En una cultura como la nuestra, en la que casi se idolatra al ganador y se subestima al perdedor, ¿a quién podría agradarle ser el número dos, pudiendo ser el número uno? Por esta razón, siempre que pienso en el ejemplo de Juan el Bautista, no puedo evitar sentir una gran admiración hacia este héroe de la fe.
Según se desprende del relato bíblico, el ministerio de Juan el Bautista atrajo tantos seguidores que, en un momento dado, la gente llegó a preguntarse si él era el Cristo (ver Luc. 3:15). De hecho, de acuerdo con el libro El Deseado de todas las gentes, “la influencia del Bautista sobre la nación había sido mayor que la de sus gobernantes, sacerdotes o príncipes” (p. 150). ¿Podemos imaginar lo que habría ocurrido si Juan hubiera declarado ser el Mesías? Sin lugar a dudas, multitudes lo habrían seguido; pero los resultados habrían sido desastrosos.
Doy gracias a Dios porque Juan el Bautista sabía no solo quién era él, sino especialmente quién no era. Él sabía que no era el Cristo, sino uno enviado delante del Mesías para prepararle el camino (ver Juan 3:28, Mat. 3:3). Y también estaba consciente de que no era el Esposo, sino el amigo del Esposo (Juan 3:29). Y, precisamente porque sabía quién no era, pudo decir con referencia al Señor Jesucristo: “Es necesario que él crezca, y que yo disminuya” (Juan 3:30). ¡Esto es grandeza en su máxima expresión! La grandeza de un hombre que no tuvo problemas en ocupar el segundo lugar.
¿Quieres ser grande? Descubre cuál es tu lugar en la viña del Señor, y ocúpalo. Conoce cuál es tu misión, y cúmplela. Por sobre todo, cualquiera que sea la obra que realices, hazla fielmente y para la gloria de Dios, sin preocuparte por ser el número uno ante la vista de los demás. A fin de cuentas, ¿cuál es la razón de ser de nuestra vida: ser número uno o esforzarnos para que Cristo sea el número uno?
Haz de Cristo el centro y, al igual que el Bautista, serás llamado grande en el Reino de los cielos.
Padre celestial, ayúdame hoy y siempre a dar a Cristo el primer lugar, pues solo él es digno de honra y gloria. Además, destierra de mi corazón esa tendencia tan poderosa de querer ocupar siempre los primeros lugares, de esperar el aplauso y el reconocimiento de los demás. Al igual que Juan el Bautista, que mi mayor gozo sea cumplir mi obra de un modo tal que Cristo sea glorificado.
21 de enero
“El Salmo de Lutero”
“Estad quietos y conoced que yo soy Dios; seré exaltado entre las naciones; enaltecido seré en la tierra” (Salmo 46:10).
“El salmo de Lutero”. Así llaman algunos eruditos al Salmo 46, porque en él se basó el gran reformador para escribir su conocido himno “Castillo fuerte”.
De John Wesley se dice que, antes de morir, durante toda la noche repitió el versículo siete del Salmo 46: “¡Jehová de los ejércitos está con nosotros! ¡Nuestro refugio es el Dios de Jacob!” Y, según el libro Profetas y reyes, muchos siglos antes los israelitas cantaron este salmo cuando, en tiempos de Josafat, Dios los guio en una contundente victoria sobre los moabitas y los amonitas (cap. 15).
¿Qué hay en el Salmo 46 para que a este hayan acudido los creyentes en busca de seguridad a lo largo de las edades? Si lo lees desde su inicio, notarás que la primera imagen que transmite es de turbulencia: la tierra se agita, las aguas se turban y tiemblan los collados. ¿Dónde encontrar seguridad en medio de tanta agitación? El Salmo responde: “Dios es nuestro amparo y fortaleza” (vers. 1), “nuestro refugio es el Dios de Jacob” (vers. 7, 11). Por lo tanto, hemos de “estar quietos” y conocer al Dios que es digno de ser exaltado entre las naciones (vers. 10). Pero ¿cómo “estar quietos”, cuando alrededor hay tanta conmoción?
El caso es que la expresión “estar quietos” no significa aquí “cruzarse de brazos”, sin hacer otra cosa. Más bien quiere decir “desistir”, “dejar tranquilo”, “entregarse”. Lo que este Salmo nos está diciendo en nuestro texto de hoy es que en medio del caos reinante en el mundo y de lo agitada que pueda estar nuestra vida, hemos de permitir que Dios sea nuestro refugio. ¡Dejemos que sea nuestro Dios!
¿Hay conmoción en tu vida ahora mismo? La buena noticia es que el Dios poderoso, refugio en tiempo de angustia, es también un Dios personal, que quiere que lo conozcamos como el Padre amante que él es.
Esta es, por lo tanto, mi propuesta para ti: ¿Qué tal si, comenzando hoy, te propones en la quietud del amanecer, cuando todas las demás voces están acalladas, oír la voz de Dios hablando a tu corazón?
Dios de Jacob, gracias porque eres no solo mi refugio en tiempo de angustia, sino también mi Consejero y Amigo en tiempos de paz. Comenzando hoy, resuelvo tener un encuentro personal contigo en la quietud del amanecer. Quiero conocer más y más del Dios que es exaltado entre las naciones.
22 de enero
Perteneces a Dios
“¿Acaso no saben que su cuerpo es Templo del Espíritu Santo, quien está en ustedes y al que han recibido de parte de Dios? Ustedes no son sus propios dueños” (1 Corintios 6:19, NVI).
Uno de mis relatos favoritos de toda la Biblia tiene como protagonista al apóstol Pablo cuando navegaba rumbo a Italia para comparecer ante el César. Un centurión de nombre Julio representaba a la autoridad romana, y la nave trasportaba a unas 276 personas.
Según el relato de Lucas, la nave se desplazaba bajo una suave brisa, cuando repentinamente se desató un viento huracanado procedente de Creta. La tempestad embistió con tal fuerza a la nave que los marineros nada pudieron hacer, excepto dejarse arrastrar hacia donde los vientos los llevaran. Pasaron varios días sin que pudieran ver el sol ni las estrellas, y la situación se tornó tan crítica que en un momento dado tuvieron que arrojar al mar la carga, con el fin de aligerar la nave.
Ya habían pasado catorce días en medio del agitado mar, cuando el apóstol Pablo, poniéndose de pie, se dirigió a los descorazonados viajeros. ¿Qué les dijo, en un momento en el que toda esperanza de salvación se había extinguido?
“Ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo, y me ha dicho: ‘Pablo, no temas; es necesario que comparezcas ante César; además, Dios te ha concedido todos los que navegan contigo’. Por tanto, tened buen ánimo, porque yo confío en Dios que será así como se me ha dicho’ ” (Hech. 27:23-25).
“El Dios de quien soy y a quien sirvo”. ¡Qué declaración tan poderosa! Recordemos que Pablo era uno de los prisioneros a bordo. ¿Y qué dice este “prisionero”? Dice: “Soy de Dios y sirvo a Dios. Y ese Dios a quien obedecen los vientos me ha comunicado, por medio de su ángel, que ninguno de ustedes va a morir. Por lo tanto, ¡anímense!”
¿Sabes lo que más me gusta de este relato? Que tú y yo también podemos, en este instante, decir como Pablo: “Soy de Dios, y sirvo a Dios”.
Sea que sople la brisa fresca o que nos golpee la tempestad, pertenecemos a Dios por creación y por redención. Este es nuestro mayor privilegio. Un privilegio que ningún poder en esta Tierra nos puede arrebatar.
¿Se puede pedir más?
Padre, hoy te doy gracias porque te pertenezco, y porque es mi privilegio servirte. No importa cuán difíciles o desalentadoras parezcan las circunstancias que me rodeen hoy, que en todo momento yo pueda abrigar la convicción de que estás conmigo, y de que no hay en esta vida un privilegio que se compare con el gozo de servirte.
23 de enero
“¡Nunca me cansaré!”
“Oren también por mí para que, cuando hable, Dios me dé las palabras para dar a conocer con valor el misterio del evangelio, por el cual soy embajador en cadenas” (Efesios 6:19, 20, DHH).
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