Pasó la aspiradora por el piso de losetas azules del baño. Cuando la apagó, escuchó a Luz en la entrada, llamándola. «Hair». Luego se fue alejando el ruido de sus pesados pasos por el corredor.
Araceli se arrodilló junto a la tina de baño. Luz decía con frecuencia que la gente verificaba siempre que no hubiera pelos sueltos. Antes de que Araceli empezara a cepillar el esmalte de la tina, quitó del desagüe la fina redecilla de cabello rubio. Como un animalito. Hair. Pelo. Ixi.
Al revisar la aspiradora, vio más cabellos rubios que se habían juntado como en un intrincado encaje en el cepillo de la aspiradora. No había muchos vestigios de la mujer que había pasado tres días ahí, sólo algunos pañuelos desechables en el cubo de la basura, con manchas de lápiz labial rosa, maquillaje color crema y delineador en aceite negro.
Roció y secó el lavabo, el espejo, la llave del agua. Cambió las sábanas de la cama y ahuecó las almohadas. Cerró las persianas. Luz le había advertido que a las mujeres no les gustaba el calor, o la luz, cuando regresaban de ver al doctor. «No sun», había dicho. Sun. Sol. Nicandyi.
Elpidia podía decir algunas de las palabras en español, pero aún no se atrevía con las que estaban en inglés. Araceli sí, pero sólo si las palabras permanecían en orden, si no cambiaban de lugar en las canastas de su cerebro.
El muro en el que se recargó era fresco como el de una iglesia. Adobe, yeso y pintura blanca. Como en su pueblo. Dio un último vistazo al cuarto. Había varias revistas apiladas en la mesita de hierro forjado, las flores destacaban en el tocador, y el piso estaba completamente libre de cabellos. Desde hacía dos meses se había hecho a la idea de que otra mujer durmiera ahí, comiera en la mesa de cristal, se bañara y viera televisión, sin que Araceli casi nunca la viera; luego, se encargaría de borrar cualquier rastro de su paso por ese lugar.
En el corredor, bajo el techo de gruesas vigas de madera, echó una ojeada al carrito de Elpidia, afuera del número 3. El sol, ahora de un color dorado, ya quemaba y se extendía por el jardín, en el que crecían rosas y flores de cempasúchil. El cempasúchil de California era más pequeño que el que la gente llevaba a la iglesia en San Cristóbal.
Una mujer caminaba a ciegas, con los ojos cubiertos por vendas, apoyándose en el brazo de una enfermera. La enfermera, entrecerrando los ojos y alzando la barbilla, le pidió a Araceli que se apartara. Araceli usó su llave para meterse al cuarto que acababa de limpiar. Vio de reojo un mechón de grueso pelo rubio como el borde de una escoba, que salía del turbante de la mujer, y luego se cerró una puerta.
Muchas de las mujeres que había alcanzado a ver tenían el cabello rubio: amarillo cobrizo como el cempasúchil, o plateado con mechones cenicientos. Por eso había reparado en la mujer del número 14, cuando entró en el cuarto la semana pasada. Su pelo era rojo, pero no como si se lo hubiera teñido, sino rojo pálido, delgado y lacio como un flequillo de seda sobre su cuello. La mejilla de la mujer, que se había vuelto hacia otro lado, estaba salpicada de pecas, que parecían un montón de hormiguitas.
En silencio, permaneció junto a la puerta del número 14, escuchando. El chapulín ya no estaba. La mujer lo había matado, o lo había dejado salir. Pero el letrero seguía ahí.
«Do not», Araceli le dijo a Elpidia, que vino a mirar los claveles de la cubeta detenidamente, quitando un pétalo roto. Araceli miró en la gruesa puerta de madera, recién pintada de azul, el letrero que colgaba. Nunca se acordaba de la tercera palabra, pero no importaba, pues lo único que había que saber eran las dos primeras.
Cuando una mujer dejaba ese letrero en su puerta, les había dicho Luz la primera semana, significaba que no quería que nadie la viera, ni siquiera las recamareras. A esas mujeres no les importaba quedarse con las sábanas sucias, con los platos sucios. No querían que nadie viera sus ojos amoratados, su piel en carne viva como la de los animales de las carnicerías, sus narices hinchadas como calabazas.
Ahora Luz venía siguiéndole los pasos por el corredor, con sus anchas piernas que las medias apretadas hacían parecer salchichas en sus envolturas, con sus tacones bajos golpeando las baldosas como la mano de un molcajete moliendo granos de pimienta. Luz les había vendido a Araceli y Elpidia los zapatos que, según ella, tenían que usar, unos zapatos de trabajo negros con suelas de hule. A veinte dólares. Siempre sabía, siempre venía cuando Araceli y Elpidia dejaban de trabajar y empezaban a platicar, como si una mosca hubiera ido volando a su cubículo cerca de la lavandería para avisarle.
«Go», le dijo a Araceli, señalando el número ١٤.
«Do not», replicó Araceli, señalando el letrero.
Luz puso una mano sobre su cadera y levantó tres dedos de la otra mano. Lentamente, le dijo en español y en voz alta: «La mujer se fue. Hace tres días. Límpialo».
Cuando Luz siguió caminando por el pasillo, después de echar un vistazo al trabajo de Elpidia a través de la puerta abierta del número 3, Elpidia puso los ojos en blanco y metió la mano en el bolsillo de su uniforme. Sacó un «saladito», se lo dio en la mano a Araceli, y Araceli chupó la ciruela seca y salada durante un momento, sintiendo las arrugas con su lengua, antes de meter su llave en la cerradura.
La niñita yacía en el centro de la gran cama, perfectamente tendida: no había alterado nada. No podía. Aún no tenía la edad suficiente como para voltearse. No era una recién nacida, observó Araceli, acercándose. Tendría unos dos meses. Su pelo era delgado, ralo y rojizo como las espinas de algunos cactus.
Estaba muerta. Tenía cerrados los ojos, hundidos en la cabeza como hoyuelos. De su vestido rosa pálido, con encaje en el cuello y mangas ahuecadas, salían sus delgadas piernas, grises como el cemento. Tenía puestas unas botitas color de rosa. Su cara estaba tirante y tiesa, y su nariz parecía un nudillo blanco saliéndole de la piel.
La ciruela salada saltó y se revolcó en la boca de Araceli; ella la escupió en su mano, donde se quedó húmeda y ahora hinchada por la saliva. Tragó saliva una y otra vez, encorvándose, hasta que pudo respirar mejor y enderezarse. Ya había visto antes niños muertos, de la misma edad, en San Cristóbal. La diarrea los había consumido. Tenían la misma cara reducida y apergaminada de las ancianas.
Araceli hizo un esfuerzo para no vomitar. Puso su dedo en el pañal desechable, no hinchado como debería esperarse. Seco y pequeño como un puño blanco bajo el vestido. Esta niña no había tenido diarrea. Se había muerto de hambre. De su vestido rosa pálido, con encaje en el cuello y mangas ahuecadas, salían sus delgadas piernas, grises como el cemento. Tenía puestas unas botitas color de rosa.
Tiró la ciruela en la bolsa de la basura de su carrito, se cercioró de que no viniera nadie por el corredor y luego tomó una toalla limpia de la pila que llevaba y vaciló, recordando que había oído ese ruido sordo y áspero característico de los chapulines tras la gruesa puerta de madera. Puso la mano en el picaporte de hierro forjado. No había sido un chapulín. Se recargó en la puerta, sintiéndose débil por un momento, y luego se metió y puso el cerrojo.
Luz podía venir. Haría un escándalo y correría a la administración, donde los dueños del hotel y la clínica fruncirían el ceño. Vendrían por el pasillo, tomarían a la niña o simplemente la moverían con sus dedos llenos de anillos. Llamarían a la policía, que se llevaría a la niña a sus instalaciones. Tratarían de encontrar a la madre, la pelirroja que sólo tenía dos arrugas en el rabillo de cada ojo, como dos pestañas sueltas incrustadas en la piel.
Araceli permaneció de pie junto a la niña. Su cuerpo estaba esquinado en la cama, como si hubiera logrado moverse unos doce centímetros a la izquierda durante los tres o cuatro días que llevaba ahí. ¿Para qué tratarían de encontrar a la madre?, pensó Araceli, con la garganta seca y la lengua escaldada por la sal. La madre se había ido. La madre había dejado a esta niña llore y llore, moviendo sus manitas hacia delante y hacia atrás sobre la colcha blanca, enojada, furiosa, desesperada. Las piernas de la niña aún estaban encorvadas, alzadas en óvalo, aún sin enderezarse como las de las niñas más crecidas.
Araceli pasó la mano por el algodón