A pesar de la vergüenza, una sonrisa alivió el sentimiento y la pena.
—¿De qué se ríe?
—Me estaba acordando: a nuestra luna de miel Lucy la llamó también nuestro primer combate.
«Fue como el asalto a Fort Sumter», decía. «¿Y sabes quién hacía de fuerte?».
—¿A quién le preguntaba ella?
—A Gurganus.
—¿Gurganus?
—Un escritor. Con él armó este libro. Es una larga entrevista. Lucy le dijo todo, le confesó sus secretos, su triste y larga aventura al lado del Capitán —se presentó extendiendo la mano con la palabra que le tatuaba la piel.
—Entiendo —respondí. Pero no entendía nada. Tal vez que no había remedio, que nadie lo iba a salvar de su manía con la guerra y con la dulce muchacha a la que él mencionaba, Lucy, supuestamente en un tren que se perdía en la noche. Quería aterrizar un poco. Sólo empeoré las cosas.
—¿A dónde viaja?
—Al sitio donde terminó la guerra.
Pensé que se dirigía a ese lugar legendario, que sugería en su nombre una historia legendaria, Appomattox, donde la guerra empezó a declinar poco a poco. Pero no viajaba allí.
—A Falls —respondió—. Al cementerio de Falls.
Entonces me convenció: lo que pensaba real podía ser tan irreal como un recuerdo, un fantasma, como el viaje que esa noche se suspendió en las tinieblas de un sueño que me atrapaba.
—¿A visitar una tumba?
—Mi tumba —respondió solemne, casi fúnebre.
Recordé la gentileza de una mujer sorprendente que le confesó a un viajero: «Si se muere en nuestro pueblo hay una tumba especial para nuestros visitantes. Pueden descansar un poco, en un cementerio hermoso, mientras que vienen por ellos».
Era una muestra de aprecio, de clara hospitalidad, de la que nadie abusaba.
—¿Su tumba? —repliqué—. Desde cuándo.
—Desde que Lucy ganó la última de las batallas.
Me señaló la maleta.
—Siempre me acompaña el sable, su brillo hecho de aire entre la funda vacía. Tuvimos que empeñarlo un día, en un tiempo de escasez que hacía abundar el hambre. Pero me quedó la funda. Primero estuvo conmigo cuando era un niño en la guerra, derrotado y regresando al viejo hogar que esperaba. Después fue una reliquia que decoró la pared, encima de nuestra cama.
Imaginé el escenario: una pared orgullosa con el pequeño museo que permitía rastrear la vida del Capitán a través de sus objetos.
—Era una tibia amenaza. Aseguraba el recuerdo de las feroces contiendas que dormían, agazapadas, gimiendo entre la funda. Lucy las llamó una tarde, resuelta a vencer los años de soledad y abandono, el largo y cruel oficio que sometió su bondad al caprichoso tirano que la humilló sin descanso. Lo habíamos perdido todo, habíamos llegado al punto del que jamás se regresa. La última de las batallas desordenó nuestra cama. Trepado encima de Lucy, sólo quería estrangularla. La funda, en la cabecera, había esperado el momento de regresar a la guerra y lo hizo en manos de Lucy. Su brazo alcanzó el metal que hundió entre mis costillas, golpeando con la insistencia de una venganza que fue el resultado de años perdidos por la amargura. Un error que terminó con la muerte.
El Capitán me enseñó que no hacía daño creer en las fantasías y el sueño de una feliz invención. El murmullo de su voz, que acaso siguió un rato mientras me iba durmiendo, después se desvaneció.
Cuando llegué a mi destino el funcionario del tren me despertó bruscamente. El libro de Castleview tenía adentro una nota. Me había dejado un consejo:
«Lucy escribió alguna vez: Cuídese de sentir pena por usted mismo. Es muy tentador».
Después venía su firma: Marsden, Capitán William Marsden. Y su recuerdo amparado por ese viaje en la noche.
Atlantic Coastline Railroad
Junio, 1998
Tesoro
susan straight
estados unidos
Hasta los chapulines eran diferentes aquí en California. Los de aquí eran muy cabezones y sus antenas tan largas como los pelos de las cejas de los ancianos. Los chapulines deambulaban por los jardines del hotel como si supieran que nadie se los comería.
Hasta hace pocos meses, Araceli había juntado chapulines pequeños para su abuela, que los espolvoreaba con chile rojo y los amontonaba en una canasta de palma para venderlos en el mercado. Araceli extrañaba el sabor del chile ahora. Sentía que los dientes se le aflojaban en las encías por todas las naranjas que se comía en la noche con su amiga Elpidia en los naranjales que rodeaban el trailer park.
Los chapulines no hacían ruido ahora, ya bien entrada la calurosa mañana, cuando las mujeres limpiaban los cuartos del hotel. Pero desde el número 14, el áspero sonido de algo pequeño se había grabado en la cabeza de Araceli. Cinco días antes habían agarrado un chapulín grande dentro del cuarto, y el letrero que decía «Do not» estaba colgado en la puerta como un escapulario. Ahora había silencio en el camino de loseta roja que iba a lo largo de los blancos muros de adobe. El hotel parecía una iglesia enorme, rodeada de veinte capillitas. Dentro de los cuartos, mujeres con batas blancas, vendas blancas y dientes blancos esperaban a que sus cicatrices desaparecieran. Araceli se preguntaba si rezarían. Su abuela añadía la única palabra que decía en español: Tesoro. «Para mí, todo lo que como es un tesoro. Nadie sabe lo que es el tesoro de otra persona.»
Abrió con su llave el número 13. El cuarto estaba vacío, con las toallas húmedas y amontonadas en el suelo, como si alguien las acabara de lavar en el río.
Afuera, en el pasillo, oyó que la supervisora, Luz, hablaba en español con uno de los jardineros. Luz era norteña, de Sinaloa. Era mandona, tenía las mejillas pálidas como el nixtamal y no hablaba mixteco. «¿De Oaxaca?», había exclamado cuando Araceli y Elpidia llegaron a trabajar al hotel, llevadas por el primo de Elpidia, Rodolfo, que trabajaba en la lavandería. «¡Puros indios!».
Wash. Limpia. Sandoo. Cada palabra que Luz decía caía en la cabeza de Araceli, donde las encerraba como si fueran chiles en diferentes cajas de madera en el mercado, mientras su abuela los iba señalando con su dedo huesudo. «Fíjate bien», le decía su abuela, cuando Araceli aún era una niña, «cada chile tiene un sabor diferente. Tienes que conocerlos todos para saber cocinar». Su abuela añadía la única palabra que decía en español: Tesoro. «Para mí, todo lo que como es un tesoro. Nadie sabe lo que es el tesoro de otra persona.»
Araceli arrojó las toallas empapadas al carrito de la lavandería. Lavar. Sacó los claveles marchitos del pequeño florero que estaba en la cómoda. Flowers. Flores. Ita. Echó las flores marchitas en su bolsa de basura y sacó tres claveles nuevos de la cubeta de su carrito. Las mujeres que se quedaban ahí parecían fantasmas. Claveles blancos. Las toallas también eran blancas, así como las sábanas, las batas, las toallitas, las vendas. Los claveles tenían un olor semejante al del clavo. Araceli cerró los ojos por un momento. De noche, en el naranjal, Elpidia y ella hacían mole negro, como el que su abuela vendía en el mercado a las mujeres demasiado flojas para hacer el suyo, un barro negro de salsa concentrada que luego resucitaban en su casa. Chocolate, clavo, cacahuate y chile rojo, comprados en el mercado oaxaqueño de la comunidad mexicana que vivía en la ciudad cercana.
De noche, con el radio sintonizado en La Mexicana, con el olor del mole y las piezas de pollo, con las risas de los hombres de San Cristóbal, su pueblo natal, se sentía como en su casa. Sí, aquí en California. Como en su casa.
Sacudió