En lo que refiere al caso español, nos parecen oportunas las observaciones de J. Alvar, quien ha señalado que, al aceptar la mayoría de fuentes clásicas el carácter lusitano del héroe, a la historiografía nacionalista española le podría incomodar que el moderno Estado de Portugal se apropiase de Viriato[90]. Este autor argumenta que, en el caso de que Viriato se escapase de la historia nacional, las restantes gestas heroicas quedarían oscurecidas por el anonimato de sus protagonistas, resultando ineficaces, porque ello conllevaría un cierto desconcierto de una identidad olvidada[91]. Un discurso histórico como el que aquí estamos analizando, en el que la exaltación patriótica está tan presente, no puede permitirse la ausencia de estos referentes, porque la sublimación de los caracteres españoles se proyecta precisamente en torno a ellos. Era necesario que las jóvenes generaciones de estudiantes tuviesen la obligación de aprender el nombre de Viriato e identificarse con él, en una labor de socialización del pasado común en otras construcciones nacionales. Esta tarea de asimilación de los héroes es mucho más efectiva, porque tiende a personificar los valores asociados con un determinado carácter, ya que, de lo contrario, el orgullo nacional se terminaría diluyendo, al no contar con una referencia sólida.
SERTORIO
Es bien sabido que la biografía de Quinto Sertorio se encuentra desde un determinado momento fuertemente asociada a Hispania, desde donde, a raíz de las proscripciones de Sila, lideró la oposición indígena a Roma. Tratar siquiera de realizar una aproximación a la vida de Sertorio excedería notoriamente tanto el espacio como la naturaleza de este trabajo, por lo que nos limitaremos primero a analizar su caracterización en los relatos de las historias generales y, a continuación, tratar de conocer hasta qué punto puede el de Nursia ser considerado o no como traidor a su patria.
Cuenta el padre Mariana en los capítulos que le dedica (III, 12-14) que «los Lusitanos o Portugueses, cansados del imperio de Roma», llamaron a Sertorio con el fin de recobrar la libertad. Sin embargo, la imagen sertoriana que dibuja el jesuita al comienzo de su narración no pasa por alto las verdaderas intenciones que, a su juicio, escondía. En primer lugar, la creación de un «senado a la manera de Roma», donde otorgaba más confianza a los que «eran de nacion Romanos, asi por ser de su tierra, como porque no le podian faltar tan facilmente, ni reconciliarse con sus contrarios»[92].
Por otro lado, con la fundación de lo que Mariana consideraba una «Universidad» en Osca decía perseguir que «los hijos de los principales Españoles fuesen alli a estudiar, diciendo que todas las naciones no menos se ennoblecian por los estudios de la sabiduria, que por las armas»; aunque, según Mariana, lo que en realidad pretendía era «tener aquellos moços como en rehenes, y asegurar su partido»[93]. A pesar de estas acciones que buscaban claramente su provecho personal, los lusitanos confiaban en que Sertorio «podría escurecer la gloria de los Romanos», por lo que se granjeó también las voluntades de la «España Vlterior (…) y Citerior»[94]. En efecto, Sertorio constituye un caso singular, ya que, como ha indicado Wulff[95], a excepción de la imagen del sabino y algún magistrado al que se juzga benévolamente, el resto de intervenciones romanas se integrarán dentro de las historias generales, en una categoría asumida de invasores brutales y falaces.
El final de Sertorio es narrado por Mariana de modo diferente. Los calificativos exaltándolo tras su muerte son elocuentes; decía el jesuita que fue llamado por «los Españoles Anibal Romano», para añadir que se podía «comparar con los capitanes mas excellentes asi por sus raras virtudes, como por la destreza de las armas, y prudencia en el gouierno»[96]. Señala que su muerte estuvo motivada más «por la malquerencia de los suyos, que por el esfuerço de los Romanos». La traición, consumada por «Antonio, hombre principal, en vn conbite en que estaua asentado a su lado», aunque urdida por Perpenna, a quien «leydo el testamento del muerto, se entendio que le señalaua por vno de sus herederos, y en particular le nombraua por su sucesor en el gouierno y en el mando»[97], venía a mostrar, de nuevo, esa tendencia de los españoles hacia su mayor defecto, la desunión convertida en traición, mal que explicaría, en fin, las sucesivas victorias de los invasores.
Modesto Lafuente va a poner de manifiesto desde el comienzo que no duda en ningún momento de la plena identificación de Sertorio con Hispania. Continúa en lo esencial el relato de Mariana cuando se refiere a la razón que movió a los lusitanos a contar con Sertorio, que era desprenderse de la tiranía romana, aunque Lafuente no cuestiona, como el jesuita, que tanto el Senado como el centro de estudios grecolatinos creado en Osca tuviesen como objetivo servir a sus propósitos personales. Su panegírico, de hecho, continúa al afirmar que creían en él los lusitanos por ser un «general de talento, de arrojo, de carácter amable, y aunque estrangero, protector de su libertad», para quien «no habia ya mas patria que España», hasta el punto de calificarlo como «un Viriato, que reunia ademas la politica de la civilizacion romana»[98]. La lucha antirromana ocupa un lugar destacado en la obra de Lafuente. Roma aporta cosas como la civilidad, las leyes o la lengua, pero lo hace a costa de cautivar la independencia de los españoles.
Si con Mariana decíamos que existe alguna diferencia entre la manera que narra el principio y final de los avatares sertorianos en la Península, con Lafuente no sucederá lo mismo, puesto que la línea laudatoria se mantendrá. Cuando aluda a la sumisión que Perpenna tuvo que aceptar dejará entrever esa acción como fundamental en el desenlace de Sertorio: «Otro romano proscrito por Sila, Perpenna (…) vino tambien á la Peninsula con la esperanza de atraerse un partido (…) Perpenna tomó el único partido que le quedaba: ceder, y someterse mal de su grado á ser el segundo de Sertorio»[99]. Se produjo después un cambio en su carácter: «El negro humor que le dominaba hízole áspero, duro, caprichoso y cruel», a pesar de que no eran «infundadas las zozobras del inquieto y desatentado general. La conjuración existía. El viejo Perpenna, que desde el principio se habia resignado mal á ocupar un segundo puesto en el ejército, era el alma de la conspiracion». Para nuestro autor, sin embargo, existía todavía algo positivo en esta unión de traidores: «Todos eran romanos»[100], queriendo incidir, así, en la nobleza de los españoles.
La traición se produjo en un festín, cuando, al hacer caer al suelo una copa de vino (la señal convenida), «el que se sentaba al lado de Sertorio le atravesó con su espada». Lafuente también incide en el testamento de Sertorio, según el cual Perpenna aparecía nombrado heredero y sucesor suyo, razón por la cual «si en los traidores pudiera tener cabida el pundonor, debió Perpenna haber muerto de remordimiento y bochorno». Así murió el que para Lafuente