El miedo a ser ridiculizada, estigmatizada o discriminada, así como mi propia incertidumbre inicial sobre cómo actuar con mis sentimientos transgénero, me llevaron a esconderlos de absolutamente todo el mundo hasta poco antes de cumplir los veinte, al comienzo de la década de los ochenta. Fue entonces cuando comencé a revelar en privado a mis compañeras sentimentales la percepción que tenía de mí misma. Pocos años después, en la segunda mitad de los ochenta, di con una comunidad queer clandestina; hasta entonces, no había conocido a sabiendas a ninguna persona transexual. No salí del armario como transexual ni empecé mi transición médica y social hasta 1991, cuando cumplí los treinta.
Cuando empecé a vivir abiertamente a tiempo completo como mujer transexual lesbiana en San Francisco a comienzos de los noventa, estaba concluyendo mi doctorado en Historia de los Estados Unidos en la Universidad de California, Berkeley. La transición era algo que necesitaba hacer por bienestar propio, pero no fue una gran jugada a nivel profesional. Por maravilloso que fuera para mí sentirme finalmente en consonancia con la forma en la que me presentaba ante los demás y la forma en la que los demás me percibían, la transición de vivir como hombre a vivir como mujer incidió negativamente en mi vida. Como otras muchas mujeres transgénero, pasé años con empleos marginales debido a la incomodidad, ignorancia y prejuicio que generaba en la gente. Mi transición empeoró las relaciones con muchas de mis amistades y familiares. Me hacía más vulnerable a ciertos tipos de discriminación legal y en no pocas ocasiones me llevaba a sentirme insegura en público.
El haber vivido durante años siendo percibida como un hombre blanco heterosexual, cisgénero, sin discapacidad y con formación antes de salir del armario como la mujer que me sentía me ha concedido una vara muy clara para medir distintos tipos de opresión relacionados con la personificación, el género y la sexualidad. La transición me ubicó en el tablero de aguantar dichas opresiones de una nueva forma. Al haber experimentado la misoginia y el sexismo, mi experiencia transgénero impregna el firme compromiso que siento con el activismo feminista que intenta hacer del mundo un lugar mejor para mujeres y niñas. Considerando que ahora vivo en el mundo como mujer que ama a otras mujeres y en ocasiones (más frecuentemente en el pasado que ahora) he sido percibida como un hombre gay afeminado, también he experimentado la homofobia. Mi experiencia transgénero es por tanto también la razón por la que siento un compromiso absoluto con los derechos de lesbianas, gais y bisexuales. Aunque la percepción que tengo de ser mujer, y no hombre, sea estable, he dado muchos pasos para alinear mi cuerpo, mi carné de identidad y demás burocracia con la percepción que tengo de mí misma, sé que nunca alinearé todo de la forma en la que lo hace la gente cisgénero y que siempre habrá algo discordante o incongruente. Para mí, eso significa que, incluso identificándome como mujer transexual, también soy, en la práctica, inevitablemente una persona de género no conforme, no binario y queer.
El ser percibida o aceptada como una persona cisgénero de género normativo te garantiza un tipo de acceso al mundo que a menudo se te niega al ser vista como una persona tran-sexual o etiquetada como tal. Esta falta de acceso, creada por el modo en que se organiza el mundo para beneficiar a las personas cuyas personificaciones son distintas a la mía, limita el ámbito de mis actividades diarias y podría entenderse como desencadenante de discapacidad. Y de la misma manera en que mi condición de trans me vincula a las políticas de discapacidad al margen de que yo tenga una discapacidad o no, me lleva a coincidir igualmente con otros movimientos, comunidades e identidades que también se oponen a los efectos negativos de vivir en una sociedad que nos gobierna a todas las personas a base de estandarizar nuestros cuerpos. Creo que ser trans me une a la gente intersexo, a la gente gorda, a las que no encarnan los patrones de belleza, a la gente con diversidad neurocognitiva, a las que son anómalas por cualquier razón –independientemente de que sea o no yo alguna de estas cosas más allá de las maneras en las que se solapan con mi condición de trans.
Aunque no puedo afirmar que el ser una persona transgénero blanca me otorgue ningún acceso especial a la experiencia de las comunidades de color minorizadas, como transexual sí que experimento la injusticia de ser objeto de la violencia estructural por ser etiquetada como un tipo de persona que no es tan merecedora de vida como otras, en un orden social que intenta cementarme en esa jerarquía a menudo mortal basada en algunas de mis características físicas. Al adherirse a mis carnes, incluso siendo blancas, la condición de trans me lleva a perseguir no solo una alianza blanca antirracista con las luchas de la gente de color sino también una comunión real con el interés en desmantelar un sistema que nos ordena despiadadamente a todas en categorías biológicas de personas más o menos merecedoras de vida. Mi intención es la de trasladar lo que sé de mi experiencia vital como trans a esa lucha más amplia y profunda. Si bien, como persona transgénero blanca que ha llegado a esta nueva percepción apenas hace unas décadas, como alguien que aún puede titubear y tropezar en su empeño de coalición pese a sus mejores intenciones, soy consciente de que me queda mucho que aprender de los siglos acumulados de sabiduría práctica, crítica social, habilidades vitales y sueños de libertad que millones de personas de color han desarrollado para sobrevivir al colonialismo y al racismo.
Al iniciarme a principios de los noventa, tuve el privilegio de poder poner mi formación académica al servicio de un movimiento transgénero para el cambio social. Me convertí en una historiadora, activista, teórica cultural, realizadora de medios y finalmente académica comunitaria que intenta escribir la crónica de las distintas dimensiones de la experiencia transgénero. Las ideas y las opiniones que comparto en este libro cristalizaron hace ya más de un cuarto de siglo cuando formaba parte de una comunidad queer de San Francisco muy comprometida a nivel político y artístico, ahora tristemente algo dispersa y consumida por las crecientes desigualdades económicas de la ciudad, su implacable gentrificación y el desplazamiento de mucha gente de escasos recursos. Todo esto para decir que mi punto de vista es generacionalmente y geográficamente específico. He trabajado durante años en la GLBT Historical Society, uno de los más grandes repositorios de material queer y trans, y como consecuencia las partes de la historia transgénero que mejor conozco son aquellas más próximas a la experiencia lesbiana y gay. He trabajado, enseñado e impartido conferencias como profesora invitada en universidades de un extremo al otro de Norteamérica así como en los lugares que se encuentran a medio camino –Bay Area, Boston, Vancouver, Indiana, Tucson– y he tenido el enorme privilegio de poder viajar con frecuencia, por trabajo y por ocio, a países de Europa occidental y del este, de Oriente Próximo, Sureste Asiático, Latinoamérica, Australia y Nueva Zelanda. Con algo de suerte todas estas experiencias –así como mi incesante fisgoneo en Internet y participación en las redes sociales– contribuirán a ampliar algunos de los provincialismos limitantes encastrados sin duda en las historias que cuento sobre aquello que me resulta más familiar.
Escribir y revisar este libro ha supuesto para mí una manera de resumir algo de lo que he cosechado de mi vida durante las pasadas décadas y de transmitírselo a otras personas que puedan encontrarlo de algún modo como soporte vital, o al menos útil y, como mínimo, interesante. Espero que les dé algo que necesitan.
I
Contextos, conceptos y términos
Fundamentos de un movimiento
La palabra «transgénero» se ha popularizado hace apenas un par de décadas y sus significados todavía se encuentran en construcción. La empleo en este libro para referirme a gente que se distancia del género que le asignaron al nacer, de gente que atraviesa (trans-) los límites construidos por su cultura para definir y contener dicho género. Algunas personas se distancian del género asignado al nacer porque sienten impetuosamente que pertenecen sin observaciones a otro género con el que preferirían vivir; otras quieren desmarcarse hacia una nueva ubicación, un espacio aún no descrito claramente ni ocupado de forma específica; otras simplemente sienten la necesidad de desafiar las expectativas convencionales ligadas al género que inicialmente se les impuso.