El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
Скачать книгу
encerrado conmigo ó yo me he encerrado con él, y de buenas á primeras, como hombre de ingenio y de experiencia, que sabe que todas las palabras que sobran en una conversación deben callarse, me ha dicho—: ¿Conocéis á un hombre que quiera matar á otro?

      —¡Oh, oh!—exclamó Montiño, abriendo desmesuradamente los ojos.

      —Yo, que también sé ahorrar de palabras cuando conozco á la persona con quien hablo, le contesté—: ¿Quién es el hombre que queréis despachar al otro mundo?—Un caballero muy rico y muy principal—. ¿Como quién? por ejemplo, le pregunté—. Así como el duque de Lerma ó el de Uceda, ó el conde de Olivares—. ¿Pero no es ninguno de los tres?—No: pero aunque no lo parece, vale más que todos ellos—. Pues entonces, si vale más... por el duque de Lerma, pediría mil doblones; por el otro mil quinientos—. Trato hecho—dijo el bufón—. ¿Cuándo ha de ser?—Cuando esté depositado en buenas manos el dinero—. ¡Qué! ¿No le tenéis?—Nada os importa eso—. Es verdad—. Adiós—. Dios os guarde.

      —¡Conque el tío Manolillo!...—exclamó seriamente admirado Montiño—; esto es grave, gravísimo. ¿Y no os dijo, señor Gabriel, quién era su enemigo?

      —No me lo ha dicho, pero yo lo sé.

      —¡Ah! ¿Y cómo lo sabéis vos?

      —¿Quién es en la corte un hombre que vale tanto como el duque de Lerma el de Uceda, ó el conde de Olivares?

      —¡Bah! hay muchos: el duque de Osuna.

      —Está de virrey en Nápoles.

      —El conde de Lemos.

      —Está desterrado.

      —Don Baltasar de Zúñiga.

      —Ese es un caballero que suele estar bien con todo el mundo.

      —Pues no acierto.

      —Es verdad: lo que generalmente no vemos, cuando se trata de estos negocios, es lo que más tenemos delante de los ojos. ¿Os habéis olvidado del secretario del duque de Lerma?

      —¡Don Rodrigo Calderón!

      —Ese, ese es el enemigo del tío Manolillo.

      —Pero no entiendo por qué pueda ser enemigo de don Rodrigo el bufón de su majestad.

      —¡Bah! ya veo, señor Francisco, que vos sabéis muy poco.

      —No me es fácil dar con el motivo de la ojeriza que decís tiene el tío Manolillo á don Rodrigo.

      —¿Conocéis á una comedianta que se llama Dorotea, que baila como una ninfa en el corral de la Pacheca?

      —¡Ah! ¿una valenciana hermosota, deshonesta, que ha estado dos veces presa por no bailar como era conveniente?

      —La misma. Pues bien; esa mujer es hermana, ó querida, ó hija, no se sabe cuál de las tres cosas, del tío Manolillo.

      —Me estáis maravillando, señor Gabriel. ¿Conque la Dorotea?...

      —Sí, señor, la Dorotea es mucha cosa del bufón del rey. Pero no es esto todo. El duque de Lerma...

      —Sí, sí, ya sé que el duque visita á la Dorotea.

      —Pero no sabéis quién ha andado de por medio para concertar esas visitas.

      —Sí, sí, ya sé que el medianero, el que ha llevado los primeros regalos, el que acompaña de noche al duque y le guarda las espaldas, es don Rodrigo Calderón.

      —Vamos, pues de seguro no sabéis que el duque de Lerma es quien paga, y don Rodrigo Calderón quien goza.

      —¿Pero quién os dice tanto?—exclamó admirado Montiño.

      —Ya sabéis que yo tengo muchos oficios.

      —Demasiados quizá.

      —Están los tiempos tan malos, señor Francisco, que para ganar algo es necesario saber mucho. Saben que sé muchas princesas, y una de ellas, conocida de la Dorotea, la encaminó á mí para que la sirviese. Dorotea quería un bebedizo.

      —¡Ah! ¡ah! ¡las mujeres! ¡las mujeres!

      —Son serpientes, vos no lo sabéis bien, señor Montiño: como se les ponga en la cabeza doctorar á un hombre en la universidad de Cabra, aunque el amante ó el marido las encierren en un arca y se lleven la llave en el bolsillo, le gradúan.

      Movióse impaciente en su silla el cocinero del rey, porque se le puso delante su mujer, que era joven y bonita.

      —Pero á serpiente, serpiente y media. Cuando ella me pidió el bebedizo, me dije: podrá convenirme saber quién es el hombre á quien quiere esta muchacha entre tantos como la enamoran. Porque yo soy muy prudente, y sé que el saber, por mucho que sea, no pesa. Díjela que el bebedizo no podía producir buenos efectos si no se conocía á la persona á quien había de darse. Entonces la Dorotea, poniéndose muy colorada, me dijo—: El hombre que yo quiero que no quiera á ninguna mujer más que á mí es don Rodrigo Calderón—. Necesito saber cómo habéis conocido á don Rodrigo Calderón, la dije.—¿Necesario de todo punto?—Ya lo creo; y si fuera posible hasta el día y la hora en que le vísteis por primera vez.—¿Y si no lo digo no me daréis el bebedizo?—Os lo daré, pero si no sé de cabo á rabo cuanto os ha acontecido y os acontece con don Rodrigo Calderón, no os quejéis si el bebedizo no es eficaz.—Entonces la moza se sentó, y me confesó que había conocido á don Rodrigo cuando don Rodrigo fué á hablarla de parte del duque de Lerma; que se había enamorado de él, y don Rodrigo de ella. Que, en una palabra, el duque de Lerma paga y se cree amado, y don Rodrigo Calderón, que no la paga y á quien ella ama, la engaña amando á otra.

      —¡Ah!

      —¡Y si supiérais quién es esa otra, señor Francisco!

      —Alguna cortesana que tiene tan poca vergüenza como don Rodrigo Calderón.

      —Pues os engañáis, es la primera dama de España.

      —¿Por hermosa?

      —No tanto por hermosa, aunque lo es, como por noble.

      —¡La dama más noble de España! ved lo que decís: cualquiera pudiera creer...

      —¿Que esa tan noble dama es la reina? ¿No es verdad?—dijo con una malicia horrible Cornejo.

      —¡La reina! ¡Su majestad!—exclamó dando un salto de sobre su silla Montiño.

      —La misma, Su majestad la reina de España es la querida de don Rodrigo Calderón.

      —¡Imposible! ¡imposible de todo punto! ¡yo conozco á su majestad! ¡no puede ser! ¡creería primero que mi hija!...

      —Vuestra hija podrá ser lo que quiera, sin que por eso deje de ser lo que quiera también la reina.

      —¡Pero la prueba! ¡la prueba de esa acusación, señor Gabriel!—dijo el cocinero del rey, á quien se había puesto la boca más amarga que si hubiera mascado acíbar—. ¡La prueba!

      —He ahí, he ahí cabalmente lo que yo dije á la Dorotea: ¡la prueba!

      —¿Y esa mujerzuela tenía la prueba de la deshonra de su majestad?

      —La tenía.

      —¿Pero qué tiene que ver esa perdida con la reina? ¿quién ha podido darla esa prueba?

      —El duque de Lerma.

      —Me vais á volver loco, señor Gabriel; no atino...

      —No es muy fácil atinar. Pero dejadme que os cuente, sin interrumpirme, sin asombraros, oigáis lo que oigáis, y concluiremos más pronto.

      —Y me alegraré, porque no me acuerdo de haber estado en circunstancias tan apremiantes en toda mi vida.

      —Pues