El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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torres chatas, y sobre estas torres y estos muros, á la derecha el convento y las Vistillas de San Francisco; á la izquierda el alcázar y el cubo de la Almudena, y entre estas dos colinas el arrabal y la calle y puerta de Segovia, viéndose además hacia la izquierda y debajo del alcázar el portillo y la puerta de la Vega.

      Añádase á esta vista pobre y árida, lo escabroso y desigual del espacio comprendido entre el puente de Segovia y los muros; los muladares, las zanjas y las hondonadas de aquel terreno formado por escombros; la luz triste que se desplomaba de un celaje de color de plomo sobre todo aquello, y se tendrá una idea de la impresión triste y desfavorable que debió causar la vista de Madrid en el viajero, que á todas luces iba por primera vez á la corte, en vista de la irresolución de que dió marcadas muestras acerca de la dirección que debía seguir para entrar en la villa, cuando ya fuera del puente, se encontró cerca de los muros.

      Fijóse, al fin, decididamente su vista en el alcázar y luego en la puerta de la Vega, revolvió su caballo hacia la izquierda, y acometió la ardua empresa de salvar las escabrosidades y la pendiente de la agria cuesta.

      Al fin, aquí tropiezo, allá me paro, acullá vacilo, el anciano jaco logró pasar la puerta de la Vega; enderezóse un tanto, animado, sin duda, por el olor de las cercanas caballerizas reales, y acaso por resultado de ese amor propio de que continuamente dan claras muestras de no estar desprovistos los animales, disimuló cuanto pudo su cojera, y siguió sosteniendo un laudable esfuerzo en un mediano paso, adelantando por la plazuela del Postigo y la calle de Pomar, hasta un arco que daba entrada á las caballerizas del rey, y donde, mal de su grado, hubo de detenerse el forastero, á la voz de un centinela tudesco que le atajó el paso.

      —Y dígame ucé, señor soldado—dijo con impaciencia el jinete—, ¿por qué no puedo seguir adelante?

      —Ser estas las capayerisas de su majestad—contestó el centinela.

      —Y dígame ucé, ¿no puedo ir por otra parte al alcázar?

      —Foste ir bor donde quierra, mas yo non dejar basar bor aquí ese cabayo.

      —¿Me impedirán de igual modo que este caballo pase por las otras entradas del alcázar?

      —Mi non saperr eso.

      Y el centinela se puso á pasear á lo largo del arco.

      —¡Y á dónde diablos voy yo!—dijo hablando consigo mismo el jinete—: mi tío vive en el alcázar, necesito verle al momento... y ¿dónde dejo á este pobre viejo? Indudablemente, lo que sobrará en Madrid serán mesones; ¿pero quién se atreve? Con la jornada que trae en el cuerpo el pobre Cascabel, sería cosa de no concluir á las ánimas y luego sin dinero: ¡eh! ¡señor soldado! ¡señor soldado!

      Volvióse flemáticamente el tudesco mientras el jinete echaba pie á tierra.

      —¿Queréis hacerme la merced de cuidar de que nadie quite este caballo de esta reja á donde voy á atarle mientras yo vuelvo?

      —Mi non entender de eso—contestó el soldado—, volviendo á su paseo.

      —Como no sea que le roben para hacer botones de los huesos—dijo una voz chillona á espaldas del jinete, no sé quién quiera exponerse á ir á galeras por semejante cosa... ni la piel aprovecha: ¿le traéis para las yeguas del rey, amigo?

      Volvióse el forastero con cólera al sitio donde habían sido pronunciadas estas palabras con una marcada insolencia, y vió ante sí un hombrecillo, con la librea de palafrenero del rey.

      —Si lo que tenéis de desvergonzado, lo tuviérais de cuerpo, bergante—dijo todo hosco el forastero echando pie á tierra—, me alegraría mucho.

      —¿Y por qué os alegraríais, amigo?

      —¿Por qué? Porque habría donde sentaros la mano.

      —Paréceme que servís vos tanto para zurrarme á mí como vuestro caballo para correr liebres—dijo el palafrenero con ese descaro peculiar de la canalla palaciega.

      —Si mi caballo no sirve para correr liebres, sírvolo yo para haceros dar una carrera en pelo—contestó el incógnito, que aún permanecía embozado—, y sin decir una palabra más se fué para el palafrenero con tal talante, que éste retrocedió asustado hacia una puerta inmediata, á tiempo que salían de ella dos hombres al parecer principales, contra uno de los que tropezó violentamente el que huía.

      El tropezado empujó vigorosamente al palafrenero, que fué á dar en medio del arroyo, y apenas se rehizo se quitó el sombrero y se quedó temblando é inmóvil, entre los caballeros que salían y el forastero.

      Miró el caballero tropezado alternativamente al palafrenero, al incógnito y á su caballo; comprendió por lo amenazador de la actitud del jinete que se trataba de alguna pendencia cortada, ó por mejor decir, suspendida por su aparición, y dijo con acento severo y lleno de autoridad:

      —¿Que significa esto?

      —Señor, este mal hombre quería pegarme porque me he reído de su caballo—contestó el palafrenero.

      —Yo no extraño que se rían de este animal—dijo el embozado—; lo que extraño es que se atrevan á insultarme, á mí, que ni soy manco ni viejo.

      —En cuanto á lo de viejo, no puedo hablar porque no se os ve el rostro—dijo el al parecer caballero—; en cuanto á si sois ó no manco, paréceme que si tenéis buenas las manos, tenéis manca la cortesía.

      —¡Eh! ¿qué decís?

      —Digo, que para tener de tal modo calado el sombrero y subido el embozo cuando yo os hablo, debéis ser mucha persona.

      —De hidalgo á hidalgo, sólo al rey cedo.

      —Os habla el conde de Olivares, caballerizo mayor del rey—dijo el otro caballero que hasta entonces no había hablado.

      —¡Ah! Perdone vuecencia, señor—dijo el incógnito desembozándose y descubriéndose—, es la primera vez que vengo á la corte.

      Al descubrirse el jinete dejó ver que era un joven como de veinticuatro años, blanco, rubio, buen mozo y de fisonomía franca y noble, á que daban realce dos hermosos y expresivos ojos negros.

      —¡Ah! ¿Acabáis de venir?—dijo el conde de Olivares prevenido en favor del joven—. ¿Y á qué diablos os venís á entrar con ese caballo por las caballerizas del alcázar? En sus tiempos debe de haber sido mucho...

      —Cosas ha hecho este caballo y en peligros se ha visto que honrarían á cualquiera, y si porque es viejo lo desprecian los demás, yo, que le aprecio porque le apreciaba mi padre...

      —¿Y quién es vuestro padre?

      —Mi padre era...

      —Bien; pero su nombre...

      —Jerónimo Martínez Montiño, capitán de los ejércitos de su majestad.

      —Yo conozco ese apellido y creo que le estoy oyendo nombrar todos los días; ¿no recordáis vos, Uceda?

      —¡Bah! Ese apellido es el del cocinero mayor de su majestad.

      —El cocinero de su majestad es mi tío.

      —¡Ah! Pues entonces sois de la casa—dijo el conde—; cubríos, mozo, cubríos, que corre un mal Norte, y seguid hacia el alcázar; y tú, bergante—añadió dirigiéndose al palafrenero—, toma el caballo, llévale á las caballerizas y cuídale como si fuera un bicho de punta; y debe de haberlo sido. ¡Diablo, lo que son los años!

      Y el conde de Olivares y el duque de Uceda se alejaron hacia los Consejos, mientras el joven pasaba el arco en dirección al alcázar, murmurando:

      —¡El conde de Olivares y el duque de Uceda! Paréceme de buen agüero este encuentro... Ello dirá... Lo que únicamente me inquieta es el haber dejado á Cascabel entregado á aquel bergante... Pero mi tío arreglará esto y