El niño forma parte de una estructura (el grupo familiar) que no puede ser eliminada, ni siquiera cuando el práctico intenta mantenerla a distancia. El psiquiatra infanto-juvenil está, pues, conminado a trabajar con la familia, y eso constituye una de sus dimensiones mayores. Una ampliación semejante del campo de la práctica no ha sido tomada en cuenta, de manera satisfactoria, ni por el pensamiento médico clásico, ni por el pensamiento psicoanalítico tradicional. Y si actualmente lo pueden hacer, es gracias al enriquecimiento debido a los cuestionamientos de la experiencia psiquiátrica infanto-juvenil.
En efecto, la medicina tradicional aborda lo interindividual con criterios genéticos y hereditarios, complementados más tarde con el concepto de «terreno» (transmisión vertical) y con la aproximación del «contagio» (transmisión horizontal). La práctica psicoanalítica ortodoxa, fundada en la técnica de la cura-tipo en relación dual, apenas puede «evocar» el grupo familiar tal como se representa en el discurso del paciente. O bien considera al padre como un paciente por analizar.
Al contrario, en la práctica psiquiátrica infanto-juvenil, el grupo familiar manifiesta su presencia. La práctica no es asunto de un solo individuo. Este es también miembro de un grupo: ese conjunto que es el sujeto forma parte a su vez de un conjunto englobante, y, en ese sentido, podemos hablar de «terapia en volumen», discursos sobre los padres o el niño y referentes de esos discursos. Los padres y el niño se entrecruzan ellos mismos en una dramaturgia.
EL NIÑO COMO ENCARNACIÓN
El niño actúa, por una parte y a su manera, las problemáticas familiares surgidas, entre otras cosas, de las problemáticas de cada uno de sus padres. E. Lévinas, en el prefacio a la nueva edición de Le temps et l’autre8 [El tiempo y el otro], escribe: «Lo posible que se le ofrece al hijo, colocado más allá de lo que puede asumir el padre, sigue siendo suyo en cierto sentido. Precisamente, en el sentido del parentesco».
Nosotros, por nuestra parte, formularemos las cosas un poco de otra manera: lo que cada ser humano ha reprimido en lo más profundo de sí mismo se le escapa, especialmente, en dos situaciones: la elección de la pareja amorosa durable (uno se asombra con frecuencia al ver algunos emparejamientos) y, de forma aún más fuerte y más sutil a la vez, la posición parental. El niño está hecho de todo eso por mecanismos de complejidades infinitas.
Lo que escapa a los padres —algunos hablarían aquí de lo reprimido o de lo «inanalizable»— no se encuentra en estado bruto. Sufre siempre transformaciones que habrá que describir rigurosamente. El padre, por lo demás, está tentado a no reconocer esas manifestaciones como salidas de él y que reflejan de manera implícita lo más profundo, lo más oscuro, lo más oculto de su ser. Además, el tránsito del uno al otro, del padre al niño, añade la carne: el resultado se traduce en rasgos de carácter, en comportamientos, en actos, incluso en la trayectoria de un destino. No olvidemos que, por otra parte, eso que escapa al padre y no es resuelto en él, se añade y se mezcla con lo que se transmite sin conflicto. El problema se complica por el hecho de que el niño no procede de una sola persona: él encarna también, de manera disfrazada, aquello que ha escapado (podríamos hablar de proyecciones inconscientes) al otro progenitor, pues la elección recíproca de los dos padres pone en juego, como ya hemos dicho, mecanismos del mismo orden.
Los abuelos, los tíos y las tías, los hermanos y las hermanas, desempeñan también un rol en el asunto. No hace falta recordar que cierto número de factores embrollan también el panorama: constitución física en parte heredada, lugar que ocupa entre los hermanos, historia particular del embarazo, del alumbramiento, de la llegada del niño, tema astrológico que algunos pretenden tomar en serio, relacionándolo con los temas parentales…
Más aún, el niño no es más que emanación de los fantasmas (inconscientes) de sus ascendientes y colaterales, y no de los azares de su venida al mundo ni de su existencia. Es sujeto y causa de sí mismo: él es su propio autor, al «hacer» algo singular con todas las influencias, con su «genio» propio (entidad difusa a falta de una definición precisa).
Su completa realización debería consistir en encontrar el lugar original más satisfactorio en una filiación, sin que por eso se limitase a los deseos que se ejercen respecto a él y que él mismo ha interiorizado (la rebelión reaccional es tan alienada como la total conformidad).
LA TERAPIA COMO CONVERSIÓN
Partir a la búsqueda de las causalidades es aquí ilusorio, y no puede desembocar más que en reducciones. Es esa, no obstante, la tentación más habitual de la psiquiatría que, fascinada por el modelo científico medical del siglo XIX, piensa que la explicación etiológica es la vía real de la terapia.
Para continuar avanzando en nuestro propósito, dejemos de lado toda idea de causalidad (organogénica o psicogénica, por ejemplo) y constatemos que trazos psicoafectivos individuales, configuraciones de composición de pareja, perfiles de destino se repiten en lo idéntico o en la oposición, o bien sufren modificaciones; asimismo, que las problemáticas se trasladan así de una generación a otra. Hablemos, más bien, de cambio de registro, de «conversión». Queda por hacer un examen detallado de cada historia particular.
Poner al día esos mecanismos es, sin duda, científicamente interesante, pero su desvelación apenas permite modificarlos. Y se encuentran no pocas personas perfectamente capaces de describir los orígenes personales y familiares de sus dificultades, sin que eso conlleve para ellos la menor mejoría.
La terapia permite por sí misma una conversión por medio de la elaboración de un relato, ya sea que se haga, como en psiquiatría de adultos, en forma de reconstrucción legendaria contada a un analista en interrelación transferencial, o por medio de una representación institucional con múltiples actores.
En psiquiatría infanto-juvenil, el tránsito al individuo sufriente como único actor de la terapia, así como el paso a la institución como marco codificado de una neosociedad reconstituida, son, de hecho, figuras raras, y se trata de inventar cada vez la fórmula individualizada, adaptada al niño considerado como algo particular, es decir, como único.
La terapia, de todas maneras, no es una respuesta a las problemáticas del sujeto, sino una puesta en escena para acoger esas problemáticas, de tal suerte que poco a poco encuentren solución.
LA ENFERMEDAD COMO FIGURA
Los pacientes de psiquiatría infanto-juvenil son definidos con el término niños, y no con el de enfermos, como ocurre en todas las otras disciplinas médicas. Algunos hablan incluso de gosses [chiquillos] o de gamins [muchachos]. Malades [enfermos] no es más que un adjetivo, mientras que es un sustantivo para los psiquiatras de adultos como para los pediatras, que denominan a sus clientes petits malades [pequeños enfermos], donde petit es el adjetivo y malades, el sustantivo. De la misma manera, los miembros de la Educación Nacional no ven en los niños más que eleves [alumnos], en todo caso, a partir de la escolaridad obligatoria. En cambio, los psiquiatras infanto-juveniles no se colocan frente a una enfermedad, sino frente a una persona, cuyas manifestaciones no siempre han de ser inscritas en el marco de la patología. La enfermedad no resume al individuo sufriente objeto de cuidados.
Para eso se pueden aducir varias razones:
– El recurso al psiquiatra es cada vez más diversificado, y el abanico de la clientela es cada vez más abierto: comprende niños cuyas perturbaciones son mínimas, como aprendizaje esfinteriano, dificultades de relación, convivencia escolar, relación con la lectura o con la escritura, etc. Nada hay en todo eso que remita a una entidad mórbida. Muchos de esos niños son «ordinarios», como lo son nuestros propios niños o los de nuestros amigos.
– Otra razón reside en la obligación