No debemos pasar por alto que estas historias encierran, entre otras aspiraciones, un anhelo por reivindicar el pasado patrio dentro del panorama político europeo de sus respectivas épocas, fin para el que Numancia, como mayor exponente del carácter colectivo español, ofrecía una excelente oportunidad. Mariana había comprobado, como así deja consignado en el prólogo[33], que en el extranjero apenas se conocía la historia de su país y las que había, como la Histoire Generale d’Espagne de Loys de Mayerne Turquet, pretendían más bien difamar[34]. A finales del siglo XVIII un publicista francés, Nicholas Masson de Morvilliers, escribió un artículo titulado «Espagne» para una Encyclopédie Méthodique editada por Joseph Panckoucke. En ese trabajo se repetían continuamente los tópicos ilustrados sobre el país, para terminar declarando que «en España no existen ni matemáticos, ni físicos, ni astrónomos, ni naturalistas»[35]. La misma razón explicaría, en parte, la Historia general de Modesto Lafuente en el siglo XIX. Consideraba el palentino que solo los historiadores españoles estaban en condiciones de entender los rasgos definitorios del carácter español, ya que los autores foráneos tendían a exagerar algunos aspectos de la historia nacional[36].
Rafael Altamira, por su parte, engloba la guerra numantina bajo un epígrafe en el que incluye también los conflictos de los gallegos y los astures, advirtiendo que en ningún caso se debe entender que la guerra contra Roma la estuviese manteniendo exclusivamente la ciudad arévaca, sino que existía una confederación en la cual entraban muchos pueblos, aunque Numancia fuese la plaza principal. Dicha confederación, de la que formaban parte, entre otros, «los Cántabros, Vacceos, Lusones», venció a sucesivos generales, convirtiéndose de ese modo en «terror de las tropas romanas, que se desmoralizaron, negándose á veces á luchar»[37].
Los últimos días de Numancia son narrados, tal como sucedía con Sagunto, sin el apasionamiento y el patriotismo que había caracterizado a la historiografía anterior. Nos refiere Altamira que, en virtud de unas condiciones de paz demasiado duras, los numantinos optaron por «incendiar la ciudad, pelear hasta morir unos y matarse otros, como así lo hicieron», siendo la victoria para Escipión parcial, ya que, siguiendo la tradición que señalaba la ausencia de supervivientes, Altamira afirma que «el general romano se apoderó tan solo de un montón de ruinas y cadáveres»[38]. Se trata, sin duda, de un final menos heroico y más escueto, que, tal como ha indicado Wulff, se imbrica dentro de las tendencias de la época a interpretar las realidades históricas en términos de dominación e imperialismo y a constatar la oposición de los indígenas[39].
Bosch Gimpera y Aguado Bleye no aportan ninguna novedad sustancial al referir el final de Numancia. Se remarca de nuevo que los numantinos no iban a ceder al tratado humillante que Escipión tenía contemplado para ellos, que consistía en la rendición con armas. Como prueba, los cinco representantes enviados a parlamentar con Escipión fueron acusados de traición y muertos, ya que «entregar las armas era para el celtíbero la máxima indignidad»[40]. Tomando como guía a Apiano narran los últimos días de Numancia, de la que, dicen, «no necesita leyendas: el brillo de su heroísmo épico no se empaña porque al fin se rindieran unos cuantos hombres muertos de hambre»[41], en alusión a la posibilidad o no de que existiesen supervivientes.
Ahora bien, cuando nos toca referir según qué temas del tomo II de la Historia de España dirigida por R. Menéndez Pidal existe una influencia de raigambre alemana, Adolf Schulten, a la que es pertinente aludir. En esta ocasión, con Numancia, esa referencia es si cabe más obligada, puesto que este erudito alemán, además de haber sido el especialista en historia antigua más influyente de la primera mitad del siglo XX, desarrolló y sistematizó los resultados de sus excavaciones en cuatro volúmenes: Numantia. Die Ergebnisse der Ausgrabungen 1905-12. No nos interesa especialmente profundizar aquí en la vertiente arqueológica, sino en otra obra del profesor de Erlangen, su Historia de Numancia, cuyo prólogo, firmado por un discípulo de Bosch Gimpera, Luis Pericot, resulta revelador:
Numancia es, tal vez más aun que Viriato o que los cántabros, el símbolo de nuestra independencia frente al absorbente poder de Roma y, aun reconociendo cuanto debemos a ésta, el recuerdo de su gesta no puede borrarse del corazón de los españoles, que tienen en el heroísmo de hace dos mil años un espejo de todas las virtudes raciales. El que al lado de estas virtudes aparezcan también los viejos defectos de desunión e imprevisora pereza no hace sino intensificar la comunión entre los antiguos y los modernos y dar a la vieja historia un matiz más real y por ende más humano[42].
Pero la importancia de Schulten se entiende, por otro lado, en base a los principales intereses historiográficos de su época, tales como guerras, resistencias heroicas o la vigencia del modelo según el cual los rasgos de los españoles se mantienen inalterables a pesar del devenir histórico, cuestiones de las que la obra de Menéndez Pidal es en buena parte deudora. La historia numantina de Schulten se articula, como ha señalado Wulff[43], en torno a dos niveles bien diferenciados que tendrán su paralelo en el tomo correspondiente de la Historia de Menéndez Pidal. En primer lugar la admiración por una guerra en favor de la libertad, la independencia y el amor a la patria[44], y en segundo lugar el mayor defecto del carácter español (al que volveremos más adelante), consistente en una tendencia inherente a la desunión y la indolencia[45].
En efecto, estos autores proyectan un relato que, como parece lógico, favorece a sus intereses, aunque conviene tener en cuenta que en las historias de España se parte de una serie de referencias que contribuyen en gran parte a reforzar los comentarios de Mariana, Lafuente o Menéndez Pidal. Si echamos la mirada sobre la historiografía clásica comprobaremos que ha contribuido no poco a presentar una imagen idealizada de Numancia. Floro, a mediados del siglo I a.C., recoge que «nadie podía sostener la mirada y la voz de un hombre numantino» (Epit., I, 34, 5-6), a lo que añade: «¡Cuán valerosísima y, en mi opinión, extraordinariamente dichosa ciudad, en medio de su desventura!» (Epit., I, 34, 16). Veleyo Patérculo señalaba que Roma llegó a «estremecerse con el terror de la guerra de Numancia» (II 90, 3), mientras que Cicerón la definió como «el terror de la República» (Mur., 58). Apiano expone, en relación con la idea según la cual prefirieron morir antes que ser esclavos, que los numantinos «deseaban quitarse la vida ellos mismos. Así pues, solicitaron un día para disponerse a morir» (Ib., 96); para terminar subrayando que «tan grande era el amor de la libertad y del valor en esta ciudad bárbara y pequeña» (Ib., 97).
Creemos que merece la pena, antes de cerrar este capítulo, establecer una breve analogía con otros dos episodios. Se trata de los asedios de Jotopata y Masada, que se insertan en la Guerra Judaica del 66-74 y conocemos esencialmente gracias a la pluma de Flavio Josefo. Fue en Jotapata, ciudad sitiada por Vespasiano, donde Josefo, comandante en el frente septentrional de Galilea, se escondió en una gruta junto a unos cuarenta personajes destacados. Propuso una rendición honorable a la que sus compañeros se negaron, dándole a escoger entre la muerte de los valientes o la de los traidores: «Si tú mueres voluntariamente, lo harás como