Es bien sabido que el manejo de las fuentes clásicas plantea problemas, y quizá en el caso de Estrabón sean mayores, ya que el de Amasia nunca pisó el territorio que describe en el libro III de su Geografía. La redactó consultando escritores anteriores a él, como Posidonio, Artemidoro y Polibio. Es conveniente, entonces, tener en cuenta que su visión se encuentra condicionada desde el principio por su mentalidad o sus valores sociales, y por ello muchas veces nos encontramos, más que una descripción, un juicio de estos autores que se consideraban parte de una cultura superior a estas que consideraban bárbaras[60].
El norte peninsular no solo se va a erigir en el depositario de las esencias patrias por excelencia en la Antigüedad, sino que, como es bien sabido, el periodo posterior a la conquista musulmana, la Reconquista, va a surgir en ese mismo lugar, por lo que su importancia en el imaginario colectivo español será clave. Wulff ha indicado que con la llegada musulmana las observaciones recogidas en las fuentes grecorromanas, donde se establecía una clara dicotomía entre el sur y el norte, van a ser leídas desde ese mismo punto de vista, en lo que este autor denomina «geografía del honor y de la infamia»[61].
Schulten se hará también heredero de estos planteamientos, puesto que establece una serie de ideas que ponen de manifiesto la vigencia del modelo que encontró su origen en Estrabón:
En esa serie de pueblos valerosos ocupan un honroso lugar los habitantes de las montañas españolas, cuya guerra de independencia contra Roma se prolongó durante 150 años, en tanto la resistencia de los galos duró sólo diez (…) Las tribus hispánicas de la montaña han estado continuamente en lucha siempre renovada contra Roma, mientras que los habitantes de las ricas costas de Levante o de Andalucía prefirieron pronto la paz (…) Los grandes recuerdos nacionales son tal vez el más precioso tesoro de una nación, más precioso que las riquezas materiales, pues son eternos, mientras los restantes bienes se hallan sujetos a toda clase de cambios[62].
Si complementamos esta lectura con su estudio sobre los cántabros y los astures, comprenderemos que vuelven a existir persistencias obvias. Comienza Schulten diciendo que la región montañosa de la costa norte de España había tenido la gloria de haber sido siempre la sede de gentes fuertes y heroicas[63]. Dichos pueblos se engloban entre los habitantes más rudos e impenetrables: «Celtíberos y Cántabros, Astures y Callaicos, eran las tribus más salvajes de la Península»[64]. Además, esta guerra es vista como un rebrote por mantener la libertad: «Queda dicho que la guerra cantábrica nos atrae por ser una lucha de independencia»[65]. Si decíamos que el tomo II de la Historia dirigida por Menéndez Pidal se encuentra fuertemente condicionado por los planteamientos de A. Schulten, en el episodio que estamos tratando los autores admitirán directamente que es a él «al que seguimos en nuestra exposición de la Guerra Cántabra»[66].
Apuntemos brevemente, antes de concluir, otro aspecto que contribuyó a aumentar la notoriedad de lo sucedido en el norte peninsular, y es que fue el primer emperador romano el encargado de acudir en persona para sofocar el conflicto que estaba teniendo lugar, tal como apuntan también los autores clásicos[67]. Así lo recogen Mariana, Lafuente, Altamira y Bosch Gimpera y Aguado Bleye en los capítulos correspondientes, porque el hecho de que se presente a Augusto como culminador de un proceso jalonado con tantos personajes míticos y gentes indómitas actuará como un sólido argumento para constatar la fiereza y amor por la libertad innatos de los españoles. Recordemos, además, que la zona septentrional de la Península siempre tendrá un lugar privilegiado en este imaginario colectivo, en tanto que reducto de resistencia que se volverá a invocar cuando sea necesario expulsar a los musulmanes.
VIRIATO
Fue la traición origen y final de Viriato. A raíz de la perpetrada por el pretor Servio Sulpicio Galba contra un grupo de lusitanos, entre los que Viriato se encontraba, su protagonismo monopolizó totalmente la resistencia indígena contra Roma en tanto que líder de esa comunidad; mientras que su muerte se produjo por la traición de sus más cercanos seguidores mientras descansaba. Su figura se integró rápidamente en el discurso histórico español gracias, sobre todo, a los testimonios que nos legan las fuentes clásicas[68] y que van a incidir en sus excelentes cualidades guerreras. Estos comentarios, releídos por los autores que estamos analizando, van a ser empleados, como de costumbre en estas construcciones narrativas, desde un punto de vista legitimador.
El personaje de Viriato continuaba evocando entre finales del siglo XIX e inicios del XX, tal como sucedía con el resto de los episodios, los mismos planteamientos que habían caracterizado las obras de Morales, Ocampo o Mariana. El inicio de una auténtica renovación se situaría en la segunda mitad del siglo XX, cuando, de la mano de un tratamiento más riguroso de las fuentes clásicas, se dejaría de lado la vieja retórica etnocentrista y nacionalista[69]. Destaca especialmente en ese contexto el trabajo de J. Lens, quien concluye que en la figura de Viriato se encontraría una reconstrucción ideológica de Posidonio desde la que se proyectarían modelos griegos idealizadores, especialmente cínicos y estoicos; conclusiones que asumiría después García Moreno[70].
De todas formas, es un lugar común en todas las historias generales comenzar la semblanza de Viriato aludiendo a dos aspectos: por un lado, la causa de la guerra, que se suele atribuir a la traición de Galba, y, por el otro, sus orígenes humildes como pastor. Mariana recoge, en este sentido, que este personaje era «de nacion Lusitano, hombre de baxo suelo y linage, y que en su mocedad se exercitò en ser pastor de ganados»[71]; Modesto Lafuente dice que Viriato era «ese tipo de guerreros sin escuela de que tan fecundo ha sido siempre el suelo español, que de pastores ó bandidos llegan á hacerse prácticos y consumados generales»[72]; mientras que Altamira, por su parte, señala que entre los lusitanos se alzó «un jefe llamado Viriato, hombre de excepcionales condiciones guerreras, que había sido pastor, según dicen los autores romanos, pero que llegó á tener una personalidad grande»[73].
Mariana incluye en la parte final de su relato que Viriato presentía cuál iba a ser su trágico destino. Así pues, se encontraba nuestro protagonista «cansado de guerra tan larga, y poco confiado en la lealtad de sus compañeros, ca se recelaua no quisiessen algun dia con su cabeça comprar ellos para si la libertad y el perdon». Una vez concertada la traición, los legados que había enviado Viriato para concertar la paz «entraron do estaua durmiendo, y, en su mismo lecho, le dieron de puñaladas», cumpliéndose la predicción que, a juicio de Mariana, había formulado. Las últimas líneas del jesuita concluyen exaltando a Viriato, aunque también subraye la idiosincrásica división española, porque con esa traición «perecio por engaño y maldad de los suyos