El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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CAPÍTULO LV

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       CAPÍTULO LVII

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       CAPÍTULO LX

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       CAPÍTULO LXII

       CAPÍTULO LXIII

       CAPÍTULO LXIV

       CAPÍTULO LXV

       CAPÍTULO LXVI

       CAPÍTULO LXVII

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       CAPÍTULO LXXIII

       CAPÍTULO LXXIV

       CAPÍTULO LXXV

       CAPÍTULO LXXVI

       CAPÍTULO LXXVII

       CAPÍTULO LXXVIII

       CAPÍTULO LXXIX

       CAPÍTULO LXXX

       CAPÍTULO LXXXI

       CAPÍTULO LXXXII

       CAPÍTULO LXXXIII

       CAPÍTULO LXXXIV

       CAPÍTULO LXXXV

       Índice

      DE LO QUE ACONTECIÓ Á UN SOBRINO POR NO ENCONTRAR Á TIEMPO Á SU TÍO

      

punto que el sol transponía en una nublada y lluviosa tarde de invierno, atravesaba la famosa puente Segoviana, en dirección al ya próximo Madrid, un cuartago enorme que llevaba sobre su afilado lomo una silla de monstruosas dimensiones, y sobre la silla, un jinete en cuyo bulto sólo se veían un sombrero gacho de color gris, calado hasta las cejas, una capa parda rebozada hasta el sombrero, y dos robustas piernas cubiertas por unas botas de gamuza de su color, además del extremo de una larga espada, que asomaba al costado izquierdo bajo la plegadura de la capa.

      El caballo llevaba la cabeza baja y las orejas caídas, y el jinete encorvado el cuerpo, como replegado en sí mismo, y la ancha ala del sombrero doblegada y empapada por la lluvia que venía de través impulsada por un fuerte viento Norte.

      Afortunadamente para el amor propio del jinete, nadie había en el puente que pudiera reparar en la extraña catadura de su caballo, ni en su paso lento y trabajoso, ni en su acompasado cojear de la mano derecha: la lluvia y el frío habían alejado los vagos y los pillastres, concurrentes asiduos en otras ocasiones á los juegos de bolos y á las palestrillas de la Tela; las lavanderas habían abandonado el río, que, dejando de ser por un momento el humilde y lloroso Manzanares de ordinario, arrastraba con estruendo las turbias olas de su crecida, y en razón á la soledad, estaban cerradas las puertas de las tabernillas y figones situados á la entrada y á la salida del puente.

      Nuestro jinete, pues, atravesaba á salvo, protegido por el temporal, una de las entradas más concurridas de la corte en otras ocasiones, y decimos á salvo, porque el aspecto de su caballo hubiera arrancado más de una y más de tres desvergonzadas pullas á la gente non sancta, concurrente cotidiana de aquellos lugares.

      Era el tal bicho (no podemos resistir á la tentación de describirle), una especie de colosal armazón de huesos que se dejaban apreciar y contar bajo una piel raída en partes, encallecida en otras, de color indefinible entre negro y gris, desprovista de cola y de crines, peladas las orejas, torcidas las patas, largo y estrecho el cuerpo, y larguísimo y árido el cuello, á cuyo extremo se balanceaba una cabeza afilada de figura de martillo, y en la que se descubría á tiro de ballesta la expresión dolorosa de la vejez resignada al infortunio.

      Representaos seis cañas viejas casi de igual longitud, componiendo un pescuezo, un cuerpo y cuatro patas, y tendréis una idea muy aproximada de nuestro bucéfalo que allá en sus tiempos, veinte años antes, debió ser un excelente bicho, atendidas su descomunal alzada y otras cualidades fisiológicas que á duras penas podían deducirse por lo que quedaba á aquella ruina viviente, á aquella especie de espectro, á aquella víctima de la tiranía humana que así explota la existencia y los elementos productores de los seres á quienes domina.

      

Desesperábase el jinete con la lenta marcha...

      Desesperábase el jinete con la lenta marcha de su cabalgadura, con su cojear y con su abatimiento, y de vez en cuando pronunciaba una palabra impaciente, y arrimaba un inhumano espolazo al jaco, que, al sentir la punta, se paraba, se estremecía, lanzaba como protesta un gemido lastimero, y luego, como sacando fuerzas de flaqueza, emprendía una especie de trotecillo, verdadero atrevimiento de la vejez, que duraba algunos pasos, viniendo á parar en la marcha lenta y difícil de antes, y en el acompasado y marcadísimo cojeo.

      No sabemos á quién debía tenerse más lástima: si al caballo que llevaba aquel jinete ó al jinete que era llevado por tal caballo.