El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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y don Rodrigo Calderón, está en el banquete del duque... después se encerrará en su despacho, y saldrá allá muy tarde por el postigo... ¡Ah, señor sobrino! os voy á procurar una buena ocasión... una ocasión que os hará hombre.

      En aquel momento se abrió la puerta y apareció una dueña.

      —¡Ah, señor Francisco! ¡Y cuánto trabajo me ha costado encontraros!—dijo la dueña—. He tenido que decir que venía de palacio, con orden de su majestad para vos.

      —¿Y es cierto...? ¿Traéis orden?

      —Casi, casi. Os traigo una carta.

      —Dadme acá, doña Verónica, dadme acá.

      La dueña entregó una carta al cocinero mayor, que éste abrió con impaciencia.

      «Tenéis un sobrino—decía—que acaba de llegar á Madrid; enviadle al momento á palacio. Tened en cuenta, que se trata de un negocio de Estado; que espere junto á la puerta de las Meninas, por la parte de adentro. Pero luego, luego.»

      Esta carta no tenía firma.

      —¿Quién os ha dado esta carta, doña Verónica? No conozco la letra, no tiene firma. ¿Estáis de servicio?

      —¡Ay! ¡sí, señor! Y yo no sé qué hay esta noche en palacio: las damas andan de acá para allá. La camarera mayor está insufrible, y la señora condesa de Lemos tan triste y pensativa... algo debe de haber sucedido grave á la señora condesa.

      —¿Pero quién os ha dado esta carta?

      —La señora condesa de Lemos.

      —La condesa de Lemos no es alta, ni blanca, ni... no, señor—murmuró Montiño.

      —Ea, pues, quedad con Dios, señor Francisco—dijo la dueña—. No me hallo bien fuera de palacio; es ya tarde y está la noche tan obscura...

      —¿Os han dicho que llevéis contestación?

      —No, señor.

      —Pues id con Dios, doña Verónica, id con Dios. Voy á mandar que os acompañen.

      —No, no por cierto: vengo de tapadillo; adiós.

      —Dios os guarde.

      La dueña se envolvió completamente en su manto, y salió.

      —Que me confundan si entiendo una palabra de esto—dijo Montiño—. ¿Si será verdad?... ¿si será la reina la que necesite en palacio á mi sobrino?... ¡pero señor!... ¿cómo conocen ya á mi sobrino en palacio?

      Montiño tomó el partido de no devanarse más los sesos; para tomar este partido tomó también una resolución.

      —Es preciso—dijo—que mi sobrino vaya á palacio con las cartas de la reina.

      Y saliendo del aposento en que se encontraba, atravesó la repostería y se entró en el otro aposento donde estaba su sobrino.

       Índice

      DE CÓMO AL SEÑOR FRANCISCO LE PARECIÓ SU SOBRINO UN GIGANTE

      Hacía ya tiempo que el joven había acabado de comer y hacía su digestión recostada la silla contra la pared, puestos los pies en el último travesaño del mueble, y entregado á un pensamiento profundo.

      Al sentir los pasos del cocinero mayor, dejó la actitud en que se encontraba para tomar otra más decente.

      —¿Habéis comido bien, sobrino?—dijo el cocinero.

      —Es la primera vez que he comido, tío—contestó el joven.

      —¿Os encontráis fuerte?

      —Sí por cierto.

      —¿De modo que embestiríais con cualquiera aventura?

      Al oír la palabra aventura, Juan Montiño, que se había distraído por un momento de su idea fija, volvió á ella.

      —¿Conocéis á la reina, tío?—le preguntó.

      —¡Pues podía no conocerla!—dijo con sorpresa el señor Francisco.

      —¿Es la reina alta?

      —Sí.

      —¿Es la reina gruesa?... es decir... ¿buena moza?

      —Sí.

      —Pues tío, yo quiero conocer á la reina.

      —Yo creo que estás loco, sobrino... ¿qué preguntas son esas y qué empeño?

      —Empeño... no por cierto... pero me ha hablado tanto de lo buena que es su majestad mi amigo don Francisco de Quevedo...

      El cocinero mayor estaba alarmado.

      —¿Conoces tú á la reina por ventura?—dijo.

      —¡Yo! ¡no, señor! ni me importa conocerla; es muy natural que el que viene por primera vez á Madrid, después de comer y beber, pregunte si el rey es alto ó bajo, hermoso ó feo; lo mismo me ha acontecido á mí; sólo que en vez de preguntaros por el rey, os he preguntado por la reina. Nada más natural.

      —Pues es muy extraño; tú me preguntas por su majestad, y yo acabo de recibir esta carta de manos de una dueña de palacio.

      Tomó la carta Juan Montiño, la leyó, se puso pálido y se echó á temblar.

      —¿Y de quién creéis que pueda ser esta carta?

      —Carta que viene por la condesa de Lemos, debe haber pasado por las manos de la camarera mayor, que debe de haberla recibido de la reina.

      —¡Aquí dice secreto de Estado!—dijo sin intención el joven.

      Pero en aquellas palabras el suspicaz Montiño vió una intención marcada, más que una intención: una explicación completa; su sobrino creció para él de una manera enorme, creyóse relegado al silencio, dominado, convertido en un ser inferior á su sobrino.

      —Y no, no creas—dijo—que yo pretendo saber tu secreto. No comprendo bien lo que sucede... pero... te llaman á palacio; la reina es demasiado imprudente...

      —¡Tío!

      —¡Después de lo de las cartas!

      —Pero, tío, no os comprendo.

      —Escucha, Juan, escucha—dijo Montiño, que estaba atortolado y que había perdido el tino—: don Rodrigo Calderón está aquí; luego saldrá por el postigo de la casa del duque; yo te llevaré á ese postigo; debes esperarle; lleva en el bolsillo de su ropilla las cartas que comprometen á la reina.

      —¡Las cartas que comprometen á la reina!

      —Sí—dijo sudando el cocinero mayor—, las cartas de la reina. Es necesario que antes de ir á palacio esperes á don Rodrigo, que le acometas, que le mates si es preciso; pero esas cartas, Juan... y mira, hijo mío—añadió el cocinero mayor asiendo las manos del joven, y mirándole desencajado y pálido, porque cada vez se hacia para él un personaje más respetable su sobrino—: aprovecha tu buena, tu inesperada fortuna; no te pregunto cómo has podido llegar hasta donde has llegado en tan poco tiempo; eres ciertamente muy hermoso, y las mujeres... pero sé prudente, muy prudente... no te ensorberbezcas, aprovecha las horas de buen sol, hijo; pero mira que las intrigas de palacio son muy peligrosas...

      —Pero, tío...—replicó el joven, que no comprendía una sola palabra.

      —Nada, nada; no hablemos más de esto; lo quiere ella... en buen hora.

      Juan Montiño no se atrevió á aventurar ni una sola palabra más, por temor