Deslizando las palmas de las manos por debajo de la niña, se mordió los labios hasta que la sal de la ciruela entró a su sangre. Alzó la columna vertebral, los hombros, la pesada cabeza, y depositó el cuerpo en la toalla de baño. Luego, dobló los lados de la toalla sobre el cuerpo y envolvió el bulto, apretándolo como si la toalla fuera un rebozo de los que cuelgan las mujeres sobre sus espaldas, con las niñas dormitando contra los omóplatos de sus madres.
Puso la toalla en la bolsa de la lavandería, delicadamente, y rodeó el bulto con las toallas mojadas que había sacado del cuarto anterior. Elpidia salió y sacó otra ciruela, morada y brillando al sol, y Araceli se forzó a sonreír. Negó con la cabeza y regresó al número 14.
En el tocador, junto a los claveles marchitos, había una nota. Araceli vio la escritura clara, tres frases en la hoja con el membrete del hotel. La guardó en su bolsillo, y recorrió con la mirada el cuarto. No habían dejado nada más, ni en el baño ni en el clóset. Ni siquiera un rastro de maquillaje o un periódico. Tampoco había pañuelos desechables humedecidos por las lágrimas en el cubo de la basura. Sólo dos latas vacías de refresco y la cajita de unicel de una comida que la mujer habría dejado en la puerta si hubiera dicho «Do not».
Sabían que las recamareras vivían en tráilers, y los del hotel vigilaban las toallas. Araceli pasó un trapo húmedo por los tocadores, sacó el pelo de las tinas y limpió los relucientes espejos. Puso toallas en la bolsa de la lavandería, acomodando cuidadosamente a la niña cada vez para que quedara casi hasta arriba. Entre cada cuarto, Elpidia le decía en voz baja: Rodolfo iba a traer a unos amigos que trabajaban en otro hotel, iban a comprar puerco y a hacer una salsa verde con yerba santa que ella cultivaba en una lata de café. Uno de los amigos se llamaba Amadeo; a lo mejor era más guapo que el Amadeo de su pueblo.
Araceli no podía oler a la niña. Empujó el carrito hacia la lavandería cuando terminó de hacer los cuartos. El carrito iba dando tumbos por el corredor de losetas rojas y luego en el embaldosado que conducía al ala principal del hotel. Araceli empezó a aterrarse. Ni siquiera a Elpidia quería decirle. Elpidia gritaría y le diría «Dale la niña a Luz o nos meteremos en problemas; van a llamar a la policía y nos van a mandar de regreso a México. Al pueblo». «Nunca voy a regresar al pueblo», decía Elpidia siempre, como si cantara un versículo en la iglesia. «Nunca voy a regresar al pueblo».
Araceli se detuvo ante el enorme contenedor azul, cerca del estacionamiento. Alzó la bolsa negra de la basura, llena de pelo, y la dejó caer dentro del cavernoso basurero metálico. ¿Qué podría rescatar ella? No podían tomar nada del hotel. Nada. Sintió la hoja de papel, lo único que llevaba en la bolsa de su uniforme. ¿Qué diría la nota? Empujó su carrito lentamente hacia el cuarto del aseo. Su uniforme le quedaba grande. Se había puesto un abrigo en la mañana, para la neblina que llegaba por la noche a este lugar desértico. No era como la bruma de su pueblo, que dejaba gotas de rocío en la milpa y en las plantas de café. No había humedad en esta neblina, que era sólo un velo seco como vapor sobre las dunas y colinas y edificios de estuco, una bufanda grisácea que desaparecía a la hora de la comida. Ahora eran las seis, y el cielo que se veía tras la silueta del hotel tenía un color azul oscuro.
Tomó a la niña envuelta en la toalla tan rápidamente como pudo y entró al baño del personal de servicio; oyó crujir el carrito de Elpidia, que se acercaba.
En la camioneta de Rodolfo, los hombres olían a pasto recién cortado y gasolina. En el asiento trasero, Elpidia festejaba con risas todo lo que ellos decían. Araceli sentía a la niña, que descansaba sobre su pecho como una bolsa de arroz robada. Araceli protegía la cabeza de la niña manteniéndola debajo de su axila. Había aflojado los tirantes de su brasier y se cubría el frente con su gran abrigo. Cuando la camioneta se detuvo súbitamente ante la carretera de terracería que conducía a los naranjales, uno de los hombres señaló a los cuervos que alzaban el vuelo sobre el campamento, pero Araceli sentía a la niña apretada contra su pecho. Su abuela le había dicho que sus senos crecerían hasta alcanzar su tamaño definitivo cuando tuviera un niño. «Cuando te cases», había dicho su abuela. «Tal vez el próximo año. Apenas tienes diecisiete».
La madre de Araceli había muerto poco tiempo después de dar a luz. Su padre se había ido a Estados Unidos dos años más tarde. Luego de unas cuantas cartas con dinero, desde Washington, nunca volvieron a saber de él.
La camioneta se detuvo en el lugar donde dejaban los tráilers, y Araceli se bajó sintiéndose incómoda, abrazándose con su abrigo. «No hace tanto frío», dijo Rodolfo, y Elpidia se rio.
Los hombres empezaron a lavarse en la toma de agua que había ahí afuera, y Elpidia desapareció dentro del pequeño tráiler que compartía con Araceli. Araceli tocó el papel que llevaba en su bolsillo, y caminó por la carretera de terracería que había entre los tráilers hacia la administración.
Emiliano hablaba mixteco, español e inglés. Llevaba ahí diez años, en el desierto que rodeaba a Indio. Cuando ella le entregó la nota y le preguntó qué decía, él le vio el pecho y Araceli apretó su abrigo. «¿En dónde encontraste esto?».
«En un cuarto. Me dio curiosidad». Araceli estaba sudando bajo el abrigo, y sintió la mano izquierda de la niña como una piedra de molcajete contra su piel.
Él leyó: «Quiero que me devuelvan mis...». Emiliano frunció el ceño y ahuecó las manos sobre su camisa. «Apenas me los pusieron el año pasado. Eran míos».
Pechos. Araceli vio que él bajaba las manos, sin decir la palabra. Luego, frunció más el ceño y dijo: «¿Qué clase de nota es ésta?». Le devolvió a Araceli la hoja y regresó a su tráiler, cerrando la puerta metálica.
Pechos. Quería que le devolvieran sus pechos. Le pusieron nuevos pechos en el hotel. No quería dárselos a la niña. La niña está seca por dentro, su piel es como pergamino y su corazón como una ciruela. Araceli caminó apresuradamente dentro de los naranjales en los que la fruta colgaba como cientos de rabiosos soles del desierto y los azahares ya habían florecido; parecían de cera, y eran blancos y perfumados. La niña se sacudía con los pasos apresurados de Araceli, y cuando ésta por fin llegó a la orilla del naranjal, se detuvo en el claro arenoso. Se desabotonó el abrigo y la niña rodó, con la cabeza colgando, hacia sus brazos. Araceli sintió que estaba a punto de llorar, y se imaginó las profundas cuencas de su propio cráneo.
La torre de riego, de concreto y achaparrada como el castillo de un niño, podía servirle de señal. Podría venir después, en noviembre, a dejarle una ofrenda por el Día de los Muertos. Las almas de los niños venían primero, de visita, y Araceli podía dejarle un humeante atole de leche con canela y azúcar. Los dedos de la niña como varas de canela, los ojos de la niña cerrados herméticamente, el pelo de la niña rojo y escaso como las espinas de algunos cactus que Araceli raspaba con un cuchillo.
Cavó con sus manos la tierra blanda, en la que ya podía olerse la noche. Unos cuantos chapulines empezaron a chirriar en el naranjal, y ella se estremeció. No pensaba en el sonido, ni en su garganta. La tierra estaba tan seca. No había la neblina apropiada aquí. Quizás Araceli no volvería a ese lugar, con una taza de atole para la niña; tal vez tendría que salir corriendo esa noche, si la migra llegaba, o la semana siguiente, si se aparecían por el hotel. Elpidia podía casarse con el guapo Amadeo, y se irían a un mejor lugar. Pero también podía quedarse aquí Araceli para siempre, en el tráiler metálico, ayudándole a Elpidia a mandar dinero a su madre y sus hermanas más chicas.
Araceli se quitó la playera, la primera cosa que había comprado aquí en California, en El Rey, el mercadito de Indio. Era de color azul pálido. Al envolver a la niña en la playera, con las mangas cortas dobladas sobre el diminuto pecho de la niña, Araceli sintió ganas de llorar. Pero no pudo, ni cuando depositó a la niña en el hoyo, ni cuando se dio cuenta de que la playera no bastaba. Sacó a la niña y la envolvió en su abrigo, hasta que un capullo de nailon color café cubrió todo. Entonces echó la tierra sobre el abrigo, oyendo el susurro de la tela. Puso pedazos de cemento roto sobre la tierra, luego piedras y guijarros. Pero el túmulo más bien parecía un montón desordenado de basura. Vestida