Sombras. Victoria Vilac. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Victoria Vilac
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789942884688
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mañana con sus fuertes vientos y nubes grises que impedían la salida del sol, fue un presagio del día por venir.

      Andrei llamó al ama de llaves, le entregó un baúl de madera, pidiéndole que se lo diera a Leena y desapareció en su estudio sin decirle qué era o porqué se lo entregaba.

      La señora Schmidt tocó la puerta de la habitación de la joven y entró.

      Ella abrió los ojos lentamente y enseguida se dio cuenta que tenía un terrible dolor en todo su cuerpo. Parecía como si hubiera dormido en el piso, y además sentía que estaba helada, solo su chal la cubría apenas.

      —Su señoría —era la forma en que el ama de llave siempre se refería al conde— le envía esto —dijo, depositando el pequeño baúl en la cama.

      —¿Y qué es? —preguntó ella inocentemente tratando de estirarse para aliviar el dolor.

      —Olvidé preguntarle —respondió con sarcasmo. Sin embargo, al ver su rostro apesadumbrado, sintió pena—. No lo sé. Él ordena y yo obedezco —se limitó a decir mientras buscaba ropa para Leena en el armario—. Le prepararé un baño, quizá le ayude a sentirse mejor. No cenó ayer, me imagino que tendrá hambre —indicó, tras escuchar ruidos que provenían del estómago de la joven.

      Pero estaba más interesada en el baúl que en su pobre vientre. Una llave dorada estaba en la cerradura y la giró cuidadosamente. En su interior, había una tela de color rojo sangre, con decoraciones doradas. Ella miró con asombro aquel contenido y cuando al fin se decidió a sacarlo no pudo evitar sentirse consternada. Era un vestido, de tela tan suave al tacto, que tenía miedo de romperlo. En el fondo del baúl había joyas que complementaban el atuendo; pulseras, anillos y aretes dorados. Se quedó pensando en la noche de ayer, su conversación con el conde, aquel momento de incómoda intimidad y en su arrebato de ira.

      Si se había quedado dormida en el salón, ¿quién la había traído al cuarto? ¿Él? —se cuestionó preocupada.

      Schmidt había salido de la habitación y Leena cerró el baúl de madera. Se desnudó y fue al cuarto de baño en donde se sumergió en la bañera tratando de olvidar por un momento todo aquello que la perturbaba. ¡Cómo si fuera posible! —pensó.

      Andrei estaba sentado frente a su escritorio, su semblante era de tensión, sus dedos se entrelazaban y luego los separaba para empezar nuevamente. Sabía que había perdido el control y la gitana debía estar asustada o molesta. Esperaba que el obsequio, surtiera el efecto deseado en ella y lo perdonase o al menos…

      Unos gritos, seguidos de unos golpes precipitados en su puerta, interrumpieron sus pensamientos.

      —¡Adelante! —Gritó molesto.

      Una de las sirvientas estaba parada en la puerta tratando de hablar pero parecía que no encontraba las palabras adecuadas, entonces se levantó y salió de su estudio para ver qué o quién causaba tal conmoción en su residencia.

      Una mujer daba vueltas por la habitación. Vestía una chaqueta y una falda, ambas de color gris, que entallaban perfectamente su delgada figura. Tacones altos negros, la estilizaban aún más. Su cabello rubio estaba oculto bajo un sombrero pequeño del mismo color que sus zapatos y para complementar su atuendo, una estola de pelo plateada, cubría su garganta. El mayordomo trataba de tranquilizarla, o al menos impedirle el paso a las habitaciones superiores, cuando Ardelean la vio.

      —¡Andrei! — le increpó ella al verlo, corriendo a sus brazos, pero lejos de un cálido abrazo, dos frías manos agarraron sus muñecas apartándola de su lado.— ¿Es verdad? ¿Dime que no es cierto que has traído a tu casa a una sucia gitana? ¿Por qué? ¿Por qué me humillas así? ¡No he hecho nada más que amarte, todos estos años! ¡Te he puesto por encima de todo y de todos y tú solo me humillas!

      Sus ojos azules lucían hinchados y manchados con sombra negra que se corría a medida que sus lágrimas resbalaban por su rostro de porcelana.

      La condesa Heyla Von Westrap no podía siquiera imaginar que otra mujer osara poner sus pies en la mansión de Ardelean y peor aún, una “sucia gitana”. Así lo había expuesto a sus amistades, cuando le comentaron que el conde había salvado de la muerte a una joven en el campo de concentración de Dachau y que aparentemente, la tenía bajo su techo.

      —¡Te estás extralimitando Heyla! —Andrei gruñó con ira, tratando de minimizar el incidente—. ¡Entre nosotros no hay compromisos, no puedes venir aquí y armar un escándalo!

      —¡Dime que no has traído a esa mujer aquí! ¡Qué todo es mentira! —suplicaba ella, en medio de un llanto desconsolado aun sabiendo, muy en su interior, que era verdad.

      Él no dijo nada, quizá buscaba que su silencio le hiciera entender el ridículo que hacía, pero la condesa Von Westrap no se daría por vencida tan fácilmente. Todos esos años amándolo, arriesgándolo todo por él, añorando el día en que pudieran estar juntos sin ocultar su relación y ahora la traicionaba.

      —No me mires así Heyla —más que una súplica era una orden. No podía soportar sus ojos azules tristísimos desgarrándolo, acusándolo. Bellos ojos en los que muchas veces descubrió el deseo, la pasión y la lujuria, hoy solo escondían decepción, dolor, ira.

      La mujer se apartó abruptamente, tratando de escabullirse a las habitaciones superiores, quería verla, necesitaba conocer por quién la cambiaba. Para ella no había una explicación lógica, debía saber qué había visto Andrei en un ser tan bajo, para cambiar a una noble alemana acaudalada, por una “vulgar gitana”.

      Pero no fue necesario. Trató de agarrarla del brazo cuando escuchó un murmullo en el salón y sus miradas se dirigieron a la parte alta de la escalinata que conducía al segundo piso de la mansión.

      Envuelta en un precioso sari rojo, un vestido hindú de seda ricamente bordado con exquisitos detalles dorados, una joven de piel canela y penetrantes ojos claros contemplaba la escena. Sobre su cabeza, un largo velo rojo con dorado, adornado con monedas que descansaban en su frente, ocultaba su largo cabello castaño. Sus mejillas estaban encendidas por los comentarios que había escuchado y miraba a la mujer alemana, desafiándola.

      Todos se quedaron atónitos: la señora Schmidt, que había tratado de correr a la habitación de Leena para impedirle salir, el mayordomo que junto a las chicas de la servidumbre intentaban tranquilizar a la condesa, Andrei que la miraba extasiado y finalmente Heyla, para quien todo empezaba a cobrar sentido.

      No era la gitana quien se lo había arrebatado, era bonita, sí; pero aparte de su juventud, estaba sola. Dependía enteramente de él y eso era lo que el conde Ardelean anhelaba. Como un niño en Navidad, había escogido el mejor regalo y ahora lo quería más que a nada o a nadie. Andrei no había apartado su mirada de la joven y Heyla sintió que nunca, en los años que llevaban juntos, la había mirado así.

      Leena se quedó parada en la escalinata. No había sido su intención salir con el traje pero al escuchar el alboroto y los insultos, se escabulló de la habitación y fue tarde cuando se percató de que hablaban de ella. Aunque le ponía furiosa el que esa mujer la haya ofendido sin conocerla, creyó entender que se trataba de alguien con quien Ardelean había tenido o mantenía una relación y estaba celosa de su presencia.

      No era su deber explicarle que entre los dos no había nada, así que, tras mirar al conde con resentimiento —aún no había olvidado la forma como la había tratado el día anterior— regresó a su cuarto y se despojó de las lujosas ropas.

      Heyla empezó a reír, primero despacio y después a carcajadas ante la mirada de todos. Andrei despidió a los sirvientes y se quedaron solos en el salón.

      —¡Sí que eres presuntuoso, Andrei Ardelean, es una buena adquisición! —comentó sarcástica—. ¡Pero no te olvides que hay hombres más poderosos que tú, que quisieran tenerla, y yo me encargaré de contarle al Führer lo hermosa que es! —hizo una breve pausa para limpiarse las lágrimas y sonriendo con ironía lanzó una velada amenaza— ¡creo que querrá conocerla!

      Hablaba una mujer enamorada que había