Notemos de paso que los prácticos de medicina son, por lo general, denominados por referencia a los órganos y a los grupos de órganos de los cuales se ocupan (gastroenterólogos, endocrinólogos), a las enfermedades o al agente patógeno que tienen que combatir (cancerólogos, parasitólogos). Los psiquiatras, los pediatras, los geriatras y los foniatras son los únicos que se denominan con la ayuda del sufijo -iatre y no -logue. Etimológicamente, eso significaría que están más comprometidos con la acción que con el discurso (habría mucho que decir a propósito de la identificación-rivalidad de los psicólogos en relación con el cuerpo médico). Todos esos «-iatres» tienen en común el hecho de dirigirse a Otro que se supone sin lenguaje y que se encuentra fuera del circuito de producción.
La edad de los clientes separa a los psiquiatras de adultos, que se llaman a veces «generalistas», de los psiquiatras «infanto-juveniles». Este vocablo marca ya un movimiento entre dos etapas: la infantil y la juvenil, de una transformación que no se detiene ahí. Inevitablemente, otra etapa va a seguir: la edad adulta. Notemos, además, que el término infanto- podría definirse como eso que ha de ser estructurado en la infancia, por su sola fuerza de transformación.
En los otros dominios de la medicina, no existe separación radical presupuesta entre el paciente y el práctico, a no ser la cura o la muerte. Y aunque las curaciones son frecuentes, las recaídas, recidivas, nuevas ocurrencias patológicas obligan a los prácticos a intervenir de nuevo.
Por el contrario, en el caso de los psiquiatras infanto-juveniles, como en el de los pediatras, no ocurre nada semejante. Llegará siempre un día en que sus pacientes desaparecerán. Pero esa ruptura no es más que muerte simbólica, y no real. Se efectúa en un proceso de vida signado por la emancipación definitiva. La desaparición solo es relativa, es un pasaje, es maduración, algo así como un rito iniciático. El campo de la práctica cubre una parte delimitada de toda una vida, cuyo éxito depende, entre otras cosas, de los cuidados practicados.
El resto de la medicina podría ser concebido bajo este modelo dinámico si se entendiera la enfermedad física como una etapa de la vida, como movimiento de maduración, a la vez en su aporte experiencial humano y por sus repercusiones corporales, por ejemplo, en el sistema defensivo inmunitario. La enfermedad se inscribiría, entonces, en todo un proceso, que influiría en la vida ulterior del sujeto, incluidas sus manifestaciones moleculares. De la misma manera, la «curación» del delirio de un adulto podría ser comprendida no como una restitutio ad integrum, sino como una integración, una metabolización de la experiencia delirante en la persona.
Lo propio de la psiquiatría infanto-juvenil reside en obligar a sus actores a insertar su encuentro en una evolución: lo que ellos viven se inscribe en una dinámica, uno de cuyos términos es el final de ese encuentro.
SER PACIENTE EN PSIQUIATRÍA INFANTO-JUVENIL
El paciente es, pues, aquí el niño. Enfant, en francés, es un término que establece una doble relación, con la edad y con la filiación. Si, por una parte, enfant remite a adulte (y marca su devenir, como acabamos de señalar), refiere también a «parientes».
Y un parámetro esencial reside en el hecho de que el paciente excepcionalmente se coloca en actitud de sujeto demandante de cuidados: incluso si su comportamiento significa un reclamo, esa profunda demanda de ayuda no es formulada como tal. La demanda viene, en efecto, casi siempre del entorno: familia, escuela, trabajadores sociales, médicos. Por largo tiempo, los psiquiatras de niños han modelado su práctica sobre la de los psiquiatras de adultos: encuentros informativos, recolección de información y de testimonios supuestamente objetivos. El trabajo se efectuaba luego con el niño; la familia solo era requerida para constataciones comparativas sobre los progresos del mismo. A lo sumo, se observaba la mayor o menor cooperación del entorno; por ejemplo, en el caso del adulto, el grado de tolerancia al enfermo formaba parte de la evaluación del pronóstico. El problema de la herencia psicológica era a veces planteado al modo de las descripciones de psiquiatría de adultos, principalmente referidas a los perfiles de las madres o de los padres «esquizofrénicos», versión modernista de las teorías de Morel sobre la degeneración.
La experiencia de la práctica conducirá a los psiquiatras infanto-juveniles a proponer como objeto de reflexión ese frecuente enigma de la perturbación que aparece en un miembro de la familia con ocasión del mejoramiento del niño. La respuesta es variable, y han salido a la luz concepciones diversas del rol de la familia, que no vamos a desarrollar aquí. El punto indiscutible consiste en que ahora se acepta que el campo de la psiquiatría infanto-juvenil no concierne más al niño aislado (incluso cuando la decisión terapéutica se dirija solo a él), sino al niño miembro de un conjunto familiar.
Por nuestra parte, la evolución de nuestra práctica nos ha llevado a renunciar, salvo pedido expreso de los padres, a reunirnos con el padre o con la madre, o con los dos juntos, sin el niño. Con frecuencia, hemos tenido que ser depositarios de terribles secretos de familia acerca de los cuales nada se podía hacer, pues el rol del terapeuta no consiste en transmitirlos al niño en lugar de los padres, ni siquiera de ordenar a los padres que los conversen con el niño, puesto que ellos habían elegido hablar en ausencia de su hijo.
Porque los padres presentan, a su vez, problemáticas personales que intervienen en las del niño. Los mismos reflejos del psiquiatra de adultos actúan en un primer tiempo: «El o los padre(s) están enfermos». ¡Esta afirmación, así planteada, abre un abanico de respuestas que va desde las simples etiquetas hasta la terapia individual de tal o cual de los padres, a veces incluso en lugar de la terapia del niño! Diversas dificultades previsibles impiden esa tentación: la primera es que esos adultos no se presentan para solicitar cuidados o ayuda para sí mismos, sino solamente para sus niños. De todas maneras, el psiquiatra se sitúa como cuidante del niño: este, aunque esté ausente, es el centro del encuentro con los padres.
La segunda dificultad consiste en que todo psiquiatra atento a sus contraactitudes se da cuenta de que toda terminología, nosográfica, semiológica, patogénica, moral o educativa (padre paranoico, madre histérica, padre dimisionario, madre fálica, padres superprotectores, etc.), significa para él mismo un rechazo agresivo de los padres y una fuerte identificación con el niño. No se produce entonces ninguna dinámica de cura, sino más bien designación fija de las responsabilidades de las perturbaciones del niño: este es negado como sujeto, reducido a no ser más que el resultado de las intenciones conscientes y de los deseos inconscientes en relación con él.
Además, como tercera dificultad, el psiquiatra se ve obligado a constatar que las problemáticas de los diferentes miembros de la familia se encadenan entre sí, se completan, formando y produciendo un conjunto familiar, entidad nueva, que no se reduce a la suma de cada uno de sus componentes, y que posee sus propias reglas, su propio funcionamiento.
La llegada de los padres como «padres» al campo de la práctica no puede desembocar más que en constataciones de este género, vayan o no acompañadas de reflexiones teóricas y/o terapéuticas en consecuencia.
SER PADRES EN PSIQUIATRÍA INFANTO-JUVENIL
Desde el momento en que se opera ese cambio de perspectiva que restablece a los padres como «padres», incluidos en un conjunto en el que el niño es otro elemento, el encuentro queda transformado.
Los padres llegan hostiles y tensos, temiendo ser catalogados y que su fracaso, designado por esa demanda, sea ratificado por un interventor externo. Esa referencia a un tercero es una oficialización de la ruptura de equilibrio y también la promesa de cambios deseados, aunque temidos. Cuando se dan cuenta de que son recibidos como «padres», de que la terapia no se ejerce ni directamente sobre ellos ni