El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
Скачать книгу
seguid!

      Volvióse el joven, y vió junto á él una mujer de buena estatura, de buen talante, de buen olor, completamente envuelta en un manto negro.

      —¡Seguid, seguid adelante!—dijo la dama con doble impaciencia—; y no hagáis extrañeza ninguna, que me importa. Yo os explicaré... ¡pero seguid!

      Y la tapada levantó por sí misma la halda de la capa del joven, y se asió á su brazo y tiró de él.

      —¡Yo os digo que sigáis adelante!—exclamó la incógnita con irritación—; ¡ó es que sois tan poco hidalgo, que no queréis favorecer á una dama!

      No permitiendo la sorpresa contestar al joven, se limitó á dejarse conducir por la tapada.

      —Pero, ¡yo os arrastro! ¡yo os llevo!—dijo ésta con acento en que brotaba un tanto de irritación—; ¡y lo notará quien nos vea! ¿Cómo llevaríais á vuestra amante, caballero?

      —¡Ah! ¡según!—dijo el joven—... si íbamos huyendo de un marido, de un padre, ó un hermano...

      —No, no tanto como eso: marchemos naturalmente, como dos enamorados á quienes importan poco el frío, la lluvia y el viento.

      —Sea como vos queráis—dijo el joven—; y paréceme que si yo os conociera, sería muy posible, casi seguro, mi enamoramiento.

      —¿De dónde sois, caballero?—dijo la tapada, marchando ni más ni menos que si no hubiera llovido, y se hubiese encontrado junto al hombre de su elección.

      —Soy... pero dispensad, señora; ni comprendo lo que me sucede, ni puedo adivinar el objeto de vuestra pregunta.

      —Os pregunto que de dónde sois, porque me parecéis un tanto cortesano: me estáis enamorando á la ventura sin soltar prenda.

      —Pues os engañáis, señora; no soy cortesano sino desde esta tarde.

      —¡Cómo! ¿no habéis venido hasta ahora á la corte?

      —No; y sin embargo, aunque no llega á una hora el tiempo que hace que estoy en ella, me han sucedido tales aventuras...

      —¿Aventuras y en una hora?

      —Sí por cierto: he reñido con un palafrenero del rey; he conocido á dos grandes señores; me he perdido en el alcázar...

      —¡Ah! ¡os habéis perdido... en el alcázar...! ¿y qué aventura os ha sucedido al perderos?

      —¡Perderme!—exclamó el joven, y suspiró porque se acordó de la hermosura de la dama de la galería.

      —En palacio es el perderse muy fácil—dijo la dama—, y os aconsejo que si alguna vez entráis en él, os andéis con pies de plomo; ¿y no os ha acontecido más aventura después de haberos... perdido en el alcázar?

      —Sí, sí por cierto: ¿no os parece una muy singular aventura esta en que me encuentro con vos, á quien no conozco, que se me os habéis venido sin saber de dónde y que...?

      —¿Y qué...?

      —Podéis acabar de perderme.

      —¡Yo!

      —Sí, vos: debéis ser muy hermosa, señora, y muy principal, y hallaros metida en un gran empeño.

      —Explicadme...

      —Os siento apoyada en mi brazo, y ¡Dios me perdone!, pero quien tiene tan hermoso brazo, debe tenerlo todo hermoso.

      —En la tierra de donde venís, ¿se acostumbra á abusar de las mujeres, caballero?

      —¡Ah!, perdonad: yo no creía...

      —Vos lo habéis dicho: soy una dama principal: más de lo que podéis creer, y, como habéis supuesto, me encuentro en un gran conflicto.

      —Vuestra voz, aunque quisistéis disimularlo, era un tanto trémula cuando me hablásteis: vuestro brazo, al asirse al mío, temblaba.

      —Acortad el paso y bajad más la voz—dijo la dama—; nos siguen.

      —Y vos, cuando os siguen, ¿os detenéis?

      —Cuando sé que quien me sigue tiene dudas de si soy yo ó no soy, procuro no desvanecerlas huyendo: quien huye teme.

      —¿Y vos no teméis?

      —Sí por cierto, y porque temo mucho, procuro que quien me sigue dude; dude hasta tal punto, que siga su camino creyendo que pierde el tiempo en seguirme.

      —¿No es vuestro esposo quien os sigue?

      —Yo no soy casada.

      —¿Ni vuestro padre?

      —Está sirviendo al rey fuera de España.

      —¿Ni vuestro hermano?

      —No le tengo.

      —¿Ni vuestro amante?

      —Nunca le he tenido.

      —¡Ah!

      —¿Qué os sucede?

      —Quisiera saber quién os sigue.

      —No volváis la cara, que sin que la volváis os sobrará acaso tiempo de saberlo.

      —Pero si no es asunto vuestro...

      —¿Sabéis que sois muy curioso, caballero?

      —¡Ah!, perdonad: me callaré.

      —No, hablad; hablad.

      —Pero si mis palabras os ofenden...

      —Habladme de lo que queráis.

      —¡Ah! ¿de lo que yo quiera? Yo quisiera conoceros.

      —¿Y para qué?

      —Os repito que debéis ser muy hermosa.

      —Mirad no os engañe vuestro deseo.

      —Descubrid el rostro.

      —Mostraros el rostro ahora sería comprometer acaso un secreto que no es mío.

      —¡Cómo!

      —Si pudiérais dar señas de la mujer á quien vais acompañando...

      —Soy noble y honrado.

      —No os conozco.

      —Y sin embargo, os habéis amparado de mí.

      —A la ventura, á la desesperada.

      —¿Y no os inspira confianza la manera respetuosa con que os trato?

      —Respetuosa y reservada, por ejemplo, no me habéis dicho quiénes eran los dos grandes señores que habéis conocido.

      —¿Y por qué no? Eran el conde de Olivares y el duque de Uceda.

      —¿Y cómo? ¿por qué habéis conocido á esos caballeros?

      —Terciaron en mi disputa con el palafrenero.

      —¡Ah!, y decidme: ¿de dónde salían?

      —De las caballerizas del rey.

      —¡Ah!, ¡es extraño!—dijo la dama—; ¡juntos y en público Olivares y Uceda!

      Y la dama guardó silencio por algunos segundos.

      Seguían andando lentamente; por fortuna la lluvia no arreciaba; y los anchos y bajos aleros de las casas los protegían.

      El forastero iba fuertemente impresionado. La tapada apoyaba con indolencia su brazo, un brazo mórbido y magnífico, á juzgar por el tacto; su andar era reposado, grave, indolente; el movimiento de su cabeza lleno de gracia, de atractivo; su voz sonora, dulce, extremadamente simpática, y se exhalaba de ella una leve atmósfera perfumada. Además, una preciosa