Nuestro maravilloso Dios. Fernando Zabala. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernando Zabala
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9789877984576
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Conducimos a otros hacia arriba, a la felicidad y la vida inmortal, o hacia abajo, a la tristeza y la muerte eterna” (cap. 6, p. 69).

      Por medio de tu influencia, ¿hacia dónde conduces a otros? ¿Hacia “arriba”, a la vida inmortal, o hacia “abajo”, a la muerte eterna?

      Amado Padre celestial, capacítame para ser hoy una influencia positiva para las personas con las que me relacione, comenzando en mi propia familia. Sobre todo, ayúdame a vivir de manera tal que mi testimonio sea motivo de gloria y honra para tu nombre.

      ¿Qué es más difícil?

       “Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes” (Santiago 4:6).

      ¿Qué es más difícil: la conversión de una persona que sabe que es mala o la de una que se cree buena?

      Esta es una de esas preguntas que se pueden responder con otra pregunta. ¿Quién fue perdonado entre los dos hombres que fueron al Templo a orar: el fariseo, que daba gracias a Dios porque no era pecador como los demás, o el publicano, que ni siquiera se consideraba digno de levantar los ojos al Cielo porque se consideraba indigno? Según las palabras del Señor Jesús, fue el publicano quien “descendió a su casa justificado antes que el otro, porque cualquiera que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Luc. 18:10).

      ¿Por qué Dios perdona al pecador convicto y confeso, mientras que pasa por alto los ruegos del fariseo? ¿No dice la parábola que este hombre vivía piadosamente? No robaba, no era infiel a su esposa, no cometía injusticias contra el prójimo... Además, ayunaba dos veces por semana y daba diezmos de todas sus ganancias. Sin embargo, salió del Templo sin la bendición de Dios. ¿Por qué?

      Creo que Philip Yancey da en el clavo cuando escribe que para que la gracia de Dios sea efectiva, el pecador debe primero recibirla; pero para recibirla, sus manos deben estar vacías (What’s So Amazing about Grace, p. 180).* El publicano fue perdonado porque llegó al Templo “con las manos vacías”. Las manos del fariseo, en cambio, estaban llenas. ¿Cómo podía recibir la gracia de Dios, si sus manos ya estaban llenas de orgullo y de suficiencia propia?

      Hay todavía una lección más en esta parábola, y es que ante Dios la humanidad no se divide en justos y pecadores. Solo hay pecadores: los pecadores que, como el publicano, reconocen su condición y piden misericordia; y los que, al igual que el fariseo, se creen justos y, por lo tanto, consideran que no necesitan arrepentirse.

      ¿Cómo están tus manos, al presentarte ante Dios? Antes de responder, quiero compartir contigo estas palabras: “La gracia es la mano de Dios que baja a la tierra. La fe es la mano del hombre que se extiende hacia arriba, para asir la mano de Dios” (Diccionario bíblico adventista del séptimo día, p. 501).

      Ahora pregunto: para asir la mano de Dios, ¿no deberían nuestras manos estar abiertas y, además, vacías? ¿Entendemos ahora por qué el publicano fue perdonado, pero no así el fariseo?

      Señor, ante ti estoy con mis manos abiertas. Por favor, límpialas de todo orgullo, y llénalas de tu perdón y de tu amor.

      Dios de lo imposible

       “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: ‘Esperanza mía y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré’ ” (Salmo 91:1, 2).

      María, una amiga a quien Sudha no había visto desde hacía 16 años, se presentó en su casa una noche y le pidió que cuidara de Tina, su hermana, quien había tratado de suicidarse. El problema se complicó para Sudha porque María nunca regresó por su hermana.

      ¿Qué hizo Sudha, entonces? No tenía ninguna experiencia sobre cómo manejar un caso tan delicado, y en su pueblo no había profesionales especializados. Así que, Sudha se limitó a orar por Tina, y a leerle porciones de las Escrituras. Poco a poco logró que comiera, y finalmente logró que hablara.

      –Nunca debí haber nacido –fue lo primero que dijo Tina.

      Su padre no la quería, porque siempre había deseado un hijo varón. Además de rechazarla, también la agredía física y emocionalmente. Para escapar de ese infierno, Tina se involucró en el mundo de las drogas.

      Ahora le tocaba a Sudha inspirar en esta joven, de unos veinte años, el deseo de vivir. Un día logró convencerla de recibir ayuda psiquiátrica en otra ciudad. Para ello, viajaban unos setenta kilómetros, tres veces por semana. Pero cuando todo parecía marchar bien, Tina no quiso volver. La situación tocó fondo un día en que la encontró en la cocina de la casa bañada en gasolina con una caja de fósforos en su mano. Cuando Sudha logró persuadirla de que no se prendiera fuego, Tina gritó:

      –¿Por qué no me dejas morir, tonta? ¡Esta es mi vida!

      La luz al final del túnel brilló un día mientras Sudha leía en voz alta el Salmo 91. Para su sorpresa, Tina le pidió que lo leyera de nuevo. En poco tiempo, el Salmo 91 se convirtió en el caballo de batalla de Tina, al cual acudía cada vez que se sentía desfallecer en la lucha contra sus adicciones.

      “Después de un año de intensa lucha”, escribió Sudha, “Tina logró la victoria sobre las drogas. En los dos años siguientes, ya hablaba de lo mucho que Jesús significaba en su vida”. Un año más tarde, había conseguido un trabajo estable.

      ¿Exagero si digo que nuestro Dios se especializa en casos imposibles; y que su Palabra es poderosa para traer esperanza a los corazones que están a punto de desfallecer?

      Hoy te alabo, Señor, porque eres un Dios poderoso; porque te interesas personalmente en el bienestar del más pequeñito de tus hijos; y especialmente, porque también cuidas de mí.

      ¿Qué podría dar yo hoy?

       “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda” (Hechos 3:6).

      Los apóstoles Pedro y Juan habían ido al Templo a orar, como a las tres de la tarde. Ahí encontraron a un hombre que era cojo de nacimiento, de unos cuarenta años (Hech. 4:22), “que era llevado y dejado cada día a la puerta del Templo que se llama la Hermosa, para que pidiera limosna” (3:2). ¿Qué mejor lugar para pedir limosna?

      Cuando el cojo vio a los apóstoles entrar al Templo, les pidió una limosna. Entonces, Pedro, mirándolo fijamente, le dijo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda”. ¿Qué ocurrió cuando el poderoso nombre de Jesús fue invocado? Dice la Escritura que “al instante [al hombre] se le afirmaron los pies y tobillos; y saltando, se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el Templo, andando, saltando y alabando a Dios” (vers. 7, 8).

      Ni siquiera en sus mejores sueños cruzó por la mente de este hombre lo que ese día ocurriría en el Templo. Fue a pedir limosnas, pero en lugar de unos pocos centavitos, ¡pudo caminar! Nunca había podido entrar en el Templo; al menos, no caminando. Pero eso fue lo primero que hizo, “andando, saltando y alabando a Dios”.

      ¿Quién podía culparlo de expresar así el gozo que inundaba su corazón?

      Hay en este pasaje de la Escritura una preciosa lección. ¿No podían los apóstoles, al igual que otros, dar a este pobre mendigo algunas moneditas? Claro que podían, pero no lo hicieron porque tenían para él un don más grande, más valioso y más sublime que cualquier otro: el don de la salud, otorgado en el poderoso nombre de Jesús.

      La implicación es clara: hay poder inconfundible, insospechable, incomparable, en el nombre de Jesucristo. Él no es un Redentor muerto. ¡Es un Salvador vivo! Como bien lo dijo Pedro ese día: él es el Santo y Justo (Hech. 3:14), el Autor de