Sombras. Victoria Vilac. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Victoria Vilac
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789942884688
Скачать книгу
preocupado por ella. Aunque no se apresuraría a apostar que de verdad le interesaba. Había conocido a Heyla Von Westrap en la mansión antes de que empezara la guerra. A pesar de que le había advertido sobre compartir el conocimiento que poseían con ella y su círculo, la arrogancia de Andrei era más fuerte que su lógica.

      Desconfiaba de los motivos de Hitler y de los otros miembros de la Sociedad Thule y ahora, muy a pesar suyo, había tenido razón, si no, él no estaría ahí, huyendo.

      —¡Solo desvístela y ya! —le gritó molesto desde la cocina— ¡El agua se enfría!

      Pero él estaba demasiado extasiado contemplándola. La había despojado de su pantalón, y miraba sus delgadas piernas, sus bragas, su diminuto ombligo. No se había atrevido a sacarle la camisa, pero la había desabotonado hasta la altura de su busto. La ropa estaba manchada, llena de tierra y sudor, su cabello lo había peinado con una trenza desde la parte superior de su cabeza, pero estaba suelto y sin brillo. Su rostro y sus manos tenían magulladuras y rastros de lodo, aun así, no podía dejar de mirarla.

      La tomó entre sus brazos y la llevó a la cocina, en donde Serge había colocado la bañera, muy cerca de la estufa para que se mantuviera caliente. La sumergió en el agua y con una esponja empezó a frotar su cuerpo para que entrara en calor. Sus pies no tenían señales de ampollas, ni sus rodillas mostraban los golpes productos de sus caídas. Su cuerpo estaba muy delgado, por el sobre esfuerzo físico y la falta de alimentos; su corazón latía débilmente, cada segundo con más y más esfuerzo.

      —Debes masajear el corazón —le dijo Serge mientras le extendía una toalla para que la cubriera.

      Andrei la llevó en brazos a la habitación de su hermano, ubicada en la parte superior de la casa. El joven buscó en su armario y encontró un camisón de dormir, que le había pertenecido quizá a una amiga o una invitada fugaz. Lo puso en la cama junto a la joven. Andrei lo miró curioso, primero al vestido y luego a su hermano.

      —¿Qué? También tengo una vida —le inquirió molesto.

      Pero en realidad, Andrei esperaba que por lo menos se pusiera de espaldas al momento de desvestirla, aunque Serge ni siquiera había contemplado esa posibilidad.

      —¡Serge! —murmuró Andrei, mientras desabotonaba la camisa de Leena; él mismo se sentía perturbado por la exquisita desnudez que estaban obligados a contemplar.

      —¡Está bien! —exclamó con la picardía de un adolescente.

      Andrei trató de no mirar, pero era imposible, ya que tuvo que sacarle la ropa mojada para poder vestirla y abrigarla. Su piel era suave y clara desde su cuello para abajo. Su busto era delicado pero provocativo. Mientras él la sostenía, Serge tomó el camisón y se lo enfundó por el cuello, tratando de no verla, por respeto a su hermano.

      Una vez en la cama, con ropa limpia y seca, Andrei pensó en aquel comentario de masajear su corazón, pero en breves minutos, Serge entraba de nuevo en la habitación con una copa de brandy en la mano, tratando de calentar el licor con suaves movimientos envolventes.

      —Dale esto, también la ayudará y te evitará sentirte un patán —comentó sonriendo mordaz.

      Mientras Andrei lo miraba, trataba de no sonreír, ya que sabía que su hermano tenía razón.

      Aunque ardía en deseos por tocarla, con lo que había visto sentía que tenía suficiente, al menos por esa noche. Mojó sus dedos en el líquido y suavemente los frotó en los labios de Leena, también en sus muñecas y en su cuello. Parecía que poco a poco iba volviendo a la vida, ya no tenía un color blanco de muerte en su rostro, sino que poco a poco este se tornaba luminoso.

      Capítulo 3

      Viejos amigos, nuevos enemigos

      La atmósfera en Berlín era insostenible. La paranoia se sentía en cada casa, en cada calle y en efecto, en la fortaleza de Adolfo Hitler. Se escuchaba que el ejército ruso —aliado suyo en el inicio de la guerra— se acercaba peligrosamente a posiciones alemanas.

      Un alto oficial de la Gestapo hizo su entrada en la oficina del jefe del Tercer Reino de Alemania. Trataba de conservar su compostura, puesto que no era nada bueno llevarle malas noticias al Führer, pero era su deber como jefe al mando del operativo que debía presentar a un informante extranjero, a su excelentísimo comandante en jefe.

      Para aumentar su ansiedad, lo hicieron esperar. Hitler estaba reunido con todos sus lugartenientes, analizando un inminente ataque por parte de los aliados en Francia, pero aún no era del todo cierto en dónde sería ¿Calais? ¿Normandía?

      La inteligencia alemana había descubierto un puesto de ataque en Inglaterra, sus fotos no eran muy legibles pero se observaban batallones listos para una incursión terrestre.

      Cuando lo hicieron pasar, la tensión que se vivía en el ambiente era espantosa. El Führer estaba exaltado ya que ninguno de sus comandantes apoyaba su deseo de establecer bases en Inglaterra para hacer frente a los aliados, no les parecía factible que el enfrentamiento se produciría ahí, pero eso no parecía importarle a Hitler. Estaba seguro que su “amigo” el conde, le revelaría el lugar exacto donde la batalla se llevaría a cabo y estaba muy seguro de que sería frente a las tropas del general americano George Patton.

      —¿Y bien Heydrich, en dónde está nuestro hombre? —le cuestionó el Führer, extendiendo sus brazos delante de sí, para asentar con fuerza, sus manos convertidas en puños, encima de los mapas que había estado revisando minutos antes.

      Su voz era áspera y en su rostro no había más que una mirada fulminante.

      —¡Heil Hitler!

      El soldado extendió su brazo izquierdo como señal de respetuoso saludo a su líder y continuó:

      —Mi señor, el conde Ardelean, ha escapado. Los soldados a cargo de su custodia, fueron localizados en unos matorrales con el cuello desgarrado. El médico forense indicó que… —tuvo que hacer una pausa para recobrar el aliento— algo había succionado la sangre de sus cuerpos. ¡Quedaron irreconocibles señor! Solo sus uniformes permitieron identificar quiénes eran. Sus heridas corresponden a las encontradas en muchos hombres y mujeres que se reportaron como desaparecidos en una comunidad cercana a la residencia de Ardelean. Las autoridades policiales habían indicado que las muertes parecían provocadas por ataques de lobos, aunque no se los ha reportado por la zona, señor.

      El rostro de Hitler permanecía inmutable. Había escuchado en silencio el informe del jefe de la Gestapo y de todos los detalles que había escuchado, solo el de la huida del conde había llamado su atención.

      —¡No me importan los campesinos muertos por lobos! ¡Quiero que me traiga a ese bastardo ahora! ¡Búsquelo debajo de las piedras, dé aviso a todos los puestos de mando! ¡No es un prisionero cualquiera! Si no cree que puede cumplir con su deber, es mejor que no regrese…

      Antes de que abandonara la sala, escuchó la voz del Führer

      —Heydrich, espero que el asunto de la condesa Westrap esté solucionado.

      —¡Sí mi señor! Lo está.

      Los dos hombres sonrieron maliciosamente, sabían que la condesa, así como los otros miembros de la Sociedad Thule, ya no serían una molestia, pues los habían asesinado.

      La mañana era gris y fría, parecía que el sol se había escondido tras grandes nubarrones que cubrían el cielo francés. Andrei descansaba en un sillón, junto a la cama en donde yacía Leena. No había querido dejarla sola ni un instante, pero se dio cuenta de que sus ropas estaban sucias y rotas. Buscó a Serge para pedirle, quizá, un último favor. Necesitaba bañarse y cambiarse, buscó algo de ropa limpia en su morral pero ya había agotado todo lo que traía desde Alemania.

      Quizá no será un favor sino dos, pensó mientras bajaba por las escaleras de madera a la sala poco iluminada y bastante sobria —para pertenecer a un noble— se dijo Andrei, un tanto consternado al comprobar que su hermano no tenía ningún reparo, al momento de vivir como la gente común.

      —¿Te