El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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á sus años hubiese dado á luz un hijo, tuviéronlo á milagro, pero no desconfiaron.

      »Pasaron algunos años; Juan crecía hermoso y robusto.

      »A los diez años ya sabía gramática, que yo le había enseñado; trasladaba al romance á Horacio y á Virgilio, y además mostraba gran afición á las armas.

      »Queríale Jerónimo como si hubiese sido realmente su hijo; Genoveva al morir nos encargó con las lágrimas en los ojos que no le desamparásemos, y yo fenecía de placer cuando mi rapazuelo corregía, á los padres graves que solían pasar por el pueblo, el latín corrupto que vomitaban con tanto exceso cuanta era su ignorancia.»

      —De modo que—dijo interrumpiendo de nuevo su lectura Montiño—, tenemos en nuestro sobrino pegadizo todo un sabio; pues mejor: al duque de Lerma le gustan los mozos de provecho. ¿Quién sabe?

      Y después de meditar un momento sobre esta pregunta que se había hecho el cocinero del rey, tornó á la lectura:

      «El mismo día en que Juan cumplía los doce años, paró delante de la puerta de nuestra casa un dómine vestido de negro, montado en una mula y acompañado de un mozo. Preguntó por nuestro hermano, y cuando le hubo visto le dijo: que era un eclesiástico que se dedicaba á ser ayo de jóvenes, que un caballero á quien no conocía le había dicho que nuestro hermano le había encargado de buscar una persona docta y de buenas costumbres, que acompañase á un hijo suyo, cuidase de él y le asistiese mientras hacía sus estudios en la Universidad de Alcalá, para cuyo efecto le mandaba con una carta de recomendación. Guardó silencio nuestro hermano mientras duró el mensaje, y tomando la carta vió que el verdadero padre de Juan, aunque con un sentido doble, por el cual aunque se hubiera perdido aquella carta no se hubiera perdido el secreto, le suplicaba enviase á Alcalá á hacer los estudios que más le agradasen á Juan, bajo la vigilancia del bachiller Gil Ponce, hombre de virtud y conciencia, en quien podía confiarse enteramente. Añadía la carta que no había que pensar en los gastos, y concluía suplicando encarecidamente á Jerónimo no se negase á aquella demanda. A aquella carta acompañaba una maleta, y dentro de la maleta se encontraron ropas para Juan y doscientos ducados en oro.

      »Nuestro hermano no tenía derecho alguno á oponerse, pero sintió grandemente que su pobreza no le permitiese sufragar los gastos de los estudios de Juan; á los tres días abrazó llorando á nuestro rapazuelo, que partió acompañado de su ayo y llevando en el bolsillo algunos ducados de que nos desprendimos sin dolor Jerónimo y yo, aunque no nos quedaban otros tantos.

      »En cuanto á los doscientos que contenía la maleta, se entregaron íntegros al señor Gil Ponce.

      »Juan volvió por vacaciones.

      »Por lo que había aprendido, comprendía que los maestros de Alcalá eran dignos por su ciencia de la famosa Universidad complutense. En cuanto al estado de educación y de buenas costumbres en que Juan volvía, comprendí también que se había tenido un gran acierto en elegir para ayo de un joven al señor Gil Ponce.

      »Este permaneció con nosotros durante las vacaciones, y se volvió con Juan cuando llegó el tiempo de abrirse de nuevo las aulas.

      »Todos los años Jerónimo recibía una maleta llena de ropa y doscientos ducados. Cuando Juan cumplió los diez y ocho años, acompañaron á la maleta y al dinero una espada y una daga magníficas, aunque muy sencillas, como convenía al hijo de un hidalgo pobre.

      »Juan cursó en Alcalá letras humanas, teología, derecho civil y canónico; á los diez y ocho años era bachiller, á los veintiuno licenciado; montaba á caballo como si á caballo hubiera nacido, y en cuanto á esgrimir los hierros, vencía á su padre; y aun á mí mismo, que ya sabes que meto una estocada por el ojo de una aguja, me hacía sudar y andar listo. Yo le enseñé todo lo que sabía en esgrima, que no es poco, y estoy seguro de que no hay dos en la corte que le metan un tajo ó que le alcancen con una estocada.»

      —¡Ah! ¡ah!—murmuró Montiño—; también le gustan á su excelencia los mozos diestros y valientes.

      Y siguió leyendo:

      «Hace tres años que Juan volvió definitivamente, terminados sus estudios. Ya hacía dos que, por muerte del señor Gil Ponce, iba solo á Alcalá. Sin embargo, en esos dos años no se pervirtió, á pesar de andar entre estudiantes. Ni bebe, ni juega, ni riñe; sólo tiene una afición, y ésta es muy natural á sus años: es enamorado y audaz con las mujeres.»

      Dió un salto sobre su sillón al leer esto Montiño.

      —¡Ah! ¡ah! bueno es saberlo—exclamó.

      Y siguió la carta adelante:

      «Pero ni las mujeres le engañan, ni él procura engañar á la que por inocente pudiera ser engañada.»

      —¡Hum!—interrumpió el cocinero, sin dejar de leer.

      «Es un mozo completo, lo que se debe en gran manera á su padre, porque nosotros, por nuestra pobreza, no hubiéramos podido darle los estudios que se le han dado, el título que posee y que podrá servirle de mucho.

      »Pero la conducta de su padre es hasta cierto punto extraña: sólo ha atendido á la subsistencia de su hijo mientras ha sido estudiante; pero después le ha abandonado á si mismo y á nuestra pobreza.

      »La circunstancia que hay también extraña es que, siendo lo natural que para ir á Alcalá desde Navalcarnero se pase por Madrid, siempre, por expresa prohibición de su padre, ha pasado junto á Madrid, dejándole á alguna distancia á la izquierda, cuando ha ido á Alcalá.

      »El pobre ha vivido ayudando al escaso sueldo de su padre, y á lo poco que yo gano como sacerdote, dando lecciones de latín, algunas fuera del pueblo, costándole todos los días un viaje.

      »Hace dos años, antes de morir, me dijo nuestro hermano—: No te he dicho todo lo que sé respecto á Juan; Dios no quiere que yo viva hasta que cumpla los veinticinco años: para entonces le espera una gran fortuna.»

      —¡Una gran fortuna cuando cumpla los veinticinco años, y nació el día de San Marcos del año de...! veamos: le quedan pocos meses para cumplirlos; ¡ah! ¡ah! ¡diablo! ¡una gran fortuna! no hay como ser hijo secreto de gran señor. ¿Y qué fortuna será ésta? ¡oidor en Indias! ¿quién sabe? ¡secretario del rey! ó lo que es mejor, secretario del secretario de Estado. ¡Ah! ¡diablo! será necesario estar bien con el muchacho; ¡eh! ¡eh! veamos, veamos.

      «Esta gran fortuna, continuó nuestro hermano Jerónimo, está encerrada en un cofre que está guardado en aquel armario que no se ha abierto hace veinticuatro años—. ¿Pero qué contiene ese cofre?—pregunté á Jerónimo—. No lo sé, contestó; sólo sé que pesa mucho, y que cuando me le entregaron vi meter en él, como si se hubiesen olvidado, algunos papeles: aquellos papeles parecían como escrituras.»

      Abrió enormemente los ojos Montiño y le pareció que las letras que de allí en adelante contenía la carta eran de oro.

      «Delante de mí el escribano Gabriel Pérez selló el cofre, y pegó sobre él, de modo que para abrirle es necesario romperle, un testimonio en que constaba que yo había recibido aquel cofre cerrado el día de San Marcos de 1586.

      »Yo firmé un recibo en que me obligaba á entregar aquel cofre cerrado, tal cual le había recibido, á la persona cuyo nombre constase en el recibo, ó á Juan, con facultades de abrirlo, si al devolverme el recibo se expresaba en él esta circunstancia; yo transmito á ti ese cofre, por una cláusula de mi testamento que te obliga á cumplir lo que yo no puedo por mí muerte.

      »Después me reveló el nombre del padre de Juan, nombre ilustre, nombre de uno de los españoles más grandes y más nobles que han honrado á nuestra patria, nombre que no me atrevo á escribir, porque aunque Juan me inspira mucha confianza, una carta puede perderse.

      »Es necesario, pues, que te pongas inmediatamente en camino. Deja en la corte á Juan, porque al pobre muchacho le sería muy doloroso verme morir. No te digas que tú vienes, para que no