El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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á ti después de mi muerte.

      »Ven, porque sólo á ti diré yo ese nombre, y eso muy bajo por temor de que lo escuchen las paredes: si cuando vengas he muerto, ese nombre bajará conmigo á la tumba.

      »Como podrá suceder que llegues tarde, porque mi mal se agrava extraordinariamente de momento en momento, permíteme que respecto á Juan te dé algunos consejos que podrán aprovecharte.

      »No seas miserable ni áspero con Juan: te digo esto, porque te conozco; has amado á tus hermanos, pero has amado más al dinero; tus hermanos han sufrido resignadamente su pobreza, porque tus hermanos sabían bien que si te pedían socorros se los hubieras enviado, pero causándote una dolorosa herida cada doblón de que te hubieras desprendido; tus hermanos no han querido hacerte sufrir; perdona á uno de ellos, moribundo, el que te diga estas palabras y no veas en ellas una queja; sí únicamente justificar el consejo que voy á darte: sé generoso con Juan; sé franco: él es sumamente agradecido y leal, y tal persona puede llegar á ser, que si tú te haces amar de él, sea para ti su amor un tesoro; tienes además, hermano, un excelente corazón, pero eres receloso, desconfías de todo... y luego... tu avaricia... Juan es muy generoso y muy delicado. No desconfíes de él, porque esto le resentiría, y te lo repito, el cariño de Juan, dentro de muy poco tiempo, puede valerte mucho.

      »Allá te le envío pobre de ropa y de bolsillo, pero muy hermoso, muy valiente, muy noble, casi sabio.

      »¡Ah! te advierto, para lo que te pueda convenir, que hace tres años vino aquí huyendo de ciertas malas aventuras, el docto y regocijado don Francisco de Quevedo. Conoció á Juan, y se hicieron los más grandes amigos del mundo. Don Francisco es un hombre que vale mucho, y que podrá servir de mucho á Juan. Y cuando Quevedo, que es un hombre que estrecha muy pocas manos de buena fe, distingue y ama y no muerde con su sangrienta burla á nuestro hijo, mucho debe éste de valer.

      »Allá te lo envío: sale de aquí sin un maravedí y sin una camisa. Cuando llegue á esa, llegará hambriento, cansado, mojado: préstale mesa á que sentarse, ropa con que mudarse, lecho en que descansar; no le niegues nada de esto, Francisco; recuerda que tu hermano y yo le hemos amado como si fuera un hijo de nuestra sangre, y que yo, que nunca te he pedido nada, te lo suplico desde el borde de mi sepultura.

      »Sobre todo ven al instante, porque me siento morir.—Tu hermano que desea verte un solo momento y expirar en tus brazos,

      Pedro Martínez Montiño.»

      Enjugóse el cocinero del rey dos lágrimas enormes que le había arrancado el final de la carta de su hermano, la guardó cuidadosamente en un bolsillo y se puso á pasear por la pequeña estancia, profundamente pensativo.

      —Sí, sí, es preciso—dijo al fin—; me le ha endosado; prescindiendo de que llegue á ser ó no ser, yo no puedo... vamos, de ningún modo; un mozo hermoso, y esto es verdad, que ha sido estudiante, que le gustan desordenadamente las mujeres, y que puede dar un chirlo al lucero del alba... no, no... es imposible que yo tenga á este mancebo en mi casa... mi mujer, mi hija... gracias á que las tengo seguras guardándolas y cerrando mi puerta á piedra y lodo; y luego no teniéndole en mi casa, échese vuesa merced el cargo de pagarle un día y otro la posada durante quince meses; no, señor; será preciso que el duque de Lerma le dé un oficio... es verdad que cualquier oficio, por pequeño que sea el que me dé el duque, podría valerme algo, y en estos tiempos... pero del mal el menos. ¡Ah! me olvidaba de que ha salido sin almorzar de Navalcarnero. ¡Hola! ¡eh!—dijo abriendo la puerta y entrando en la repostería—Gonzalvillo, hijo, ven acá.

      Acercóse un paje.

      —Ve á aquel aposento—le dijo—y lleva un servicio de mesa, un pastel de olla podrida, un capón de leche asado, un besugo cocido, un pastel hojaldrado, frutas y confituras, y dos botellas de vino de Pinto, á un hidalgo que se llama Juan Montiño, que es mi sobrino, hijo de mi hermano: sírvele bien, hijo, sírvele, y guárdate por el servicio las sobras, que bien podrás sacar de ellas dos reales.

      Gonzalvillo se separó de la puerta, y cuando Montiño iba á cerrarla, se le presentó de repente un hombre.

      —¡Eh! ¡esperad, señor Francisco, esperad! ¡pues á fe que me ha costado poco trabajo llegar aquí para que yo os suelte!

      —¡Ah! ¡señor Gabriel! ¿y qué me queréis?—dijo el cocinero del rey, con mal talante—Entrad, entrad, y decidme lo que me hayáis de decir.

      Entró aquel hombre, y Montiño se encerró con él.

       Índice

      LOS NEGOCIOS DEL COCINERO DEL REY.—DE CÓMO LA CONDESA DE LEMOS HABÍA ACERTADO HASTA CIERTO PUNTO AL CALUMNIAR Á LA REINA.

      El hombre que acababa de entrar era un hombre característico.

      Si la persona que tiene alguna semejanza típica con la fisonomía de algún animal, tiene las propensiones del animal á quien se parece, aquel hombre debía tener alma de lobo, pero de lobo viejo y cobarde, que en sus últimos tiempos hace por la astucia, lo que en su juventud ha hecho por la fuerza.

      Habiendo dicho que la fisonomía de aquel hombre se parecía á la de un lobo viejo, nos creemos dispensados de una descripción más minuciosa.

      Bástanos añadir que aquel hombre en su juventud, debió ser alto y robusto, que á causa de sus años, que casi rayaban en los sesenta, estaba encorvado, y que á la expresión feroz que debió brillar en sus ojos y en su boca, cuando ganaba la vida matando á obscuras y sin dar la cara, había sustituido una mirada hipócrita y una sonrisa fría y asquerosa que parecía haberse estereotipado en su boca rasgada.

      Aquel hombre, que en otros tiempos había sido rufián y asesino (nosotros sabemos que lo fué, y basta que lo digamos á nuestros lectores sin que nos entremetamos á contarles una historia que nada nos interesa), era hacía ya algunos años ropavejero en la calle de Toledo, y corredor de no sabemos cuántas honradas industrias.

      Conocíale Montiño, y aun le trataba íntimamente, porque el cocinero del rey era hombre de negocios, y un hombre de negocios suele necesitar de toda clase de gentes. Pero como el buen Montiño sabía demasiado que el señor Gabriel Cornejo había sido perseguido por la justicia, salpimentado más de tres veces por ella, puesto por sus méritos en exposición pública más de ciento, para ejemplo de la buena gente, y compañero íntimo de un banco y de un remo durante diez años, guardábase muy bien, sin duda por modestia, de decir á nadie que conocía á tan recomendable persona, y mucho más de que le viesen en conversación con ella.

      Por esta razón, Montiño, que tenía suficiente causa para estar entristecido con la muerte próxima ó acaso consumada de su hermano, y con la venida de un sobrino putático que se le entraba por las puertas, sin dinero y sin camisas, acabó de ennegrecerse al ver que el señor Gabriel Cornejo se arrojaba á buscarle nada menos que en casa del duque de Lerma, y en medio de una legión de pajes y lacayos, gentes que á todo el mundo conocen, y que hablan mal de todo el mundo.

      —¿Qué cosa puede haber que os disculpe de haberme venido á buscar de una manera tan pública?—dijo severamente Montiño.

      —¡Bah! señor Francisco: nadie tiene nada que decir de mí—contestó sonriendo de una manera sesgada Cornejo—; si en mis tiempos fuí un tanto casquivano, y no supe guardar el bulto, ahora todo el mundo me conoce por hombre de bien y buen cristiano. Y luego, sobre todo, cuando las cosas son urgentes y apremiantes, es menester aprovechar los momentos...

      —¿Pero qué sucede?

      —Suceden muchas cosas: por ejemplo, esta tarde ha estado en mi casa el tío Manolillo.

      —¿Y qué me importa el bufón del rey?

      —Despacio y paciencia. Quien escucha oye, y cosas pueden oírse que valgan mucho dinero.

      —Sepamos