El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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de vuelta. Saca mi loba de camino, Inesita; y mis botas, yo voy por mis pedreñales, siempre es bueno ir bien preparado.

      Y Montiño abrió una puerta con una llave que sacó de su bolsillo, y entró y cerró.

      La mujer lanzó una mirada ansiosa á aquella puerta.

      Montiño atravesó otra habitación, abrió otra puerta y se encerró en un pequeñísimo aposento, en el cual había un fuerte arcón, una mesa y algunas sillas. Pero todo tan empolvado, que á primera vista se notaba que no se había limpiado allí en mucho tiempo.

      El cocinero mayor abrió el arcón, que apareció lleno de talegos; buscó uno de ellos con la vista y con las manos, con cierto respeto de adoración; desató lentamente su boca, y procurando que las monedas no chocasen, sacó como hasta una veintena de doblones de oro.

      —Hago un sacrificio, un inmenso sacrificio—exclamó suspirando—, el mayor de todos: dejar mi casa sola. No sé por qué el tío Manolillo tiene conmigo de algunos meses á esta parte chanzas que me inquietan. ¡Bah! ¡bah! yo recelo de todo... no hay motivo... están contentas... ella cada día más cariñosa... mi hija cada vez más empeñada en ser monja... Afuera, afuera sospechas infundadas... una sola noche... ¿qué ha de suceder en pocas horas?

      Y tomando un par de pedreñales ó pistoletes que estaban colgados de la pared, los cargó, les renovó los pedernales, y cerrando cuidadosamente el arca y las dos puertas que antes había abierto, salió á la habitación donde estaban su mujer y su hija, se vistió un traje de camino, se ciñó una espada, se colgó de la cintura los pedreñales, y después de despedirse de su mujer y de su hija, salió de la habitación, luego del alcázar, y llegó á las caballerizas, donde montó en un mulo, y salió de Madrid acompañado de un mozo de espuela de la casa real, que iba montado en otro mulo.

      No habría llegado aún Francisco Montiño al puente de Segovia, cuando su mujer, que había despedido á su hijastra para irse á dormir, se encerró en su dormitorio, se dirigió á una ventana, que parecía clavada, sacó con suma facilidad dos de los clavos, que sólo servían de una manera aparente, abrió, y tomando un papel, al que hizo tres agujeros, envolvió en él un pedazo de pan, sin duda para dar al papel peso, y se puso á cantar, teniendo fijos los ojos en una ventana cercana de una torre que por aquella parte del alcázar estaba contigua á las habitaciones del cocinero mayor.

      Poco después se abrió aquella ventana y dejó ver únicamente su fondo obscuro.

      Luisa arrojó á aquel fondo el papel que envolvía el pan y que entró por el vano obscuro de la ventana que acababa de abrirse.

      Inmediatamente cerró Luisa la ventana, y dijo suspirando, como suspira una mujer impaciente y enamorada:

      —Si á las tres no ha vuelto Francisco, no vuelve de seguro hasta mañana; tienen tiempo de avisarle y vendrá: ¡oh! ¡qué suerte tan infeliz la mía!

      —¿Por qué cantará así mi madre, siempre que mi padre pasa alguna noche fuera de la casa?—decía Inés rebujándose en sus sábanas—. ¡Ay, si yo pudiera avisarle! pero le ha tocado hoy de servicio, y no se puede mover de la portería de pajes.

      La niña se durmió sonriendo, como sonríe una virgen á su primer amor, á su único amor puro. No sabemos si Luisa durmió también; pero lo que sí sabemos es que entre tanto el cocinero mayor caminaba rápidamente al paso de andadura de los dos poderosos mulos, y que el camino hasta Navalcarnero se acabó antes de que se acabasen sus encontrados pensamientos.

      Cuando llegó al pueblo eran las doce de la noche.

      Apeóse en la puerta de la casa donde había nacido, y no tuvo necesidad de llamar, porque encontró su puerta franca de par en par.

      Algunas mujeres pasaban de la cocina á una sala baja muy atareadas, y entre ellas apareció una anciana.

      —¿Vive mi hermano?—dijo Montiño, adelantando hacia aquella mujer.

      —¡Ah! ¡señor! ¿sois vos?-dijo llorando la pobre anciana—yo no os conozco, no os he visto nunca; pero debéis ser el señor Francisco Montiño.

      —El mismo soy; ¿pero vive aún mi hermano?

      —Está acabando; pero entrad, entrad: desde que esta mañana fué Juan á Madrid, os espera con tanta impaciencia, que no parece sino que vos habéis de traerle la salvación de su alma.

      Y la buena mujer introdujo al cocinero mayor en una sala baja, y de ella en una alcoba, donde, asistido por un fraile francisco, había un anciano expirante.

      —¡Señor arcipreste!¡señor arcipreste!—dijo la anciana—; he aquí vuestro hermano que ha llegado.

      Abrió penosamente los ojos el moribundo.

      —No veo—dijo con voz apenas perceptible.

      Y calló, como si aquel «no veo» le hubiese costado un inmenso esfuerzo.

      —Padre—dijo la anciana, dirigiendo la palabra al religioso—, el señor arcipreste me tenía encargado que cuando viniese su hermano, le dejásemos solo con él.

      —¡Oh!¡pues cumplamos su voluntad!—dijo el fraile y salió.

      El moribundo y el cocinero mayor quedaron solos.

      —¡Soy yo, hermano mío!¡soy yo!—dijo Montiño, estrechando las manos al arcipreste.

      —¡Allí! ¡allí!—dijo el moribundo, extendiendo el brazo hacia el fondo de la alcoba de una manera vaga y penosa.

      —Sí, sí; no te fatigues, hermano mío: allí está el cofre que encierra la fortuna de Juan.

      —Sí—dijo el moribundo.

      —¡Pedro! un esfuerzo—dijo Montiño acercando su semblante al de su hermano, que empezaba ya á descomponer la muerte—: ¡Pedro, el nombre de su padre!

      —Su padre es... el gran... el gran... duque de Osuna.

      —¡Ah!—exclamó Montiño—. ¿No deliras, hermano?

      —¡El duque... de Osuna!—repitió el arcipreste, haciendo un violento esfuerzo, que acabó de postrarle.

      —¿Y su madre...? ¿su madre...?

      —La duquesa... de...

      —¡Pedro! ¡Pedro! un solo esfuerzo.

      El moribundo hizo un esfuerzo desesperado para hablar y no pudo; levantó la cabeza, dejó oír un gemido gutural, y luego su cabeza cayó inerte sobre la almohada.

      Había muerto.

       Índice

      LO QUE HABLARON LERMA Y QUEVEDO

      Desde que don Francisco de Quevedo se resignó á esperar, pensando, al duque de Lerma, hasta que apareció el duque, pasaron muy bien dos horas.

      Era el duque uno de esos personajes que se llaman serios; su edad rayaría entre los cuarenta y los cincuenta años; respiraba prosopopeya; vestía con una sencillez afectada, y en sus movimientos, en sus miradas, en su actitud, había más de ridículo que de sublime, más hinchazón que majestad; era un hombre envanecido con su cuna, con sus riquezas y con su privanza, que había formado de sí mismo un alto concepto, y que se creía, por lo tanto, un grande hombre.

      Quevedo permaneció algún tiempo sentado, después que apareció el duque.

      Esto hizo fruncir un tanto el ceño á su excelencia.

      —Me han avisado—dijo con secatura—de que me esperaba aquí una persona para darme en propia mano una carta de la señora duquesa de Gandía.

      Quevedo se levantó lentamente,