Y luego llega Ricardo Pereira, su compañero, esposo y manager. Y trae en sus manos un pisco que hacen en Santa Bárbara, Cañete, donde hoy funciona un sueño de Susana Baca: el Centro Cultural y Artístico de la Memoria. Son las once de la mañana y nos servimos unas copitas de aquel néctar de los dioses. Y nos ponemos a recordar que de niña se escapaba para observar la bahía de Lima desde el malecón cercano. Cierta vez oyó con el corazón el rumor del mar trenzado a las sordas cantigas del cielo generoso, y le proclamó y prometió a grito pelado que, desde ese día, sus himnos se harían canto para entibiar las iras del alma y darles resuello a los espíritus tristes.
Hacia 1998, y mientras el Perú ingresaba a una vorágine de corrupción y populismo que intentó destruir las formas más genuinas de nuestra identidad cultural, Susana Baca declaró en una revista local que la música afroperuana había ganado un sonido contemporáneo. Pero advertía que era penoso que los músicos no conocieran la célula rítmica del landó o del festejo. Añadía luego que las raíces de nuestro país, uno que tiene diversidades encontradas, nos obligaba a querernos y reconocernos, a escucharnos y recordarnos.
En 1999, la edición de julio de la revista Rolling Stone explicó este crecimiento espectacular de Susana Baca y su relación con David Byrne. Para perfeccionar su español, Byrne estudiaba los temas de Susana. De pronto, el idioma pasó a segundo plano. “Me sentí intrigado. Además de descubrir el sonido afroperuano, me encontré con una artista increíblemente conmovedora y orgullosa de su cultura”, dijo Byrne. Así que localizó a Susana y comenzaron a perfeccionar el disco que luego se llamaría Eco de sombras. Era el encuentro entre Estados Unidos, África y Perú.
Vida simple, existencia intensa. Sólo la guitarra de su padre la amotinaba de encantos. Y él tocaba como quien bordaba el trenzado del ancestro y el ojo del visionario. Pero hay que decir de una vez que era descendiente de africanos, y papá sabía que, desde la cuenca del río Níger, aquellos traficantes de extramares habían traído a sus abuelos encadenados y desnudos tras arrebatarles todo menos su música y su religión. Y Susana asumió el encargo porque después, cuando estudió el origen de su genoma, entendió que en ella se hacía canción ese sincretismo de fe y de esperanzas.
La herencia negra en el Perú mestizo es fascinante y compleja. Desde la colonia, los negros vivieron en situación de opresión, segregación y/o exclusión oficial. No obstante, aquella involuntaria llegada a nuestras playas, y su relación con los indios y criollos de la costa, enriqueció la tradición mestiza de estas tierras. ¡Vaya uno a confrontar esa sabiduría medicinal, el genio culinario, aquel espíritu celebrante y la imaginación religiosa, todos armonizados por los cantos! Porque no fue un solo tipo de negro el que llegó en calidad de esclavo; existió una población heterogénea de casi cien mil africanos que forjaron la tradición criolla peruana, la simiente de artistas negros que fundaron dinastías y estilos, adobados en un crisol gozoso y al mismo tiempo cruel e injusto. Esa fue una parte de la diáspora que regó su sangre en las haciendas costeñas; ese, su orgullo y su cadencia. Familias como los Santa Cruz, los Ascuez, los Vásquez, los Ballumbrosio, los Campos, cada uno en su tiempo y a su manera, aportaron al saber que conjugaba la tradición oral —cantada en forma de cumananas o panalivios— y la expresión corporal.
© Diario de Madrid.
Entonces, me habla de su centro cultural en Cañete, donde vive los pocos meses que pasa en el Perú. Antes, emprendió con Ricardo Pereira una cruzada inédita: buscar con rigor las raíces más entrañables de esa cultura relegada. Sus trabajos al lado de la musicóloga Chalena Vásquez la llevaron a la indagación descomunal de una verdadera científica social en un país de entusiastas. Así, hurgó en el acervo de las familias que protegían la tradición como coraza para defender su autenticidad, desde Aucallama hasta El Carmen, de Malambo a San Luis de Cañete, de Santoyo a la mítica Zaña. ¿Y a cuántos músicos, cantantes y decimistas no encontró en su exploración? Ella y su esposo recorrieron la costa peruana recopilando testimonios y documentos de aquellos pueblos descendientes del negro. El resultado fue el libro Del fuego y del agua luego de once años de labor.
Las investigaciones sobre la trayectoria de Susana están impresas en trabajos como: El aporte del negro en la música popular peruana, de la Universidad de São Paulo, Brasil; La música y la herencia negra, Casa de las Américas, La Habana, 1986; La diáspora africana y el mundo moderno, Universidad de Austín/Unesco, Texas, 1996; La música de raíces africanas en Brasil y América Latina, São Paulo, 1997; y Arts Alive, Johannesburgo, 2000. Al mismo tiempo, posee innumerables premios y distinciones. En 1987 fue nombrada Embajadora de Buena Voluntad por la Unicef; y posee el premio Sor Juana Inés de la Cruz, otorgado por el Museo Mexicano de Arte Contemporáneo con sede en Chicago, el mismo que se les ha conferido a las escritoras chilenas Isabel Allende y Marcela Serrano.
El notable jazzista Michael League y su grupo Snarky Puppy estuvieron alojados en el centro cultural de Cañete, donde grabaron un disco. La noticia quizá interese a pocos, pero no al equipo que trabaja con Susana Baca y que mantiene el interés de lo afroperuano y su articulación con los indios y criollos de la costa. Ese cruce enriqueció la tradición mestiza de estas tierras.
Y ahora nos acordamos del poeta Arturo Corcuera y su poema “Los amantes”, que ya está tarareando. Y la película Sigo siendo de Javier, hijo de Arturo, donde ella canta un par de temas. Y recordamos a Gregorio Martínez y a Andrés Soto, muertos en la víspera. Baca es heredera de las dinastías más ilustres de los negros del Perú. Y cada dinastía aportó esa parte que su memoria atesoraba en sus corazones. ¿Cuánta belleza halló entre cajones y chacombos, al compás de las cadenas, al son de un socavón? Susana Baca recuerda y no cesa de recordar precisamente esa maravilla del negro peruano, el disco que grabara Nicomedes Santa Cruz, Cumanana, con Porfirio, con los De la Colina, con aquellos que llevan una sangre encendida de reclamos y aromada en sus bondades de glóbulos festivos.
El conflicto entre lo nuevo y lo viejo afectó con delicadeza sus opciones. Un poema de Enrique Verástegui, del movimiento Hora Zero, le parecía más valioso que un vals del bardo Felipe Pinglo Alva. A Susana Baca le interesaba aquello que llegaba de Cuba con el nombre de nueva trova y lo que traía la magia de Brasil con los gestores del llamado tropicalismo. Y Susana, entre las vanguardias y la tradición, inició un camino inédito hacia lo que dictara su corazón. Y fue un duro trajinar, un camino tan empedrado de incomprensiones que si César Vallejo la hubiera visto, habría exclamado entre incendios: “Que de mi país, a mis enemigos, los quiero…”.
Y en el más intenso silencio, Susana y sus compañeros de utopías fueron consolidando sus espacios y reafirmado sus ecos; primero grabando cintas, luego editando discos con ayuda de sus amigos en Editora Pregón y junto a Ricardo Pereira. En 1986 viaja a Cuba y, en los Estudios de Egrem en La Habana, graba Poesía y cantos negros [Lamento negro], cuya reedición le permitió ganar el Grammy Latino tres años después. Era un disco distinto, con poemas del chileno Pablo Neruda, del uruguayo Mario Benedetti, de los peruanos Alejandro Romualdo, César Vallejo, César Calvo, Gálvez Ronceros y Victoria Santa Cruz, y un tema que Chabuca Granda había dejado inconcluso: “María Landó”, que Susana perfeccionó de manera magistral.
Fue un álbum sui géneris, hecho con paciencia, sacrificio e incomprensión de algunos. No así nada más se musicalizaba poemas tan intensos como “El hermano Miguel” de Vallejo o “Matilde” de Neruda. Además, aunado a los poemas y sentires negros Los Gallinazos de Victoria Santa Cruz, formaban un entramado brillante, azuzados por las brasas de una emoción única y de una pasión sin par. En el disco participaron algunos integrantes de la banda cubana de jazz latino Irakere, además del grupo de cuerda Brindis de Salas y otros músicos peruanos, entre ellos el guitarrista Lucho Gonzales. Es un disco extraño —ya lo dije— al que el tiempo supo darle, con justicia, la importancia y grandeza que sólo las obras inmortales tienen. Cuando se confirmó en la tercera edición de los Grammy Latino en Los Ángeles que el disco había conquistado el premio, Susana Baca, que se hallaba preparando un concierto en Boston, apenas tuvo las fuerzas para decir: “Qué alegría que un trabajo tan antiguo fuera reconocido. Eso quiere decir que no estaba equivocada”.