Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Tessa Hadley
Издательство: Bookwire
Серия: Fondo Universidad de Guadalajara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786075712680
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distintas al mismo tiempo en el mismo rostro. Hoy me parece casi inverosímil que en el momento de la toma hubiera estado yo mirando solamente una mano con una pluma.

      Entre más contemplaba la foto, más difuso y melancólico me volvía. Al final ya sólo sentí lástima —y autocompasión. Y rabia contra todo lo que condujo a que acabara yo en ese búnker, el rostro burdo a la luz de una cámara, entregado por completo, preocupado por una pose, y con un orgullo peculiar y, como ahora me pareció, completamente vano.

      Cuando a los pocos días abrí otra vez mi cartilla del servicio militar, por un momento se invirtió el sentido de todo: de pronto era el soldado de veinte años el que me miraba a mí. Dejé a un lado la ira, y surgió la pregunta de si él, con esos ojos ligeramente entrecerrados, ya desde entonces me pudiera haber estado viendo, al mirar la mano levantada con la pluma —una mirada al futuro, y por eso la sonrisa. La idea funcionó instantáneamente como una especie de conciliación entre él y yo, y mi enojo empezó a desvanecerse. Vi con cuánta inmutabilidad aquel que alguna vez yo debí haber sido me miraba de pronto desde entonces en mi ahora, con lo cual me extendía una suerte de permiso. El yo de entonces le permitía al yo de ahora mirar de vuelta en el pasado el cobertizo con la fotógrafa y el suboficial, de vuelta las arcaicas sillas de peluquero, las piletas y aparejos con aspecto de provenir de épocas mucho más antiguas, de vuelta al día de mi alistamiento y al día de mi revista militar, de vuelta al cartel con el año generacional y la tipografía fúnebre, de vuelta a la vergüenza en el instante de la fotografía. Por un momento reconocí el contorno de una verdad constituida completamente por el tejido suave e inquebrantable de la paciencia: en la vida se trataba de paciencia. Se trataba del sentido por el cual todo lo que alguna vez nos ocurrió en la vida aguarda afuera pacientemente, al otro lado de la puerta. Pero de hecho en realidad yo nunca grité «¡Adelante!», y ahora me encontraba yo sorprendido, confuso, acaso todo me estaba resultando excesivo, y ya no supe más si en realidad tenía ganas de empezar a contar.

      Traducción de Gonzalo Vélez

      Un hombre de otro tiempo

      hugo chaparro valderrama

      colombia

      Así lo explicó Bioy:

      «Cuando viajamos,

      el presente no logra su plena realidad;

      es casi un pasado, casi una anécdota;

      por eso es nostálgico y, también, feliz».

      Juzgue entonces el lector.

      El hombre tenía escrito en la palma de la mano Gurganus. Subió en una estación que se perdía en la distancia, con una maleta enorme y casi tan grande como el libro que empezó a leer apenas se situó a mi lado. Su traje era un desastre tan rancio y tan polvoriento que parecía la reliquia de un oscuro museo. Al uniforme, gris y descolorido, lo cubría la suciedad de un abrigo donde el tiempo se encargaba de opacar el resplandor moribundo de unos botones sin brillo. Las botas cuarteadas podían soltar, con mirarlas, las briznas de un cuero seco, acartonado y oscuro. Sólo le faltaba el sable. Pero también lo tenía, oculto entre su maleta.

      Se distraía lentamente en cada hoja del libro. Si parpadeaba, si un músculo acalambrado lo sacaba de la silla para un discreto paseo, si los lentes le caían simulando un caracol que resbalaba tranquilo viajando por su nariz, aprovechaba la pausa para descansar un poco, entretenerse en mirar el paisaje misterioso que se filtraba en la noche o abandonarse a escribir, con una letra esmerada, en un cuaderno tan viejo que parecía de otro tiempo. Después regresaba al libro y a su abultado relato. En la penumbra del tren se le escuchaba el rumor que susurraba en sus labios cuando leía algún pasaje que tal vez sería ingenioso. Escribía entonces de nuevo, quizás copiando fragmentos que no quería olvidar. Como tampoco dormía y mi bombillo alumbraba las páginas de otro libro, se estableció entre nosotros la fácil complicidad del insomnio y la lectura.

      «William Sherman, General de la Unión durante la Guerra Civil, tras incendiar ferozmente el Sur al que combatiera, quemando las casas y los campos, dejando una larga cicatriz en el paisaje, también dejó tras de sí, acaso sin saberlo, el cuerpo incinerado de una mujer que vivió carbonizada, hasta el final de sus días, en un oscuro ancianato. Así cumplió con su credo: la guerra es un infierno».

      Su mano cogía la pluma con torpe delicadeza. Tenía nudillos macizos, rugosos y maltratados. Los dedos arracimados formaban breves tubérculos. La piel manchada y con grietas imitaba la corteza de un árbol centenario. El sombrero que dejó acomodado en sus piernas se adornaba con un velo de oscuridad ancestral; un polen tan delicado que se esparcía por el aire con el más leve temblor, dejando volar los restos de un prolongado naufragio. Pensé que el hombre vivía extraviado en otro siglo.

      Seguí leyendo mi libro. Trataba sobre una chica que vivía en un hotel de nombre misterioso y gótico: Castleview. Los huéspedes no sabían lo que podía sucederles. Una pareja de amigos terminaría a golpes cuando la chica lograra secuestrar con sus encantos al más joven e inexperto. El más viejo suponía el paso de años monótonos para el nuevo matrimonio sin comprender si esos días pasados en Castleview pertenecían a la magia o, tal vez, al sueño. Me impresionó la aventura. El jugueteo amoroso que transcurría en el riesgo, en la triste incertidumbre de sospechar el futuro como una tierna esperanza o una equivocación que arruinaría la amistad entre la nueva pareja. Cuando cerré la novela, me abandoné a la lectura de unas líneas que trazó el hombre en su cuaderno.

      «¿Por qué hemos perdido a esas personas? ¿Quién nos obliga a hacer esto?».

      Me suspendí en las preguntas, olvidando la cautela que disimula a un curioso.

      —¿Le interesa? —averiguó el Capitán.

      Su voz me sonó tan rancia como el traje que invocaba un legendario pasado. La mirada que mostró me resbaló hasta los huesos.

      Murmuré, atarantado, alguna torpe disculpa.

      —No se preocupe –respondió.

      Aventuré una sonrisa esperando que salvara mi situación indiscreta.

      —¿Qué lee? —me preguntó.

      Fijó la vista en el título, pronunció con suave dicción las letras de Castleview y se redujo al silencio.

      —¿Y usted? —le dije.

      —La historia de mi mujer —respondió, mirando con tristeza el libro. Después agregó—: Se me murió. Así tenía que ser.

      Y al tiempo que la amargura se deslizaba en su voz, me señaló aquella línea, tan breve y tan sencilla que me asombró el prodigio de resumir una muerte en su delgada silueta. Sería por eso que el libro se alargaba hasta alcanzar la magnitud de una Biblia: para explicar los motivos que esclarecían el misterio.

      Los pasajeros estaban arropados y lejanos en ese sueño envidiable que va distrayendo un viaje mientras que pasa la noche. Sólo se escuchaba el tren, algún ronquido ligero o la infantil melodía de un niño hablando dormido. De vez en cuando flotaba entre la suave penumbra el vaivén de un funcionario con ese ritmo sinuoso que balancea un vagón. Hacía cantar las llaves que tintineaban colgadas de alguna gruesa correa y se esfumaba en la noche, cauteloso y fantasmal. Podía pararse un rato, hacer cualquier comentario y continuar ronroneando a lo largo del pasillo.

      Me di cuenta de una cosa: al Capitán ni le hablaba. No se fijaba —o no quería fijarse, como si fuera invisible— en esa criatura extraña, de aparatosa figura, que respiraba a mi lado.

      «Las novelas por entregas de los periódicos de aquellos tiempos estaban llenas de madres afligidas consoladas por los camaradas de guerra de sus hijos caídos que volvían al hogar. A menudo, la hermana del chico muerto se casaba con el guapo amigo de su difunto hermano. El amigo decía: “Bill murió en mis brazos, Irene, pero tú, su hermana, vivirás ahora en ellos para siempre”. Fin».

      El Capitán me leyó, sin olvidar la ironía.

      —Chismes, literatura —comentó—. La guerra es otra cosa.

      Esperé