Jean Paul no es por lo tanto aquel tipo de racionalista que cree poder comprobar a Dios por el camino de la razón. Él es más bien un realista, y su realismo es de tipo optimista. Es un realista de los sentimientos. Esto lo aprendió de Jacobi (ver capítulo 2.9). Sin embargo, durante toda su creación poético-filosófica, estuvo siempre en constante discusión con Kant, preocupado específicamente de la problemática del conocimiento de las cosas trascendentales. Tal y como Kant, él también llega a la conclusión de que un conocimiento directo y absoluto de dichas cosas es imposible en base a una pura reflexión intelectual. Si somos, según Kant, seres con una visión general limitada, teniendo que vivir con conciencia de constantes contradicciones, incongruencias y con conciencia de finitud, en Jean Paul encontramos justamente una teoría de aquellas contradicciones en base a otra teoría acerca de lo cómico y del humor. Éste será, por lo tanto, el centro conceptual de nuestro trabajo. Un criterio fundamental en este contexto es por ello la comunicabilidad universal de nuestros juicios.
Puestas las cosas de este modo, el presente trabajo se preocupará, por un lado, de la temática lingüístico-filosófica de la comunicabilidad universal dentro de la filosofía trascendental y de la antropología de Kant, y por otro lado, de la respuesta de Jean Paul frente a esta concepción; una respuesta que ciertamente es motivada desde una perspectiva lingüístico-filosófica. La filosofía trascendental se despide, sin duda, de la posibilidad de un saber absoluto como la tradición metafísica todavía lo planteaba (ver capítulo 2.11). El saber es dado, según ella, solamente en distintas formas del saber. Una investigación acerca de la concepción de la comunicabilidad dentro de estas formas del saber debe mostrar, en un primer paso, en qué consiste la diferencia revolucionaria de Kant en oposición al pensamiento de la tradición, para así poder descubrir, en un segundo paso, aquellas formas del saber en Kant y cuáles son los criterios para poder hablar realmente de un saber.
Al final de las presentes declaraciones introductorias debemos decir que el método y el contenido de nuestra investigación coinciden en parte, en el sentido en que entendemos las obras filosóficas interpretadas, esto es, precisamente como obras de una razón ajena. La razón ajena siempre está puesta en una diferencia estética frente a la razón propia del intérprete. En virtud de esta diferencia estética, el intérprete de una obra filosófica no puede anticipar el punto de vista del autor: “Ninguna interpretación puede exigir que un autor deba ser entendido necesariamente de tal forma como ella lo entiende, sino solamente, que el autor puede ser entendido así, o que él, bajo ciertos criterios, debe ser entendido mejor así”.9 En torno a un supuesto reproche, en este contexto, sobre un posible razonamiento arbitrario es posible responder que el intento de comprensión de los textos interpretados siempre debe ser vinculado con la exigencia de un interés práctico, cuestión que corresponde de modo general con el programa de Kant acerca de un mejoramiento de las condiciones del ser humano. En ello hay que considerar, en palabras de Josef Simon, que “cada interpretación se distingue del texto que la interpreta. Ella transmite los signos del texto, a su manera, de otros signos, y ninguna puede exigir haber sido la última”.10
PARTE 1
SABER Y COMUNICABILIDAD:
El saber y la función de la comunicación en el contexto histórico
1. Introducción
Según Aristóteles, el hombre aspira por naturaleza al saber.11 Immanuel Kant agrega que la aspiración al saber se expresa en una “inclinación a juzgar”, es decir, en una necesidad de comunicarse. En una tradición socrática, el filósofo de Königsberg sigue la comprensión de un saber del no-saber. Un saber absoluto, como lo presupone la tradición metafísica antes de Kant, con Kant ya no es más accesible. Esto describe su programa trascendental según el cual nuestro conocimiento no se refiere a las cosas en sí, sino solamente a las cosas tal y como ellas aparecen. De Dios, la inmortalidad y el alma no podemos saber nada porque estas ideas trascendentales no están en ninguna relación con la intuición y la sensibilidad. En el ámbito de los juicios pragmáticos, en tanto que seres sensibles-racionales, y a causa de nuestra limitación estética, estamos pues siempre expuestos al error. Este error, sin embargo, no es causado por nuestra ignorancia. El error es causado más bien por no considerar a la sensibilidad, es decir, a la limitación estética en nuestros juicios.
“Bien es verdad que la naturaleza nos ha negado muchos conocimientos, ella nos deja en ignorancia sobre muchas cosas, pero ella no es la causa del error. A ello nos induce nuestra inclinación a juzgar y decidir, también ahí donde, por causa de nuestra limitación, no somos capaces de juzgar y decidir”.12
La fuente del error radica entonces en que no se nota la influencia de la sensibilidad sobre nuestros juicios o no se reflexiona en torno a ella. Por causa de la influencia de la sensibilidad consideramos, pues, “razones meramente subjetivas por objetivas”, y confundimos “la mera apariencia de la verdad con la verdad misma”.13 A partir de ello se genera para Kant la exigencia moral-filosófica de juzgar solamente cuando es necesario, cuestión a la que el sujeto es llamado a estar atento por la limitación estética en cada expresión de sus juicios. Después de la revolución de la manera de pensar de Kant, que también significa un giro en el ámbito de la posibilidad del saber, hay que considerar consiguientemente desde el principio dos aspectos fundamentales: por un lado, tenemos que aceptar que nuestros conocimientos y nuestro saber generalmente son limitados. No podemos saber todo. Por otro lado, a causa de nuestra limitación estética y de la diferencia estética entre nosotros, tenemos que tomar en cuenta que siempre debemos revisar nuestros juicios y dejar que sean revisados y juzgados por otros para evitar posibles errores. Esta exigencia (demanda), tal es nuestra tesis, ya no puede ser expresada frente a un supuesto saber absoluto o saber de lo absoluto, sino solamente en el ámbito de las formas del saber, cuestión que pone en el centro de la atención la problemática de la comunicación de un posible saber. Para llegar a una definición acerca de qué se trata cuando hablamos de formas del saber y para aclarar la importancia de la comunicabilidad y de la comunicación de dichas formas, queremos, en un primer paso, tematizar el problema de la comunicabilidad del saber en un contexto histórico-filosófico. Sobre esta base la posición kantiana podrá ser entendida de mejor manera.
2. La comunicabilidad del saber y el lenguaje de la filosofía
Si partimos desde la historia lingüística (semántica) alemana de las palabras comunicabilidad (Mitteilbarkeit) y comunicación (Mitteilung), entonces es cierto que se trata de determinaciones más bien nuevas en el marco del pensamiento filosófico. Pero si partimos de aquello para lo cual el concepto de la comunicabilidad es un signo, a saber, la transmisión de verdades y realidades, entonces lo cierto es que esta problemática se deja observar ya desde el principio de la filosofía. Kant fue probablemente el primer pensador que asignó una posición y función cognoscitiva relevante a los conceptos alemanes de Mitteilbarkeit y Mitteilung.14 La importancia de la función descriptiva y de la función comunicativa del lenguaje, sin embargo, es retomada en la discusión filosófica mucho antes de Kant. Y esto es muy natural, pues la filosofía se expresa siempre en la forma de la palabra o la escritura. Y porque los documentos históricos existen solamente en forma escrita, y no podemos consultar al autor, surge debido a ello, según Josef Simon, la pregunta acerca de “cómo repercute el lenguaje histórico en el esfuerzo (empeño) de formular conocimientos universales e intemporales, o de decir ‘la’ verdad”. Brota así en especial el siguiente problema, a saber, “cómo se relaciona el pensar con su comunicabilidad lingüística”.15 Este planteamiento, según Simon, es tan antiguo como la historia de la filosofía misma y habría empezado, dentro de la historia de la filosofía europea ya con Parménides y Platón, quienes se habían preguntado, “si [acaso] el pensar sea algo esotérico, una cosa de pocos que se había dejado comunicar solamente de una manera desfigurada y superficial, (…) o si consistiría