El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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de noche, y en las que había algunos lacayos.

      Pero marchaba el joven de una manera tan decidida, absorto en sus pensamientos y sin reparar en nada, que, sin duda porque por aquella parte habían quedado atrás las entradas difíciles, y no circulaban más que los que estaban autorizados para ello, nadie le preguntó, ni le puso obstáculos, ni le dijo una palabra.

      Y así continuó hasta un estrecho pasadizo, medio alumbrado por un farol clavado en la pared, y enteramente desierto, donde hubo de sacarle de su distracción una voz de mujer, grave, sonora, que hablaba sin duda con otra detrás de una mampara próxima, y que le dejó oír involuntariamente las siguientes palabras:

      —Me va en ello más que piensas... es preciso; preciso de todo punto... ¡oh, Dios mío!

      Nuestro joven hizo entonces lo que en igual situación hubiera hecho el más hidalgo: comprendió que una casualidad le había llevado á un lugar donde dos mujeres se creían solas, que las graves palabras que había oído pertenecían sin duda á un secreto que él no debía sorprender, y se hizo atrás dirigiéndose á la puerta inmediata; pero aquella puerta estaba cerrada.

      Dirigióse á la ventura á otra, pero al llegar á ella se abrió y salió una dama.

      El joven dió un paso atrás, y se quitó el sombrero. La dama que salía dió un ligero grito de sorpresa, y quedó inmóvil.

      —¿Qué hace este hombre aquí?—dijo con la voz notablemente alterada.

      —Perdonad, señora, pero...

      —¿Pero qué?—exclamó con impaciencia la dama.

      —Soy forastero: He venido al alcázar á ver á mi tío, y al salir me he perdido.

      —¿Y quién es vuestro tío?

      —El cocinero mayor del rey.

      —¡Ah!¿sois sobrino del cocinero mayor?—repuso la dama, cuya voz estaba alterada por una conmoción profunda—; comprendo: venís de las cocinas.

      —Así es, señora—contestó el joven—, que contrariado y confuso por su torpeza, tenía la vista fija en el suelo.

      —Habéis bajado por las escaleras por donde se sirve la vianda á su majestad; habéis cruzado la galería de los Infantes, y os habéis metido en la portería de damas... ¡y esos maestresalas!... ¡estarán durmiendo!

      —Yo siento, señora... yo quisiera...

      —¿Cuánto tiempo hace que estáis en esta galería?

      —Hace un momento, señora; como que al abrir esta puerta, buscaba una salida.

      —¿Y no habéis oído hablar á nadie?

      —No, señora.

      Y entonces el joven alzó los ojos, miró á la dama y se puso pálido.

      Lo que había causado la palidez del joven, era la hermosura de la dama y la expresión de sus grandes ojos, fijos en él, de una manera particular.

      —La casualidad que os ha traído aquí—dijo la dama—, os pudiera costar cara.

      —Sucédame lo que quiera, me pasará indudablemente menos de ello que de haberos disgustado.

      —Venid—dijo la dama—, cuya voz tenía todavía el acento irritado, trémulo, conmovido.

      Y en paso rápido, fuerte, enérgico, tiró la crujía adelante, llegó á una puerta, abrió su pestillo con un llavín dorado, la pasó y repitió con impaciencia:

      —¡Seguid! ¡Seguid!

      Se encontró el joven en otra galería menos alumbrada; por último, la dama tomó por una escalera obscura.

      El joven la siguió á tientas; nada veía: sólo percibía el ardiente hálito de la dama, el crujir de su traje de seda, la fuerte huella de su paso.

      Al fin de la escalera sintió abrir una puerta, y la voz de la dama que le dijo:

      —Salid: id con Dios.

      Fué tal el acento de la dama al despedirle, que el joven no se atrevió á contestar: salió, sintió que cerraban la puerta, y se encontró en un ámbito tenebroso, del cual no podía apreciar otra cosa sino que estaba embaldosado de mármol, por el ruido que producían sobre el pavimento sus pisadas.

      Con las manos delante, á tientas, siguió á lo largo de una pared; torció, revolvió, anduvo perdido un gran espacio, y al fin, guiado por el resplandor de una luz que se veía tras una puerta, se dirigió á ella, se encontró en una galería baja y luego en el patio.

      Acontecióle entonces lo que nos acontece cuando despertamos de una molesta pesadilla: su corazón se espació y aspiró con placer el aire frío que, zumbando en las cornisas, penetraba en remolino hasta el fondo del patio.

      Pero la impresión de toda pesadilla, continúa aun después de despertar; el joven guardaba una fuerte impresión de su aventura, pero indeterminada, vaga, como un sueño; aquella impresión partía de la dama que había visto un momento; recordaba, con no sabemos qué agitación, que era una mujer tan hermosa como no había visto otra; pero no recordaba los rasgos de su semblante, ni el color de sus ojos, ni el de sus cabellos, ni su apostura, ni su traje; habíale acontecido lo que al que mira de frente al sol, que solo ve luz, una luz que le deslumbra, que sigue lastimando sus ojos después de haberlos cegado; estaba seguro de no conocerla si por acaso la veía otra vez, y esto le desesperaba; no se daba razón del sentimiento que aquella impresión le hacía experimentar; no pensó en que podía estar enamorado, como al recibir una estocada nadie por el momento se cree herido de muerte.

      El amor es hijo de la imaginación; la imaginación del joven no había tenido tiempo ni aun para formar el embrión de ese fantasma ardiente á quien damos la forma de la mujer que ha hablado fuertemente á nuestros sentidos; estaba aturdido y nada más.

      Así es que, profundamente preocupado, se dirigió por un instinto á una salida, y por efecto de su preocupación, ni vió dos hombres embozados, que estaban parados en la puerta de las Meninas, ni oyó este breve diálogo, que pronunciaron al pasar el joven junto á ellos:

      —¿Ha salido?

      —Sí.

      —¿Cuándo?

      —Hace algunos minutos.

      —¿En litera?

      —En litera.

      El joven pasó y maquinalmente tomó por la embocadura de una calle inmediata.

      La noche cerraba á más andar: el temporal seguía; la lluvia lenta, sorda, pesada, espesa, producía un arroyo en el centro de la calle, y las gentes, rebujadas en sus capas ó en sus mantos, pasaban de prisa.

      Era esa hora melancólica del crepúsculo vespertino, anticipada por el estado de la atmósfera, y por la niebla que empezaba á tenderse sobre la tierra. En aquel tiempo las calles de Madrid no estaban alumbradas, ni empedradas, ni abundaban las tiendas, y las pocas que existían, se cerraban al obscurecer; andaba poca gente por las calles, porque entonces Madrid, teniendo una periferia casi tan extensa como ahora, tenía mucha menos población; las casas, construídas en su mayor parte á la malicia, como se decía entonces, ó para que lo entiendan nuestros lectores, con un solo piso, para librarse de la carga de aposento con que estaban gravadas las que se elevaban más, eran bajas, de pobre aspecto, y muchas de ellas de madera; las calles eran irregulares, tortuosas, estrechas, con entrantes y salientes, y singularmente por la parte contigua al alcázar, por donde marchaba nuestro joven, eran un verdadero laberinto, habiendo trozos en que no se veía una sola puerta, á causa de formarlos las tapias de los huertos de los cuatro ó cinco conventos que había en aquel barrio.

      En uno de estos callejones escuetos y solitarios se detuvo de repente nuestro joven, que había llegado hasta allí maquinalmente, para orientarse del lugar en que se encontraba.

      El