El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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él sus adversarios, se encontrasen bastante fuertes para derrocarle.

      Respecto á la duquesa de Gandía, la equivocación de Lerma había sido de distinto género: ella le servía de buena fe, pero la duquesa no servía para el objeto á que la había destinado el duque.

      Porque la reina era más perspicaz, y sin ser un prodigio, porque en los tiempos de Felipe III, los prodigios personificados habían dejado completamente de manifestarse en España; sin ser un prodigio la reina, tenía un claro talento, y maravillosamente desarrollada esa cualidad que se llama astucia femenil.

      Desde el principio comprendió Margarita de Austria que su camarera mayor era un instrumento de Lerma, y no le rompió porque prefería un enemigo de quien podía burlarse, á arrostrar el peligro de que, más precavido el duque, ó más atinado en una segunda elección, la pusiese al lado una influencia más temible.

      La reina, pues, procuró neutralizar el poder de Lerma respecto al insuficiente espía que la había puesto al lado, colmando de favores y distinciones á la duquesa y demostrándola un cariño de amiga, más que de soberana.

      La duquesa tragó el anzuelo, y no vió de la reina más que lo que la reina quiso que viese.

      Lerma no logró, pues, nunca saber á lo que debía atenerse á ciencia cierta respecto á la reina.

      La duquesa creía verlo todo, y halagada de una parte por los favores del favorito, y de otra por el cariño traidor de la reina, vivía tranquila y feliz, salvo algunos disgustos inherentes á su posición, inevitables.

      Como mujer de Estado, tenía satisfecha su vanidad, creyéndose uno de los primeros y más importantes resortes del gobierno.

      Como mujer particular, había pasado de la edad de las pasiones, gozaba del respeto y de la consideración de todo el mundo, y pasaba la parte de vida que la dejaban libre los delicados deberes de su alto cargo, rezando, leyendo vidas de santos ó durmiendo.

      De lo expuesto se deduce que la duquesa de Gandía vivía soñando.

      Y como la vida es sueño, vivía.

      Para algo hemos presentado á nuestros lectores esta señora.

      Ella va á servirnos de medio para empezar á conocer de una manera gráfica, por decirlo así, á uno de los más importantes personajes de nuestro drama.

      Aquella misma noche en que acontecieron al sobrino de su tío las extraordinarias aventuras que dejamos relatadas en el capítulo anterior, y cabalmente en los momentos en que el joven sostenía su extraño diálogo con la dama encubierta, doña Juana de Velasco estaba sentada en un ancho sillón forrado de terciopelo, al lado de una mesa, leyendo á la luz de los dobles mecheros de un enorme velón de plata, un no menos enorme libro á dos columnas, mal impreso y cuyo papel era fuertemente moreno.

      Aquel libro tenía por título: Miedos y tentaciones de San Antonio Abad.

      La habitación en que la duquesa se encontraba era una extensa cámara del alcázar, cuyas paredes estaban cubiertas de damasco rojo, y adornadas con enormes cuadros del Tiziano, de Rafael y de Pantoja de la Cruz.

      El techo, obscuro, de pino, tallado profundamente, según el gusto del Renacimiento, estaba, á causa de su altura, casi perdido en la sombra, que no alcanzaba á disipar la insuficiente luz del velón; acontecía lo mismo respecto á las paredes que, veladas por una penumbra opaca, hacían aparecer de una manera extraña y descompuesta las figuras de los cuadros; y el fuego brillante de un brasero colocado á cierta distancia, en la sombra, contribuía á dar cierto aspecto fantástico y siniestro á aquella silenciosa cámara, en la cual no se veía de una manera determinada más que el plano de la mesa en que estaba el velón, parte de la pared, en que proyectaba una sombra fuerte la pantalla, y medio cuerpo de la duquesa, con su toca blanca y su vestido negro, leyendo en silencio y con una atención gravísima.

      No se oía ruido alguno, á excepción del zumbar del viento, y el chasquido de una ventana que el viento cerraba de tiempo en tiempo, produciendo un golpe seco y desagradable.

      La duquesa seguía engolfada en su lectura.

      De repente se estremeció y palideció.

      Había llegado á un pasaje en que el demonio estaba retratado tan de mano maestra, que la duquesa tuvo miedo, y cerró el libro santiguándose.

      Un segundo estremecimiento más profundo, más persistente, se dejó notar en doña Juana, que exhaló un grito y se puso de pie aterrada.

      No podía ser el libro lo que había causado este nuevo terror.

      En efecto, había sido distinta la causa.

      La duquesa había visto abrirse una de las paredes de la cámara, y salir por la abertura una sombra negra.

      Su sobresalto, pues, era muy natural.

      Pero sobre los hombros de la figura negra, había una cabeza blanca con sus correspondientes cabellos rubios.

      Era, pues, un hombre lo que la duquesa había tomado por una aparición del otro mundo.

      —¡Chists! ¡no gritéis, mi buena doña Juana!—dijo aquel hombre poniéndose un dedo sobre los labios—; ¿no veis que vengo solo y de una manera misteriosa?

      —En efecto, señor, y me habéis dado un buen susto—dijo la duquesa.

      —Vos no sabíais que en las habitaciones de la reina había puertas ocultas, ¿eh? pues ni yo tampoco.

      —Pero vuestra majestad... si saben...

      —Os diré: nadie puede saber nada, porque he venido emparedado.

      —Dejad, dejad que vuelva de mi susto, señor; ¿conque es decir que si no hubiera sido vuestra majestad...?

      —Eso digo yo: en nuestro alcázar tenemos entradas y salidas que no conocemos; de modo que si algún miserable como Ravaillac conoce estos pasadizos, estamos expuestos á morir de la muerte del rey de Francia.

      —En España no hay regicidas, señor: además, vuestra majestad es un rey justo y bueno y no tiene enemigos.

      —Dicen que Enrique IV era un buen rey.

      —Pero hereje...

      —¡Ah! por la misericordia de Dios, somos buenos hijos de Roma. Sin embargo, ¡si supiérais, doña Juana, de qué manera he sabido que se puede venir de mi cámara á la de la reina sin que nadie lo sepa!

      —¿Pues cómo? ¿no conoce vuestra majestad á quien se lo ha revelado?

      —Cerrad las puertas, doña Juana, cerradlas, que no quiero que nadie nos vea, y venid á sentaros después conmigo junto al brasero. Hace frío, sí, sí por cierto, mucho frío. Tenemos que hablar largamente.

      Mientras que la duquesa de Gandía cierra las puertas, toda admirada y toda cuidadosa, examinemos al rey, que se había sentado junto al brasero y removía el fuego aspirando su calor con un placer marcado.

      Felipe III sólo tenía entonces treinta y tres años, pero su palidez enfermiza y la casi demacración de su semblante le hacían parecer de más edad; su frente era estrecha, sus ojos azules no tenían brillo, ni el conjunto de sus facciones energía; el sello de la raza austriaca, ennoblecido por el emperador Don Carlos, estaba como borrado, como enlanguidecido, como degradado en Felipe III; aquella fisonomía no expresaba ni inteligencia, ni audacia, sino cuando más la tenacidad de un ser débil y caprichoso; el labio inferior, grueso, saliente, signo característico de su familia, no expresaba ya en él el orgullo y la firmeza: había quedado, sí, pero un tanto colgante, expresando de una manera marcada la debilidad y la cobardía del alma; aquel labio en Carlos V había representado la majestad altiva y orgullosa: en Felipe II, el despotismo soberbio; en Felipe III, nada de esto representaba: ni el dominador, ni el déspota se había vulgarizado, se había degradado; no era un rasgo, sino un defecto.

      Añádase á esto un cuerpo delgado y pequeño, caracterizado con el aspecto fatigoso