merece la pena vivir y que tienen poco o ningún valor. Romper la unidad forzosa de sexo y género y a la vez ensanchar el espectro de vidas posibles ha de ser un objetivo central del feminismo y de otras formas de activismo por la justicia social. Esta idea es importante para todo el mundo, especialmente, aunque no de forma exclusiva, para las personas transgénero.
Disforia de género: Literalmente, sentimiento de descontento (lo contrario a la euforia, sentimiento de alegría o placer) hacia la incongruencia entre cómo uno entiende subjetivamente su propia experiencia de género y cómo otras personas perciben su género. El término «disforia de género» se popularizó entre los y las profesionales médicos y psicoterapeutas que trabajaban con poblaciones transgénero entre las décadas de los sesenta y ochenta, pero fue suplantado por la categoría diagnóstica ya obsoleta de «Trastorno de Identidad de Género», que acuñó inicialmente la Asociación de Psiquiatría Americana en 1980 en la tercera edición de su Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III) y que mantuvo en la cuarta edición de 1994 (DSM-IV). En parte como respuesta al activismo transgénero que combatía la patologización de las identidades transgénero, el término «disforia de género» volvió a ponerse de moda en el siglo xxi como parte de la argumentación que sustenta por qué el sistema de salud debe necesariamente cubrir la asistencia médica de las personas transgénero. El término sugiere que es ese sentimiento de infelicidad lo que resulta insano y susceptible de tratamiento terapéutico en lugar de que una persona transgénero presente un trastorno inherente; de modo similar, alude al hecho de que el sentimiento de descontento con el propio género puede ser pasajero en lugar de ser una característica de un tipo de persona. «Disforia de género» sustituyó a «Trastorno de Identidad de Género» (TIG) en la quinta edición de 2013 del mencionado manual (DSM-V). La décima edición de La Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10), en vigor desde 1992, aún emplea el término TIG; pero en la actualidad se prevé que el CIE-11, cuya publicación se ha programado para 2018, revise su nomenclatura en la misma línea.
La disforia de género
Como manifiesta la quinta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación de Psiquiatría Americana, «La disforia de género es un término general descriptivo que hace referencia al descontento afectivo/cognitivo de un individuo con el género asignado», y cuando se emplea como una categoría de diagnóstico «hace referencia al malestar que puede acompañar la incongruencia entre el género experimentado o expresado y el género asignado de un individuo». El foco clínico se sitúa en la disforia como el problema, no –como era el caso de la antigua categoría de diagnóstico de Trastorno de ldentidad de Género– la psicopatologización de la identidad, per se. El DSM-V también pone de manifiesto que muchos individuos que experimentan incongruencia de