El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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la ropilla, se le cayó de un bolsillo interior una cartera, que don Rodrigo recogió precipitadamente. Yo me callé, pero cenando le hice beber más de lo justo, acariciándole, mostrándome con él más enamorada que nunca. Don Rodrigo se puso borracho y se durmió como un tronco. Entonces me levanté quedito, fuí á la ropilla, tomé la cartera, la abrí, y encontré en ella cartas de una mujer; de una mujer que firmaba «Margarita

      —Pero eso es muy vago... muy dudoso—dijo con anhelo Montiño—; si la reina ha de responder de todas las cartas que lleven por firma Margarita...

      —Oíd, señor Montiño, oíd, y observad que la Dorotea no es lerda.

      —Cuando leí el nombre de Margarita, solo, sin apellido... sospeché, porque tratándose de don Rodrigo es necesario sospechar de todas las mujeres... sospeché que aquella Margarita que se dejaba en el tintero su apellido era... Margarita de Austria.

      —Pero, señor, señor—exclamó todo escandalizado y mohíno el cocinero de su majestad—; esa mujer tan vil, de cuna tan baja... esa perdida, ¿sabe leer?

      —Como que es comedianta y necesita estudiar los papeles.

      —¡Ah!—dijo dolorosamente Montiño, cayendo desplomado de lo alto del que creía un poderoso argumento.

      —Oigamos á la Dorotea, que aún no ha concluído—: Sospeché que aquella Margarita, que citaba misteriosamente á don Rodrigo, era la reina, y como no me atrevía á quedarme con una sola de las cartas, las miré, las remiré, hasta que fijé en mi memoria la forma de las letras de aquellas cartas, de modo que estaba segura de no engañarme si veía otro escrito indudable de la reina. El duque de Lerma me dará ese escrito—dije—, ó he de poder poco. Y volví á meter las cartas en la cartera, y la cartera en el bolsillo de donde la había tomado. Cuando se fué don Rodrigo, observé que de una manera disimulada, pero curiosa, se informaba de si la cartera estaba en su sitio, y cuando aquella noche vino el duque de Lerma, le recibí con despego, le atormenté, me ofreció como siempre alhajas, y yo... yo le pedí que me trajese un escrito indudable de la reina. Asombróse el duque, me preguntó el objeto de mi deseo, insistí yo, diciendo que era un capricho, y á la noche siguiente el duque me trajo un memorial en que se pedía una limosna á la reina, y á cuyo margen se leía: «Dense á esta viuda veinte ducados por una vez», y debajo de estas palabras una rúbrica. ¡Era la misma letra, la misma rúbrica de las cartas! no podía tener duda: la reina era amante de don Rodrigo Calderón.

      —Pues señor—dijo Montiño—, á pesar de todo, os digo, señor Cornejo, que antes de creer en eso soy capaz de no creer en Dios.

      —Sea lo que quiera; pero oíd y atad cabos: ya os he dicho que el tío Manolillo me preguntó cuánto dinero se necesitaba para despachar una persona principal, y que yo le dije que mil quinientos doblones, que el tío Manolillo no los tenía; que la Dorotea cree que don Rodrigo Calderón tiene cartas de amores de la reina... que está celosa... recordad bien esto.

      —Sí, sí, lo recuerdo.

      —Pues bien; esta noche una dama muy principal, á lo que parece, ha estado casa de mi comadre la señora María; la que tan honradamente vive con el escudero su marido el señor Melchor, que tan hermosa era hace veinte años, que sigue aumentando sus doblones, empeñando y prestando con una usura que da gozo: ya sabéis que cuando la señora María necesita para sus negocios un dinero, viene á mí, como yo vengo á vos.

      —Bien, bien, ¿pero qué?

      —Esa dama que os he dicho ha ido encubierta esta noche á casa de la señora María, ha ido encubierta también algunas otras veces á pedir dinero. Pero siempre, excepto esta noche, ha llevado una alhaja de mucho precio, ha vuelto con otras pero no ha desempeñado ninguna. Esta noche ha ido, toda azorada, asustada, trémula, ha pedido á la señora María mil y quinientos doblones (nunca había pedido tanto), ofreciendo dar por ellos tres mil en el término de un mes. Ya veis si es negocio.

      —¡Pues hacerlo! ¡hacerlo!—dijo Montiño.

      —Lo haremos á medias, ó mejor dicho á tercias, entre vos, la señora María y yo: quinientos doblones cada uno.

      —¿Y para eso me habéis buscado, me habéis entretenido y me habéis mentido tanto?—dijo levantándose Montiño con visibles muestras de despedir á Cornejo.

      —Esperad... esperad, que el negocio lo merece—repuso el señor Gabriel con gran calma—. Recordad; yo pido al tío Manolillo esta tarde mil y quinientos doblones por la vida de un hombre principal, que sé de seguro que es don Rodrigo Calderón; don Rodrigo Calderón tiene unas cartas de la reina que la comprometen, y esta noche va á casa de la señora María á pedir mil y quinientos doblones una dama, que aunque no la conocemos, debe ser principalísima. ¿No creéis que debe meditarse esto, señor Francisco? ¿No creéis que en esto danzan las cartas, la reina y el tío Manolillo, y tal vez la reina en persona...?

      —¿La reina en persona...? ¿Creéis que la reina haya podido ir á casa de la señora María de noche y sola?

      —Yo ya no me admiro de nada, señor Francisco, de nada; además que la dama tapada ofreció como seguridad de los mil y quinientos doblones, mejor, de los tres mil doblones, un recibo en forma de puño y mano de la reina, firmado por ella misma.

      —¿Pues qué mejor seguridad queréis? haced el negocio, y dejadme en paz á mí; no quiero mezclarme en él, y siento mucho que me hayáis dicho tanto, porque cuando se trata de enredos lo mejor es no saberlos.

      —Pero venid acá; ¿no veis que nosotros solos no podemos hacer ese negocio?

      —¿Y por qué? ¿Acaso me vendréis á decir, á quererme hacer creer que la señora María y vos no tenéis mil y quinientos doblones?

      —La dificultad no es el dinero, sino la seguridad de él; nosotros no conocemos la letra de la reina, y vos...

      —Yo no la conozco tampoco.

      —Señor Francisco, vos sois más en palacio que cocinero del rey.

      —¡Y bien! ¿Qué? no quiero meterme en este negocio.

      —O queréis hacerlo vos solo—dijo irritado por la codicia el tío Cornejo.

      —Hablemos en paz, señor Gabriel—dijo el cocinero mayor—, y concluyamos, concluyamos de todo punto. No digáis á nadie lo que á mí me habéis dicho, porque podríais ir á la horca.

      Echóse á temblar aquel viejo lobo, porque le constaba que el cocinero mayor era uno de esos poderes ocultos que, bajo una humilde librea, han existido, existen y existirán en todas las cortes.

      —En cuanto al negocio—añadió Montiño—, no me meto en él; haced lo que queráis, y lo mejor que podéis hacer ahora es... iros.

      Vaciló todavía el señor Gabriel Cornejo, pero una mirada decisiva y un ademán enérgico de Montiño, le decidieron; se despidió hipócritamente deshaciéndose en disculpas, y cuando ya estaba cerca de la puerta, el cocinero del rey, como obedeciendo á una idea súbita, le dijo:

      —Esperad.

      Cornejo se volvió lleno de esperanza.

      —¿Vais á ver á la señora María?

      —Ciertamente necesito decirla vuestra resolución.

      —Pues decidla, además, que prepare esta misma noche un aposento con lecho en su casa, y que cuando llame á su puerta uno que se nombrará sobrino mío, que le reciba, que yo respondo de los gastos.

      Voló la esperanza causando una dolorosa impresión en el señor Gabriel Cornejo, que se despidió de nuevo murmurando:

      —He sido un imprudente, no debía haber hablado tanto; yo confiaba en su codicia, pero está visto: su avaricia es mayor de lo que yo creía. Quiere hacer el negocio por sí solo.

      Entre tanto el cocinero del rey murmuraba abstraído y pensativo:

      —Es muy posible