Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Tessa Hadley
Издательство: Bookwire
Серия: Fondo Universidad de Guadalajara
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786075712680
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de candidatos esperando los resultados de su revisión. En ese instante me avergoncé de algo que en realidad sólo me había imaginado. Sin embargo, no fue mencionado ni siquiera mínimamente en la cartilla de salud. A no ser que la observación «inepto como soldado buzo» tuviera algo que ver. Sobre todo porque es muy probable que el Dr. Seyfarth escuchara cada día diversas versiones de la misma leyenda del sonámbulo. Precisamente debido a que «el sonámbulo» se encontraba en la lista de las historias factibles que supuestamente podrían funcionar, la historia tendría que haberse contado de una manera muy distinta. Pero de tales cosas no tenía yo entonces la menor idea.

      Cuando, haciendo un esfuerzo para que la voz no se me quebrara, empezaba yo a relatar mis noches supuestamente inquietas y sobre todo peligrosas en el campo, algunos de los que se encontraban en la hilera detrás de mí intentaron sacudirse las ansias o la vergüenza con comentarios o risitas, pero fueron reprendidos de inmediato por alguno de los oficiales que patrullaban en ronda continua a través de los cuartos. Los desnudos compañeros de sufrimiento, las voces de los oficiales en el recinto, el cerrado rostro del Dr. Seyfarth, harto de todos los sonámbulos del mundo (justo ahora me pregunto si el Dr. Seyfarth vive todavía, y en tal caso, si pensará ocasionalmente en aquella época de los sonámbulos): bajo todas estas circunstancias no era fácil relatar algo. Sin duda en las historias de Las mil y una noches la amenaza tiene otra dimensión, pero comparativamente las circunstancias en las que las historias se cuentan son ideales: un cuarto silencioso y a media luz, cortinas, cobijas y almohadas recubiertas de seda o terciopelo, y además un escucha extremadamente atento...

      Los recintos del destacamento de la zona militar, por el contrario, tenían una luz deslumbrante, y el piso de linóleo resplandecía tanto que hacía doler los ojos. Con el tiempo los pies se enfriaban, se veía que el piso estaba recién pulido o que le habían aplicado una cera especial. Si uno se quedaba parado un rato en la misma posición, las plantas de los pies descalzos se quedaban pegadas, de modo que los que esperaban cambiaban involuntariamente de pie de apoyo, produciendo un ruido ligero, como un chasquido. Después de un rato se oía como si continuamente se estuviera rasgando papel, u otra cosa, en todo caso algo que había caducado definitivamente ese día.

      Se hacían llamados por nombres, casi siempre varios de una sola vez —la letra S estaba bien representada. Como siempre, había muchos Schmidt y Schulze, e incluso alguien más que también se apellidaba Seiler, lo que no me sorprendió especialmente, ya que en el pueblo del que salimos para instalarnos en la ciudad, insertándonos así en la zona militar de Gera y su ineluctable destacamento, varias familias llevan este nombre —«ni parientes ni emparentados», como siempre se recalcaba. Me alegré de no haber olvidado esa mañana ponerme mis pantalones deportivos, y en secreto triunfaba yo sobre aquéllos a los que consideré sujetos desprevenidos en calzoncillos guangos de rayitas.

      Al final, la comisión de la revista militar, cuatro oficiales y sus preguntas: yo no tenía ni muchos ánimos, ni una buena historia. Pocos ánimos eran suficientes para rechazar un tiempo de servicio más largo (tres años o más, en lugar de dieciocho meses), y llegando al límite declinar el servicio: «Creo que yo sería incapaz de dispararle a alguien» —eso bastaba, también sin historias, cualquiera lo sabía.

      2

      El miedo se fue instalando de manera espasmódica. Llegó un momento en que ya no podía yo cruzar la plaza de la estación del tren sin pensar en el 1 de noviembre, el día de mi alistamiento. Antes de entrar a la sala de la estación, mi vista se desviaba inevitablemente hacia la derecha, hacia los andenes de la estación de maniobras. Ahí, en uno de esos andenes, se encontraba la rampa donde los soldados de la ciudad y de la zona de Gera habrían de encontrarse.

      Algunos meses antes había yo acompañado a mi amigo M. hasta ahí, a las cinco de la mañana. Frente a la rampa se había reunido ya un grupo relativamente grande con bolsos de viaje. Toda la escena estaba iluminada por los faros de algunas camionetas de carga, cuyos motores permanecían encendidos. En algún punto del camino sobre la plaza de la estación del tren perdí a mi amigo. Se despidió con un breve abrazo, cruzó una frontera invisible y desapareció. Desde donde estaba lo podía ver muy bien. Vi cómo irguió la espalda, sus pasos se volvieron más cortos, su caminar se adecuó a las disposiciones del otro lado. Poco antes de llegar a la rampa se volteó una vez más: me envió un saludo, es decir, a empujones alzó al aire el brazo izquierdo. Se veía desamparado, y al mismo tiempo parecía que hubiera querido darme alguna señal de resistencia. Y al hacerlo quedó deslumbrado por los faros de los vehículos de transporte. «¡Apaguen sus cigarros!»: fue lo último que oí; luego le devolví el saludo, me di la vuelta y conduje a casa.

      3

      El salto del carro de tropa: me esforcé en que nada delatara mi desamparo. Quizás diez o quince oficiales se encontraban a la entrada de un predio demarcado con alambre de púas que tenía que ser el de las barracas. Hasta ese momento sólo me parecía una triste colección de cabañas de madera y piedra.

      «¡Adentro! ¡Maaaaarchen!». Algunos de nosotros sabíamos lo que se indicaba, pero tardó un momento hasta que nos acomodamos en filas de tres. Miré los rostros de los oficiales, unos se veían tensos y otros divertidos. Todo transcurría, por otro lado, con mucha tranquilidad. Hubo un breve control que se llevó a cabo más bien de manera descuidada, en el cual teníamos que salirnos de la fila con nuestras pertenencias. Durante minutos no se oía otra cosa más que el ruido de coches que pasaban por la carretera secundaria a nuestras espaldas. De los terrenos con fábricas en la otra orilla sobresalía una gigantesca chimenea con la inscripción veb Leuna.

      «¡Cargar aparejos!». La orden: tal vez por descuido, fue gritada casi al mismo tiempo por varios oficiales, de modo que al principio no entendí, pero vi cómo todos al instante se colgaron al hombro sus pertenencias. Algunos incluso llevaban maletas, aunque estaba prohibido por las normas del alistamiento. Tampoco la siguiente orden se pudo entender. De inmediato identifiqué mi miedo: yo no iba a ser capaz de comprender lo suficientemente rápido, o acaso en absoluto, lo que se exigiría de mí en ese lugar. Un ensordecedor silbido cortó el aire, y de la chimenea de Leuna brotó una llama.

      Atravesamos el portón —una estructura de tubos de acero sobre la cual se había tensado en diagonal y sin demasiado cuidado un trozo de alambre de púas. El lugar estaba recién pintado, pero se veía como una autoconstrucción, y además venida a menos. Apenas después de algunos metros sobre la calle que separaba las barracas, uno de los oficiales (el suboficial Bade, como después supe) comenzó a marcarnos un ritmo: izquierda izquierda izquierda, dos tres cuatro... En la voz sorda de Bade, que sobre todo se empeñaba en parecer profunda, todo eso sonaba como erda-erda-erda, Do Re Fa-Sol, motivo por el cual dos o tres compañeros se rieron. Se hizo un murmullo que fue acallado al instante por un grito del suboficial. Como si fuera lo acostumbrado, este suboficial marchaba con sus botas impresionantemente pulidas a través de las áreas verdes a lo largo de la calle de las barracas.

      Todo intento de mantener el mismo paso cargando sacos y maletas terminaba siempre en grotescos saltos y tropezones. Lo más extraño, sin embargo, era el vapor: un vapor ligero y blanco que por todas partes brotaba de la tierra, de las grietas en el cemento de la calle, de las ranuras de los andadores entre las barracas, y en algunas partes se elevaba como una neblina maravillosa desde las partes donde había pasto. El suboficial de las botas relucientes marchaba a través de todo esto aparentemente impasible. Cuero negro, resplandeciente, empañado de vapor —tal es la imagen introductoria de mis recuerdos de esa época.

      Asignación en la barraca 6, dormitorio 10: siete literas de hierro, catorce armarios, un armario para escobas, catorce taburetes, una mesa. Era el cuarto al final del pasillo, estaba enfrente de la habitación del sargento Zaika —un enemigo, como habría de verse. Por el contrario, los trece hombres de mi dormitorio desde el principio me parecieron amigos.

      En las siguientes horas recorrimos los laberintos de las barracas de uniformes y de pertrechos. Hacia el mediodía ya todos estaban vestidos con uniforme para salir. En una construcción plana cerca del portón recibimos sopa y té. Desde ahí marchamos de regreso por la calle hasta un edificio que parecía un búnker de grandes dimensiones. Un enorme bloque semicircular sobre cuyo vértice se marcaba claramente una resquebrajadura. Para mi sorpresa, dentro del bloque se encontraba un