—¿Y Andrei? —preguntó ella con desconfianza, al verse recostada en una cama, sintiendo como cada parte de su cuerpo le dolía al moverse.
—Está refrescándose un poco —respondió el joven sin dejar de mirarla, tratando de comprender por qué su hermano se había arriesgado tanto y lo seguiría haciendo.
La habitación se tornó silenciosa, y los penetrantes e inquisidores ojos de Serge estaban empezando a incomodar a Leena, cuando Andrei entró en la habitación. Su cabello estaba mojado y vestía una camisa blanca, que se notaba no era suya, ya que le quedaba un poco apretada en el pecho. Pantalones negros y botas complementaban su atuendo y parecía más renovado, con un semblante de paz.
Leena se incorporó al verlo, le sonrió, aunque no se sentía recuperada del todo, el verlo le inyectó fuerza y sintió que sus latidos se aceleraban. Andrei se detuvo a su lado. Los dos se miraban complacidos aunque no pronunciaban palabra alguna; parecía que nada podía describir la emoción que experimentaban, salvo el brillo que se vislumbraba en los ojos de la pareja.
Serge los contemplaba en silencio, no obstante era evidente —muy evidente— que el sentimiento entre los dos era mutuo. Aunque no podría decir qué clase de emoción compartían, sus miradas le hacían pensar que se gustaban. Pero conociendo a Andrei, no estaba muy seguro de sus intenciones, aunque debía reconocer que Leena era muy bella e incluso sintió un poco de celos, no por primera vez.
—¿Lo logramos? —preguntó ella al fin.
—Sí. Estamos en Francia —respondió Andrei con calma.
Sabía que lejos de terminar, la aventura recién comenzaba y no con pocos inconvenientes. Ahora estaba indeciso sobre qué acciones tomar, sabiendo que la vida de la joven podría estar nuevamente en peligro, hecho que lo preocupaba sobremanera.
—Debemos partir al puerto cuanto antes —dijo mientras se daba cuenta que la presencia de Serge parecía incomodar a Leena.
Había olvidado que él estaba en la habitación y en seguida se incorporó para ubicarse junto al joven y darle un abrazo.
—¡Leena, este es mi hermano Serge! —dijo conmovido, recordando su hospitalidad, a pesar de sus diferencias.
—Pensé que no tenías familia —respondió ella confundida, lo que avergonzó a Andrei. Bajó su rostro y miró al suelo apretando los puños.
—Andrei es muy temperamental y no siempre estamos de acuerdo —replicó el joven sin dejar de mirar a su hermano mayor—. Pero es mi familia, es sangre de mi sangre.
Parecía no sentir rencor o al menos lo disimulaba. En ese momento los dos hombres se dieron un abrazo queriendo borrar rencillas pasadas.
Leena dormía nuevamente, pues su cuerpo necesitaba descanso. Los dos hermanos estaban sentados en los pequeños sillones contemplando el fuego, cuando Serge rompió el silencio.
—¿Es la gitana verdad? ¡La has encontrado! ¿Cómo puede ser, después de tanto tiempo? ¡No lo creo! —el joven estaba emocionado y preocupado, trataba de hablar en voz baja pero la excitación se sentía en sus palabras.
Andrei lo miró, compartiendo la misma emoción de incertidumbre y alegría. Pensar en Leena y ver a su hermano eran situaciones que le causaban una serie de sentimientos difíciles de explicar.
—¿Le has dicho? —preguntó Serge casi en un sollozo.
—¿Cómo podría? —le inquirió después de meditarlo mucho.
La cuestión no era fácil, ni siquiera él, que era el centro de todo ese embrollo podía entenderlo, mucho menos ella.
—Pero debes hacerlo. Tarde o temprano se enterará. Será mejor que sea por tu boca, caso contrario todo podría salirse de tus manos.
—Lo sé, pero no quiero pensar en ello ahora. Trato de no pensar en todo lo que sucedió, quiero borrar el pasado de mi mente, solo así podré seguir Serge. ¿No estás de acuerdo? —le respondió más tranquilo, después de constatar que su pesadilla había sido solo eso, un sueño.
—Sí, pero no se puede simplemente olvidar todo hermano. No sé si te ha sucedido, pero últimamente he sentido muy cercana la presencia de nuestro padre —le dijo él consternado.
—Espero que te equivoques, que jamás lo volvamos a ver —finalizó, levantándose de su asiento y caminando hacia la ventana, buscando la luz, anhelando que algún día su sufrimiento llegara a su fin.
—Andrei, si estuviera muerto en realidad, ¡no seríamos esto! —replicó Serge, señalándose despectivamente.
Capítulo 4
Rumbo a América
Cuando subieron a bordo del Aurigny, un buque de transporte de pasajeros de la Compagnie de Charguers Reunis, un gélido viento decidió despedir a los viajeros que subían en el gran barco de bandera francesa en silencio. Nadie miraba atrás, no había familiares despidiéndolos, ni pañuelos agitándose en el viento. Solo algunos curiosos se habían apostado en el puerto, para observar a aquellos hombres y mujeres expulsados de la tierra que los había visto nacer y los había cobijado hasta el ascenso de los tiranos al poder.
No solo había judíos, sino también españoles, franceses, alemanes, austríacos, polacos y de muchas otras nacionalidades que huían de la persecución nazi y del franquismo español. Huían de la intolerancia y de la irracionalidad, de la muerte y del sufrimiento.
Un pañuelo oscuro cubría la cabeza de Leena pues trataba de proteger su rostro del frío y de posibles espías nazis. Vestía la blusa blanca y la falda negra que había encontrado en la mansión y para evitar la cruda ventisca que la congelaba inmisericorde, la chaqueta de amazona de la condesa Westrap y su chal negro con flores de brillantes colores. Junto a ella, un hombre que vestía de terno gris sobre un chaleco oscuro, camisa blanca y sombrero del mismo color, la tomaba del brazo y avanzaban juntos al puesto de control migratorio.
Junto a los encargados de revisar los pasaportes y demás documentos de los pasajeros, había un par de hombres que se paseaban fumando y conversando cerca de los pasajeros. Eran hombres de la Gestapo, la policía secreta de Hitler, indagando, analizando, observando a los hombres y mujeres decididos a abandonar Europa, entre ellos, buscaban a una pareja bastante singular.
Pero no todos los que viajaban lo hacían en calidad de refugiados. Había gente acaudalada que viajaba en primera clase y se dirigía a América por motivos de negocios o placer y para los cuales había más comodidades comparadas con la mayoría de gente que realizaba la travesía en segunda y tercera clase. El boleto de viaje hacía la diferencia entre una entrevista exhaustiva por parte de los funcionarios de migración o el simple sellado de un pasaporte.
—Documentos de viaje por favor —le solicitó uno de los funcionarios de migración a la joven que inútilmente trataba de ocultar su rostro del álgido viento costero.
—Evangeline Berthier, Montpellier, 20 de mayo de 1925 —leyó lentamente en sus documentos, escudriñando la foto del pasaporte y el rostro de la joven mujer parada frente a él—. ¿Motivo de su viaje?
—Turismo —respondió cortante en francés, mientras el funcionario, la miraba una vez más y estampaba un sello en el mismo.
—Señor, ¿me permite sus documentos? —se dirigía al hombre que acompañaba a la joven del pañuelo. Mientras le extendía sus papeles, el espía nazi se había parado muy cerca de él pero a sus espaldas, tratando de escuchar la conversación con el funcionario.
—Etienne Berthier, Paris, 2 de diciembre de 1920 —nuevamente, efectuó el mismo ritual: comparar la foto del documento y el rostro del hombre. Durante unos segundos, guardó silencio. Esta vez no le preguntó el motivo de su viaje pero se disponía a estampar su sello en el documento, cuando escucharon una voz.
—¡Alto! ¡Estas personas