El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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joven no se admirase por nada, fuese que le preocupase algún grave pensamiento, fuese, en fin, que comprendiese que es más fácil hacerse paso cuando se camina de una manera desembarazada, altiva y como por terreno propio, la verdad del caso fué que se entró por las puertas del alcázar como si en su casa entrara, alta la frente, la mano en la cadera y haciendo resonar sus espuelas de una manera marcial sobre el mármol del pavimento.

      Ni él miró á nadie ni nadie le miró; atravesó un vestíbulo sostenido por arcadas, siguió una galería adelante y se encontró en el patio.

      Al ver ante sí la multitud de puertas que abrían paso á otras tantas comunicaciones del alcázar, hubo forzosamente de detenerse y de buscar entre los que entraban y salían á alguno de la servidumbre interior que le guiase hasta las regiones de la cocina, y al fin se dirigió á un enorme lacayo que le deparó su buena suerte.

      —¿Por dónde voy bien á la cocina, amigo?—preguntó nuestro joven.

      Miróle de alto abajo el lacayo, extrañando, sin duda, que por tal dependencia le preguntase un mancebo, buen mozo, que transcendía á la legua á hidalgo y á valiente, y que llevaba con suma gracia su traje de camino.

      —No os dejarán llegar á la cocina de su majestad—contestó el lacayo después de un momento de importuna observación—si no decís á quién buscáis.

      —Busco—dijo el joven—al cocinero mayor.

      —¡Ah! Pues si buscáis al señor Francisco Montiño, os aconsejo que le esperéis mañana, á las ocho, en la puerta de las Meninas; todos los días va á esa hora á oír misa á Santo Domingo el Real.

      Y el lacayo, creyendo haber dado al joven bastantes informes, se marchaba.

      —Esperad, amigo, y decidme si no vais de prisa: ¿por qué razón he de esperar á mañana y esperar fuera del alcázar?

      —Porque el cocinero mayor, aunque vive en el alcázar, no recibe en él á persona viviente.

      —¡Cómo!

      —No recibe en su casa por dos muy buenas razones.

      —¿Y cuáles son esas buenas razones?

      —La una es su mujer y la otra su hija; desde que su hija cumplió los catorce años nadie entra en su cuarto; y desde que se casó en segundas nupcias ha clavado las ventanas que dan á las galerías.

      —¡Bah! Pero recibirá en la cocina.

      —Menos que en su casa. Allí no recibiría ni al mismo rey.

      —No importa. Yo sé que me recibirá.

      —Mucha persona debéis ser para él.

      —Soy su sobrino.

      Cambió de aspecto el lacayo al oír esta revelación; dejó su aspecto altanero y un si es no es insolente; pintóse en su semblante una expresión servicial y cambió de tono; lo que demostraba que el cocinero mayor tenía en palacio una gran influencia, que se le respetaba, y que este respeto se transmitía á las personas enlazadas con él por cualquier concepto.

      —¡Ah! ¿Conque vuesa merced es sobrino del señor Francisco Montiño?—dijo acompañando sus palabras con una sonrisa suntuosa—; eso es distinto, vamos, y llevaré á vuesa merced hasta donde sin tropezar y en derechura pueda encaminarse á la cocina.

      Y, volviendo atrás, se entró por una puertecilla situada en un ángulo, subió por una escalera de caracol y salió á una larga galería.

      El joven siguió tras él y así atravesaron algunas puertas, en todas las cuales había centinelas; pero muy pronto empezaron á recorrer enormes salones desamueblados en la parte íntima, por decirlo así, del alcázar.

      Subieron otras escaleras, y en lo alto de ellas se detuvo el lacayo.

      —Desde aquí—dijo—nadie atajará á vuesa merced, porque sólo las gentes de la casa andan por esta parte; siga vuesa merced adelante hasta el cabo de la crujía, y el olor le guiará.

      Y después de un respetuoso saludo, dejó solo al sobrino de su tío.

      En efecto, cuando el joven estuvo al fin de la crujía le dió en las narices un olor indefinible, suculento, emanación de cien guisos, aroma especial que sólo analiza un cocinero; guiado por aquel rastro, el joven siguió adelante, y muy pronto atravesó una gran puerta y se encontró en la cocina de su majestad.

      Llenaba aquel espacio, pulcramente blanqueado, una atmósfera que alimentaba; aspirábase allí una temperatura sofocante; cantaban, chirriaban, chillaban en coro una multitud de ollas y cacerolas; veíanse en medio de una niebla sui generis una multitud de hombres y de muchachos, oficiales los unos, pinches los otros, galopines los más y pícaros de cocina; aquel era un taller en forma, en que se iba, se venía, se picaba, se espumaba, se soplaba, se veían acá y allá limpios utensilios, brillaba el fuego y, últimamente, en una larga percha se veían capas de todos colores y espadas y dagas de todas dimensiones.

      Por el momento nadie reparó en el joven; pero él se encargó de que reparasen en él dirigiéndose á un oficial que traía asida por las dos manos una descomunal cuajadera.

      —¿Queréis decirme—le preguntó—dónde está el cocinero mayor?

      Dejó el oficial la cuajadera sobre una mesa y se volvió al joven, limpiándose las manos en su mandil.

      —¡Ta, ta! ¡El cocinero mayor!—dijo con acento zumbón—. Si por ventura venís á buscar trabajo, echadle un memorial.

      —No busco trabajo, le busco á él.

      —No está.

      —Ya sé que no recibe en la cocina; pero si está, decidle que le busca su sobrino, que acaba de llegar de su pueblo y que le trae una carta de su hermano el arcipreste.

      Operóse en la actitud, en el semblante y en las palabras del oficial la misma transformación que se había operado en el lacayo, pero de una manera tan marcada, que el joven no pudo menos de comprender que si su tío era una influencia poderosa en el alcázar, en la cocina era una omnipotencia.

      —¿Conque vuesa merced es sobrino del señor Francisco Montiño?-dijo el oficial completamente transformado—. ¡Qué diablo! Su merced no está.

      Habían rodeado á la sazón al joven una turba de galopines que le miraban con las manos á las espaldas, ojos que se reían y bocas que rebosaban malicia.

      Como que se trataba de un profano.

      —¿Y dónde encontraré á mi tío?.. Me urge... me urge de todo punto—dijo el joven con acento impaciente.

      —Yo diré á vuesa merced dónde está su tío—dijo un galopín—: el señor Francisco Montiño está prestado.

      —¡Cómo prestado!—dijo el oficial.

      —Prestado al señor duque de Lerma—dijo otro pinche.

      —Como que está malo de un atracón de setas el cocinero del duque.

      —Y el duque tiene convidados.

      —Por último, ¿mi tío no volverá probablemente?—dijo el joven.

      —No volverá, caballero—dijo otro de los oficiales—, porque me han encargado que sirva la cena de su majestad.

      —¿Y dónde vive el duque de Lerma?

      —¡Toma!—exclamó un pinche como escandalizado—. En su casa; es menester venir de las Indias para no saber dónde vive el duque.

      —Calle de San Pedro, caballero—dijo el oficial encargado accidentalmente de la cocina—; cualquier mozo de cuerda á quien vuesa merced pregunte le dará razón.

      Tomó el joven las señas que le dieron, las fijó en la memoria, como que tanto le importaban, y despidiéndose de aquella turba, salió y tomó la