En lugar de la mochila de viaje, deja caer el amigo del alma a los pies de la cuna un macuto pesado y alargado, me lanza una mirada arrebatada y con una voz que se ha hecho todavía más matizada y culta acaricia mi tembloroso ser:
—Ya ve, he vuelto a usted con vida.
—¿A mí? ¿Por qué a mí? ¿Allí, en el lejano y amplio mundo, ya no les interesas?
—No —responde él con una carcajada entre desesperada y arrogante—, allí están ya hasta arriba de diosas y dioses que se han inventado a sí mismos. No necesitan ningún dios nuevo.
—¿Y tu padre? —prosigo yo con ansiedad.
—Ha dejado este mundo antes de que me haya dado tiempo a despedirme de él, y usted tiene la culpa de ello. Me tentó para que saliera de viaje sin advertirme de que mi padre podía llegar a morir en mi ausencia. Por eso, ahora, ocupe su lugar y hágame de padre.
Por fin ha desenfundado el cuchillo de la vaina de la maldita amistad del alma. Ahora sé qué era lo que me torturaba durante mis insomnios nocturnos.
—¿Que te haga de padre también a ti?
Le observo horrorizado la delicada cara que se ha vuelto muy oscura, la larga cabellera que le cae sobre los hombros, el bordado del vestido de pueblo que le cubre el cuerpo hasta los pies.
—Jamás. Me basta con un hijo asesino.
Él se queda lívido, hasta el punto de que temo por su vida. Y como nunca habría imaginado que yo fuera a ser capaz de pronunciar finalmente la verdadera palabra, permanece mudo y quieto. Cuando comprende por mi silencio que no me voy a retractar, levanta lentamente el macuto cerrado que ha dejado caer antes a los pies de la cuna, se lo carga al hombro, recula y se marcha. Y a pesar de que sus movimientos son silenciosos y educados, la bebé se despierta y abre los resplandecientes ojos, todavía sin llanto, sólo pensativos, como si hubiera oído nuestra conversación y ahora fuera a intentar también llegar a entenderla.
Traducción de Ana María Bejarano
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Comenzó con el cartel —en marco negro y tipografía como de esquela. Año tras año colgaba en las estaciones de tren, en las paradas del autobús y en los árboles a lo largo de la calle. El título «Revista» y el año de nacimiento indicado estaban impresos con letras gruesas. De niño yo no sabía qué podía significar en este caso «revista», qué o quién tenía algo que mostrar, o que revisar... La palabra pertenecía aún por completo al mantel de plástico ahulado de la mesa de la cocina, con sus pálidos rombos azules y su opaco brillo que atrapaba mis soñolientos ojos cada mañana.
El cartel desaparecía, yo lo olvidaba, y al año siguiente volvía a estar ahí, en la pared de la iglesia, en el camino que tenía yo que recorrer por lo menos una vez al día. Se trataba de algún tipo de obligación de la que nadie podía escapar, hasta ahí alcanzaba mi entendimiento; había algo que era inevitable, pero los años señalados en las convocatorias (eran los cincuenta) se ubicaban en un pasado inconcebiblemente lejano. Sólo cuando el año 1960 apareció en el cartel, dando inicio a mi propia década, me detuve para fijarme cuál era en realidad ese asunto.
«El registro se llevará a cabo el día...», «Los documentos que se deben presentar son...», «En caso de ausentismo injustificado...». El texto contenía esa seriedad a la que yo en secreto le tenía miedo: no había posibilidad de escapatoria. Desde niño me había predispuesto a creer que tales posibilidades sí existían —un método de evasión que me permitía mantenerme un buen tiempo más o menos libre de preocupaciones. Por eso mi madre me decía a cada rato que yo me tomaba todo a la ligera, lo que en realidad no era cierto, ya que lo que yo percibía básicamente, antes que otra cosa en todo lo que pasara, era lo amenazador, sobre lo cual mi fingida despreocupación intentaba expandirse por un instante. Una especie de capa mágica para hacer desaparecer las exigencias del mundo real durante un prodigioso momento.
El término destacamento de la zona militar me impresionaba (y me sigue impresionando hasta el día de hoy): era un término serio, sonaba como a un auténtico léxico de guerra. Yo tenía diecisiete años cuando el año de mi nacimiento, 1963, apareció en el cartel. El 6 de abril de 1981 entré al destacamento de la zona militar, y con ello obedecí la primera de todas las órdenes en mi carrera de soldado. La fecha la tomo de mi cartilla de salud. La cartilla de salud comenzaba el día de la revista militar, y se continuaba por el resto de la vida. Tenía vigencia durante todo el servicio, y al término de éste nos la encomendaban «para custodia personal». Las «Indicaciones para el Manejo de la Cartilla de Salud» están impresas en la cubierta de cartulina de la cartilla: tres indicaciones importantes en letras pequeñas, casi ilegibles sobre la solapa café oscuro, y otras tres indicaciones divididas en puntos y subpuntos referentes al comportamiento personal, incluyendo lo que respecta al manejo cuidadoso de los —según decía textualmente— medios auxiliares para curación, entre los que se contaban también los anteojos de las máscaras de gas, que después del servicio activo quedaban en posesión de sus usuarios, y en consecuencia debían mantenerse limpios, cuidados y listos para usarse. De acuerdo con el punto 3, subpunto 2, párrafo a, los anteojos de la máscara «deben ser llevados en cada nueva llamada al servicio militar». En cualquier otro caso estaba prohibido usarlos, como de todos modos lo hacían algunos de mis amigos, ya que el armazón de plástico con cintas sobre las orejas —que recordaban a juntas o empaques industriales— simplemente no se resbalaba de la cabeza al jugar futbol. Al ver a un delantero con anteojos de máscara de gas, era imposible no pensar en Wolfgang Borchert, a quien leíamos con entusiasmo en el primer año de estudios: «¿A eso le llama usted anteojos? Creo que se está haciendo el gracioso».
Lo que sucedió en aquella época en el destacamento de la zona militar lo he olvidado casi todo. Recuerdo haber estado completamente dispuesto a obedecer el tono contenido, casi alegre, de las órdenes que ahí se daban. Quizás quería demostrar que yo ni era tonto ni estaba desinformado, y que entendía bien de lo que ahí se trataba, y sin duda esperaba que, después de haber superado el procedimiento, estas cosas pudieran desaparecer otra vez lo más pronto posible bajo mi capa mágica.
Comenzó con la entrega de los documentos de identificación que había que llevar, luego una prolongada espera en el pasillo —acaso fueron dos horas, acaso tres. Al primer interrogatorio breve seguía un recorrido médico a lo largo de varios cuartos, para lo cual tuvimos que desvestirnos y quedarnos en ropa interior. Fui medido y pesado; tuve que mantener el equilibrio sobre una línea a través de la habitación, mantenerme erguido, inclinarme hacia el frente, etc. Logré «seis metros en hablar en voz baja», según los resultados de una prueba auditiva, y según consta en mi cartilla de salud. A pesar de saber, gracias a incontables relatos salpicados de palabrotas, que eso llegaría, al final me sorprendió realmente la rapidez y la firmeza del puño en mis calzones —una mano agarraba mis testículos y los repasaba, testículo y epidídimo, la rutina del tacto que duraba cuatro, quizá cinco segundos, prepucio para atrás, no hay estrechamiento, y entonces: «¡Todo en su lugar!». Algo parecido le dictaba el uniformado médico al aire, y la enfermera a sus espaldas lo anotaba con esmero. Ella estaba sentada en una banca de escuela en medio del cuarto, y escribía sin alzar la mirada con una letra pequeña y meticulosa en la cartilla de salud. Al principio creí que en efecto se trataba de una alumna.
La mayor parte del discurso del médico resultó incomprensible. Pero el tono con que lo pronunció me robó también la última esperanza de que ocurriera un milagro. El sonambulismo consuetudinario que inventé, ya que era sabido que estaba incluido en la legendaria lista de motivos suficientes para ser declarado no apto para el servicio de manera definitiva, fue tomado por el médico en jefe, Dr. Seyfarth (leo su nombre y veo su sello en la cartilla de salud), con indiferencia.
Mi