El caso es que el periódico desapareció, lo robaron o fue destruido, y aunque podría conseguirme otro, ya no estoy con ánimos, y sólo me esfuerzo por conservar en la memoria la imagen de la muerta, pero no su nombre. Hasta ahí podíamos llegar. Si olvidamos los nombres de los nuestros, cuando tan cruelmente son asesinados, ¿por qué vamos a tener que recordar los nombres de los muertos del enemigo? Aunque el nombre del pueblecito cercado sí lo guardo en la memoria, si no por mí, por los nietos que puedan venir. Pero por mucho que me esfuerzo en enseñarles la pronunciación correcta del nombre del pueblo a los dos amigos, ellos, envueltos en una especie de extraña arrogancia, se empeñan en pronunciarlo mal, según parece, a propósito, ya que cada vez lo llaman de una manera diferente.
¿Creerán que así podrán borrar de su memoria la muerte de esa joven virgen, que, aunque asesinada en su lecho, quién sabe si no tendría oculto bajo la almohada el dulce sueño de cometer un atentado suicida contra nosotros? Pero el expediente ha sido cerrado sin que tampoco se haya descifrado la identidad de la «figura» aparecida aquella noche de luna, y mientras, aquí sigue floreciendo con fuerza esta íntima amistad.
Una amistad que me intranquiliza. Por las noches, en lugar de torturarme con preocupaciones de mayor importancia, me dejo arrastrar por la confabulación de cómo destruirla, ahora que mi único hijo ya no vive bajo mi potestad porque se ha mudado con su amigo del alma a otro piso.
Por eso no les advierto de antemano de mis visitas, sino que me presento a las horas más intempestivas. Pero como mi hijo es vigilante en un centro comercial la mayor parte del día para poderse pagar en un futuro los estudios de Derecho, en el piso me encuentro solo al amigo del alma. La delicada y sensible criatura parece preferir pasarse el día encerrado entre cuatro paredes, quizá por miedo a encontrarse por la calle a un interrogador militar que no lo haya investigado todavía.
Sea como fuere, ahí está ante mí en el pequeño piso, con un delantal, envuelto en una suave y excelente música mientras se ocupa de las tareas del hogar. Friega los suelos, guisa, lava los platos, hace la colada, plancha, y cuando se siente iluminado, hasta cose los botones que hayan podido caérsele a la ropa de mi hijo.
Me recibe con un entusiasmo asfixiante. Tanto, que resulta difícil saber si me teme o si más bien se alegra de verme. Al instante extiende un mantel sobre la mesa y se apresura a querer hacerme probar el guiso que le ha preparado a mi hijo. Pero yo rechazo la invitación, y no sólo por temor a ser envenenado, sino para que no vaya a creerse que su mediocre talento como ama de casa me puede llegar a parecer sustitutivo de una nuera para mi hijo.
No es de extrañar, pues, que tras una de esas visitas me despierte a media noche, me ponga el abrigo y salga corriendo hacia la entrada del centro comercial para sacarle al vigilante la respuesta a una sencilla pregunta:
—Por favor, dime, ¿tu amigo del alma es, además, tu amante?
Pero mi único hijo, que tiene junto a los libros de Historia del Derecho una metralleta y un cargador, me tranquiliza con voz cansada:
—No, papá, mi amigo del alma es sólo un amigo.
Además, no van a vivir siempre juntos, bajo el mismo techo, porque su amigo, como cualquier otro soldado que se haya licenciado, quiere purificar su alma en países lejanos, sólo que su padre está muy enfermo y va a esperar a que muera antes de marcharse.
Me da miedo indagar sobre la enfermedad de su padre porque me supongo cuál es la pena que la ha provocado. Pero como no hay que confiar en que ese tipo de enfermedades acaben en muerte, me propongo, en la siguiente visita al piso, animar al amigo del alma a que salga de viaje sin esperar a que su padre muera.
—Allí, al otro lado del mar, en esos lejanos países, todavía no te conocen —le digo, paseándome muy nervioso de un extremo al otro del salón mientras señalo con el dedo hacia el crepúsculo en el horizonte—, y por eso tu existencia allí será mucho más fácil y segura, incluso sin el consuelo que te proporciona la música que ahora te pones. Si te quedas aquí esperando que tu padre muera, quién sabe si la figura que se te escapó aquella noche de luna no se volverá a acordar de ti y te persiga luego hasta el Himalaya.
El sonrojo virginal que resplandece en el rostro del amigo del alma de mi hijo testimonia lo mismo que mil testigos lo bien que mi fusil sabe dar en el blanco. No pasan más que unos pocos días hasta que llena una gran mochila, se la echa a la espalda y sale hacia lugares lejanos.
Su partida me da una gran tranquilidad. El mundo de la moralidad se recompone y recobra su equilibrio, hasta el punto de que incluso mi único hijo decide cambiar de rumbo y dejar los estudios de Derecho por los de las Ciencias del Comportamiento. Aunque en mi opinión, más le valdría aprender a defenderse a sí mismo en un juicio, por si se le ocurriera volver a abrir fuego indiscriminadamente contra cualquier figura que se le pueda aparecer. Y eso que quizá en la nueva facultad le enseñen a dominar mejor sus instintos y sus miedos. Además de que seguro que allí, en las aulas, acabará por entablar amistad con alguna estudiante de espíritu más complejo y rico que el de su amigo del alma, que se acuerda muy de tarde en tarde de enviarle a su amigo una que otra tarjeta postal.
—¿Y qué te escribe tu amigo? —tanteo con cautela a mi hijo.
Pero resulta que es muy poco lo que aquél le escribe en esas postales en las que por lo general aparecen unas impresionantes a la vez que espantosas imágenes de dioses y diosas locales.
—¿Y el padre enfermo? —continúo con el interrogatorio, como quien no quiere la cosa—. ¿No ha mejorado desde que se fue su hijo?
Parece ser que no, que ha empeorado y que echa de menos al hijo.
Pero yo no lo echo de menos. La vida amorosa de mi hijo me tiene ahora en vilo. Tal y como era de esperar, el lugar que ha dejado vacío su desaparecido amigo del alma se lo disputan ahora varias estudiantes a cual más espabiladas, y una de ellas hasta se muda a vivir con él, medio de compañera de piso medio de novia, y a pesar de los muchos exámenes y trabajos de los que debe rendir cuentas, incluso tiene tiempo de dar a luz en el piso a una especie de niñita que según parece es de mi único hijo, ya que de vez en cuando me llaman para que les haga de canguro por la noche.
Se trata de una criatura diminuta que me observa con una mirada luminosa e inteligente, hasta el punto de que a veces me parece, y eso sí que es una completa alucinación, que me guiña un ojo como si compartiéramos algún secreto. Por eso, cuando rompe a llorar a gritos con la esperanza de que le den leche, me la llevo a la terraza y levanto su cuerpecito hacia la luna para que se calme con su luz. Y la verdad que al sentirse bañada por la pálida luz del astro se queda petrificada como si intentara recordar algo.
¿Pero de qué va a poder acordarse, teniendo una vida tan corta? Yo me admiro y le meto el biberón en la boca, más pendiente de ella que de la televisión, que lo llena todo de muertos, de destrucción y sobre todo de engreídos charlatanes. Y como la bebé no tiene todavía respuesta para mis preguntas, envuelvo el silencio que nos rodea con la música que ha dejado allí el amigo del alma de mi hijo. Así, a pesar de que no lo añoro, me cuesta no pensar en él últimamente. Su padre ha empeorado mucho, me cuenta mi hijo, así que estará de vuelta en cualquier momento para despedirse definitivamente de él.
Enjugo las gotitas de leche sobrante de los labios de la bebé, la acuesto en la cuna y le pongo una almohada en la cabecera. ¿Estará soñando con lo que experimentó en el vientre de su madre, que se ha ido, porque al día siguiente tiene un examen, a buscar los resúmenes de unos artículos y unos libros que nunca ha leído? Y yo, que ya he hecho todos los exámenes que debía hacer en la vida, vuelvo a verme asaltado por la preocupación: ¿y si al amigo que regresa a la patria le resulta desagradable ver a su padre tan enfermo y triste y prefiere por ello aterrizar aquí, en el piso, convencido erróneamente de que todavía goza de un estatus en casa de su amigo?
Y ya la respiración se me corta al oír el ruido de la llave que ha vagado por países lejanos, cruzado ciudades, ríos y pantanos, que ha subido y bajado por los montes hasta