Lo que Dostoievski nunca imaginó fue que en Siberia le esperaba una experiencia aún más significativa, una que lo impactaría por el resto de su vida. Al llegar al lugar de su exilio, sin que los guardias se percataran, dos mujeres colocaron en sus manos un ejemplar del Nuevo Testamento. Según contó su hija Aimee, el gran escritor encontró en la Palabra de Dios la paz y el consuelo que su corazón tanto anhelaba. Dice ella que lo leyó de tapa a tapa y memorizó pasajes, razón por la cual la influencia de la Escritura se deja ver en algunas de sus obras.
¿Qué pasaje del Nuevo Testamento llegó a ser su favorito? Cuando la hora de su muerte se acercaba, reunió a la familia y pidió que le leyeran la Parábola del Hijo Pródigo. Al finalizar el relato, les dijo: “Nunca olviden lo que acaban de escuchar. Tengan plena fe en Dios y nunca duden de su perdón. Los quiero inmensamente, pero mi amor [por ustedes] en nada se compara con el amor del Padre por aquellos a quienes él creó” (Boreham, Life Verses, p. 97).
Señor, aunque ahora yo no lo entienda, ayúdame a creer que lo que tú permitas que me suceda siempre será para mi bien.
5 de febrero
Las tres listas
“Ahora, así dice Jehová, Creador tuyo, Jacob, y Formador tuyo, Israel: ‘No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú’ ” (Isaías 43:1).
¿Te ha sucedido alguna vez que, mientras lees, sientes el impacto de lo que el autor está diciendo? ¿Y, cuando esto ocurre, ya no sigues leyendo sino que te quedas por un rato procesando la información?
Algo así me pasó cuando leía una declaración de Max Lucado en la que este autor estaba reflexionando sobre lo que habrá significado para Dios haber entregado a su Hijo a una muerte que no merecía, con el único objeto de que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él. Entonces Lucado pregunta: “¿Entregarías a un hijo, a una hija, para que un enemigo muera?” Luego él mismo responde: “Hay personas por las que yo daría mi vida, pero pídeme que haga una lista con los nombres de aquellos por quienes yo mataría a mi hija. La hoja estaría en blanco” (He Did This for You, p. 36).
Ya puedes imaginar por qué esas palabras me dejaron pensando. ¿Por quiénes yo daría mi vida? En esa lista hay varios nombres, pero no muchos.
Luego pensé: ¿Por quiénes daría yo la vida de mis hijos? Esta pregunta, en comparación con la anterior, fue muy fácil de responder: ni siquiera tengo que pensarlo. ¡En esta lista no habría ningún nombre! ¿Quién en su sano juicio daría la vida de un hijo para que otra persona viva?
Y ahora la tercera pregunta: ¿Por quiénes entregó Dios la vida de su único Hijo? Esta es la tercera lista; la lista de Dios. En ella están los nombres de todos los seres que han nacido en este mundo. Están los nombres de los patriarcas, de los profetas, de los discípulos, y los nombres de los hombres y las mujeres que a lo largo de los siglos vivieron para servir a Dios y a la humanidad. También están los nombres de Judas, Caifás, Nerón, Hitler, y de todos los que hoy preferimos que nunca hubieran nacido. ¿No es esto asombroso?
Hay algo todavía más grande, más maravilloso: en la lista de Dios están tu nombre y el mío. ¿Qué hemos hecho para merecer estar ahí? La verdad es que hemos hecho mucho para no estar, pero “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16; énfasis añadido).
¡Bendito sea el nombre de Dios!
Gracias, Padre eterno, porque, a pesar de que no lo merezco, tu amado Hijo vino a este oscuro mundo a sufrir y morir por mí.
6 de febrero
¿Dar gracias por todo?
“Dad gracias en todo, porque esta es la voluntad de Dios para con vosotros en Cristo Jesús” (1 Tesalonicenses 5:18).
Si eres como yo, entonces tienes la tendencia a discriminar las experiencias que has vivido en dos grandes categorías: las “buenas” y las “malas”; y, peor aún, al igual que yo, recuerdas con más facilidad las malas.
Porque sé que esta práctica no es buena, agradecí a Dios cuando leí una declaración de Henri J. M. Nouwen según la cual una persona verdaderamente agradecida da gracias a Dios por toda su vida: lo bueno y lo malo que le ha ocurrido, los éxitos y los fracasos que ha experimentado, los momentos de gozo y los de tristeza por los que ha pasado. Es decir, tal como lo dice nuestro texto de hoy, ¡agradece a Dios por todo!
Sin embargo, la declaración de Nouwen no termina ahí. Luego añade que, mientras sigamos dividiendo nuestra experiencia pasada entre lo que nos gusta recordar y lo que preferimos olvidar, “no podremos reclamar la plenitud de nuestro ser como un don de Dios por el cual deberíamos estar agradecidos” (Bread for the Journey, 12 de enero).
Hay sabiduría en sus palabras. En primer lugar porque ¿quiénes somos tú y yo para decidir qué calificar como bueno y qué como malo de lo que nos ha sucedido en el pasado? ¿No es cierto que algunas de las experiencias que inicialmente calificamos como malas terminaron convirtiéndose en una bendición? Solo Dios tiene la facultad de ver el fin desde el principio, de ver el cuadro completo; por lo tanto, pidámosle que nos ayude a poner fin a esta malsana práctica de dividir nuestra vida entre “lo bueno” y “lo malo” que nos ha sucedido.
En segundo lugar, ¿no dice la Palabra que “a los que aman a Dios, todas las cosas los ayudan a bien”? (Rom. 8:28). Si nuestros fracasos nos han convertido en personas más sabias, si nuestros errores han contribuido a que hoy seamos más maduros, si nuestros pecados nos han hecho depender más de Dios, ¿hay algo que debamos lamentar? Al contrario, ¡hay mucho por lo cual agradecer!
Siendo así las cosas, ¡no lamentemos nada! Al igual que los padres terrenales cuidamos de nuestros hijos, el buen Padre celestial ha cuidado de nosotros. Su mano guiadora nos ha traído hasta aquí. Y nos seguirá guiando hasta el día glorioso en que heredaremos todas las riquezas que él ha preparado para quienes lo aman.
Gracias, Señor, por toda mi vida. Ayúdame a creer que tu mano divina me ha guiado hasta aquí, y me seguirá guiando hasta el fin de mis días en este mundo.
7 de febrero
Un fiel “barómetro” de la vida espiritual
“Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para Jehová, tu Dios” (Éxodo 20:8-10).
Un fiel “barómetro” de la vida espiritual. Así llama M. L. Andreasen al Mandamiento de observar el sábado como día de reposo.
¿Por qué lo llama de esa manera? Porque ningún Mandamiento promueve la adoración a Dios y el compañerismo con nuestro Creador, tanto como lo hace la observancia del sábado. “En la medida en que una persona olvida el sábado”, escribe Andreasen, “en esa medida olvida también a Dios; y en la medida en que la observancia del sábado se torna descuidada, en esa misma medida se descuidan también otros deberes religiosos” (“The Sabbath”, Review and Herald, 1942, p. 28).
Alguien podría alegar que a Dios lo podemos adorar en cualquier otro día de la semana. El problema con este argumento es que se estrella de frente con esta declaración: “Acuérdate del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra, pero el séptimo día es de reposo para Jehová, tu Dios” (Éxo. 20:8-10). Lo que nuestro texto de hoy nos está diciendo es que el sábado es un día especial porque así lo dijo Dios. No hay en la naturaleza nada que convierta al sábado en un día diferente de los otros seis. ¿Por qué, entonces, es un día especial? Porque después de crear en seis días los cielos y la tierra, el Creador no solo reposó en el séptimo