El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
Скачать книгу
acontecía.

      —¿Y qué aventura os sobrevino en el alcázar cuando os perdísteis?

      —Os lo repito: mi aventura en el alcázar ha sido perderme.

      —Pero esa es una palabra que puede entenderse de muchos modos.

      —¡Ah, señora...! ¡tengo una sospecha...!

      —¿Qué?—dijo con cuidado mal encubierto la dama.

      —Que acaso vos seáis la causa de que yo me haya perdido.

      —¡Yo! ¡y no me conocéis!

      —Esa es mi desesperación: que no os conozco, y os recuerdo.

      —¿Sabéis que ya es obra el entenderos? Si no me conocéis, ¿como podéis recordarme?

      —Pues ese es el caso: yo os he visto un momento, un momento nada más, y os he visto tan hermosa que me habéis cegado...

      —¿Que me habéis visto? ¿Y dónde?

      —Cuando os asísteis á mí, teníais abierto el manto.

      —¡Oh! ¡no! no recuerdo haberme descuidado. Y si no, ¿de qué color son mis ojos?

      —Es que vuestra hermosura me ha deslumbrado, señora, y cuando he vuelto á abrir los ojos me he encontrado á obscuras.

      —Nos siguen más de cerca—dijo la dama—, y mucho será de que quien nos sigue, á pesar de todo, no me conozca.

      —La noche está obscura, señora; hace tiempo que vamos por calles desiertas: al que estorba se le mata.

      —¡Ah!—exclamó la dama y estrechó el brazo del joven.

      —Decidme: detened á ese hombre, y no da un paso más.

      —¿Y mataríais por mí á quien no conocéis? ¿á un hombre que ningún mal os ha hecho?

      —Sí.

      —¿Y si no fuera yo quien creéis?

      —¿Quién otra pudiera ser?

      —La dama de palacio.

      —Es que yo no he visto en palacio ninguna dama.

      —¿La habéis prometido callar?

      —Os juro que á ninguna dama he visto.

      —Decidme... pero rodeemos por esta calle: ¿á qué habéis venido á Madrid?

      —A buscar á mi tío, que es el cocinero mayor del rey.

      —¡Ah! ¿y al arrimo de vuestro tío, venís á pretender algún oficio á la corte?

      —Yo, señora, no pretendo nada.

      —¿Sois rico?

      —Soy pobre. Pero para servir bajo las banderas del rey como soldado, no son necesarios empeños.

      —¿De modo que...?

      —Vengo á traer á mi tío el cocinero una carta de mi tío el arcipreste.

      —¡Ah! ¿y de dónde venís...!

      —De Navalcarnero.

      —¿Y nunca habéis salido de esa villa?

      —Sí, por cierto, señora. He cursado en la Universidad de Alcalá.

      —¡Ah! ¡ya decía yo!

      —¿Y qué decíais vos?

      —Que no érais novicio. ¡Estudiante! ¡ya!

      —Y estudiante de teología.

      —¿Y ordenado?

      —No por cierto. Me gusta más el coselete que la sotana, y luego el amor... ¡poder amar sin ofender á Dios ni al mundo!

      —No sabéis hablar más que de amor.

      —Pues mirad; hasta ahora no he amado.

      —¿Amáis á la dama del juramento?

      —Os juro, señora...

      —Si yo fuese la dama de la galería...

      —¡Ah!

      —Si yo fuese la que de tan mal talante os echó por una escalera excusada...

      —¿Vos me libertáis de mi promesa?

      —Y porque habéis cumplido bien, espero que me contestéis en verdad: ¿es cierto que os he causado tal impresión, que no recordáis mi semblante?

      —Os lo juro por mi honra.

      —Pues bien; olvidad de todo punto vuestro amor que empieza; es tiempo aún: cuidad que no me volveréis á ver, cuidad que es un sueño lo que os sucede, y seguid callando como callábais.

      —¡Oh! ¡sí! ¡callaré! pero amaré... os amaré... aunque no os conozca... ¡os amaré siempre!... ¡sin esperanza...!

      —Olvidemos locuras y hablemos de lo que importa, porque vamos á separarnos. Parémonos en esta esquina. Respondedme, si es verdad que he causado en vos la impresión que decís. ¿Oísteis hablar á alguien en la galería?

      —Sí.

      —¿Qué oísteis...?

      —Estas ó semejantes palabras: «me va en ello la vida ó la honra...» ello era gravísimo. ¿Y queréis que sea franco con vos? He creído que quien pronunciaba aquellas palabras era...

      La tapada puso su pequeña mano sobre la boca del joven, y éste, aprovechando la ocasión, la retuvo, la besó; la dama dió un ligero grito, y desasió con fuerza su brazo de la mano del joven; en ésta quedó un brazalete, que el joven guardó rápidamente, y aprovechando el haberse descompuesto el manto de la dama, la miró:

      —¡Ah!—exclamó con desesperación.

      —Está la noche muy obscura—dijo la dama cubriéndose de nuevo.

      —¿Y no tendréis compasión de mí...?

      —Escuchadme y servidme.

      —Os serviré.

      —Desde aquí voy á seguir sola.

      —¡Sola!

      —Sí. Allí, junto aquella puerta, hay un hombre parado. Es necesario que ese hombre no pueda seguirme.

      —No os seguirá.

      —Evitad matarle, si podéis. Con que le entretengáis un breve espacio estaré en salvo.

      —¿Pero nada me decís? ¿Ninguna señal vuestra me dais?

      —¡Ah! ¿queréis una señal? Tomad.

      —¿Y qué es esto...?

      —Tomadlo.

      —¡Una joya!

      —No, una señal. Y oíd: seguid guardando un profundo secreto acerca de vuestras dos aventuras conmigo. Vos no habéis estado en la portería de damas, vos no habéis oído nada. Sobre todo no sospechéis, no os atreváis á adivinar que quien ha pronunciado aquellas graves palabras, ha sido...

      —¡La reina!

      —Sí—dijo la tapada inclinándose al oído del joven y con voz ardiente y entrecortada—: era la infeliz Margarita de Austria. Ya veis si confío en vos. Deteniendo á ese hombre que me sigue, servís á su majestad. Sed caballero y leal, y tened por seguro que aunque no volváis á verme vuestra fortuna ha de dar envidia á muchos.

      —¡Oh! ¡esperad! ¡esperad, señora!

      —¿No os he dejado una prenda?

      —Pero...

      —No puedo detenerme más. Adiós; impedid