La invasión napoleónica
En junio de 1812 los ejércitos de Napoleón entran en Rusia. Ante el arrollador avance de la Grande Armée, las tropas rusas, dirigidas por el anciano Kutusov, adoptan la estrategia de la retirada, cada vez más hacia el Este del inmenso país, y sin aceptar entrar en combate abierto hasta unos 160 kilómetros antes de Moscú, en que se da, en septiembre, la batalla de Borodino, la más sangrienta del siglo XIX europeo (en un solo día, más de 50.000 muertos de cada parte). Bonaparte, pese al resultado indeciso de la batalla se proclama vencedor y aguarda durante varias semanas desde las colinas próximas a Moscú a que alguna delegación rusa venga a pedirle condiciones de paz. Fue en vano: el ejército ruso no se da por vencido, y después de cruzar rápidamente Moscú marcha hacia el Sudeste.
Cuando Napoleón finalmente se decide a entrar en la capital, horrorizado, la encuentra casi desierta y en llamas, sin cobijo ni alimento para sus tropas. El ejército ruso pronto vira sigilosamente hacia el Oeste, y atrapa al francés bloqueándole el camino hacia las provincias más ricas del Sur que le puedan aprovisionar. Ante esto y el invierno que se echa encima, Napoleón ordena retirarse y salir cuanto antes de Rusia; pero, acosado sin cesar, también por numerosas guerrillas, sufre enormes pérdidas en la retirada a través de la nieve. Sólo una reducida parte, con multitud de heridos y famélicos, logra escapar dirigida por Napoleón y llegar a primeros de diciembre a Vilna (Lituania). Aquello fue el principio del fin del Imperio por él soñado148.
La Santa Alianza ideada por Alejandro I (1801-25)
Tras la victoria sobre Napoleón surge la gran ocasión de dar al pueblo ruso una verdadera reforma social y política acorde con la fe y sus históricas tradiciones, en lugar de ser configurado por el espíritu ilustrado y un tanto caótico que anima al mismo zar. Alejandro I fía entonces la salvación de Rusia, y también la del orden internacional, ante todo al mantenimiento de las legitimidades dinásticas acordadas con las potencias de la Santa Alianza, de la que él fue principal y utópico promotor, y a la que llamó a agregarse con insistencia a la Santa Sede, que nunca accedió.
La compleja personalidad de Alejandro –como se comenta en la Historia del mundo moderno de Cambridge– había evolucionado de una marcada frialdad religiosa hacia un utopismo de conversos iluminados: hacia “un galimatías pseudomasónico”, y luego al misticismo pietista de la baronesa Krüdener. Los otros principales signatarios de Santa Alianza (austriaco, francés e inglés: Metternich, Talleyrand y Castlereagh) se reían a sus espaldas del iluminado zar. Pero todos ellos coincidían en que, de ninguna manera, tras la Revolución francesa, se había de apoyar una reforma social y política en sentido cristiano en las viejas naciones de Europa, alumbradas precisamente por la fe en Cristo149.
Los decembristas de 1825
A partir de Alejandro I (1801-25), los zares no simpatizarán con las ideas de la Revolución francesa, pero, con una política errática, no logran remediar las tremendas miserias del campesinado y del incipiente proletariado industrial, ni atajar las grandes corrupciones morales de la alta sociedad, que contribuyen a tales miserias. En este contexto, crecen las protestas entre la oficialidad rusa, orgullosa de su reciente triunfo, compuesta en su mayoría por nobles jóvenes, cultos que dominan tanto el francés como el alemán, y que en su avance hacia Europa para derrotar definitivamente a Napoleón no han dejado de asumir ideas del adversario francés. Conocen de cerca la vida parisina, sus periódicos, cafés, salones...
Estos militares venían ya preparados para comprender el nuevo pensamiento europeo por su anterior instrucción sobre Kant, Goethe, Rousseau... Y en Francia leerán a los ideólogos del momento, ya liberales (Madame Stael, Benjamin Constant) o ultramontanos y románticos católicos (Chateaubriand, De Maistre). Para muchos de ellos la vuelta a Rusia fue “como un baño de agua helada”150.
En este ambiente surgen las primeras logias masónicas en Rusia en los años 1816-18. En San Petersburgo, donde se estaciona la mayoría de los regimientos, varios cientos de oficiales de la logia Sociedad del Norte conspiran para derrocar la monarquía e implantar un régimen constitucional. Otros grupos de oficiales surgen con similar propósito más al Sur; hasta en la lejana Ucrania.
Pero no se ponen de acuerdo (¿se respetará la vida del zar?, ¿monarquía constitucional o república jacobina?), y para cuando resuelven dar el golpe de Estado, muere inesperadamente el zar Alejandro (noviembre 1825). Pero el intento no cesa, prosigue con su sucesor, Nicolás I, que lo hace fracasar al reunir una tropa leal que dispersa y derrota a los sublevados en diciembre de 1825. Revueltas y conmociones por motivos más o menos particulares ya se habían dado innumerables en el pasado; pero no, revoluciones. Aquél –comenta Bushkovitch– fue “el primer intento de revolución de la historia rusa”151.
La complejidad de la época de Nicolás I (1825-55)
Nicolás asciende al trono inesperadamente. Nadie le había enterado de que su hermano Alejandro lo tenía designado para sucesor en lugar del otro hermano, Constantino. Y cuando le comunican que ésta es la voluntad del difunto, se resiste un tiempo a aceptarla. Sin ambiciones de poder, entiende que debe mantener una fuerte autocracia frente a la revolución y el liberalismo, y al mismo tiempo ejercer un gobierno paternal en bien de su pueblo.
Se enfrentará a la corrupción e incompetencia de la burocracia rusa. Su autocracia era más sinceramente religiosa que la común de los despotismos ilustrados del XVIII y que la de los políticos legitimistas de la Santa Alianza. Desea que la religión sea más la clave de la nación rusa. En lugar de una Iglesia, más o menos afectada por la Ilustración del XVIII y por los utopismos de Alejandro I, promueve una Iglesia “más ortodoxa”, de mayor pureza doctrinal y mejores conductas.
Se produce entonces un gran renacimiento del monacato. Sus monjes –“los ancianos” o starstsy– , de ejemplar vida ascética, son las figuras más carismáticas de la ortodoxia rusa. Realizaron un gran servicio espiritual por toda la nación, y a ellos acudirá toda clase de gentes, incluidos escritores famosos e intelectuales, en busca de guía. Así mismo, proseguían las tradicionales peregrinaciones a templos con reliquias de santos.
No obstante, la complejidad de la sociedad rusa aumentaba, tanto en las clases más altas como en la incipiente burguesía de los negocios (crece la economía notablemente) y en las profesiones liberales salidas de las universidades. Y, por otra parte, las grandes expansiones territoriales de la nación hacia el Oeste (Polonia, el Báltico y Finlandia) y hacia Asia habían llevado a englobar una multitud de pueblos, etnias y religiones muy diversas.
Además de los mayoritarios ortodoxos, convivían los cismáticos viejos creyentes (un 25% del campesinado y ciertas minorías pudientes), los católicos de Polonia, Lituania y Ucrania, los luteranos del Báltico, y muchedumbres de musulmanes por todo el Sudeste de Rusia. El trato a los católicos de la Polonia anexionada a Rusia venía siendo muy duro, sobre todo a partir de la sublevación de 1830; y aún quizá más para con los numerosos católicos de rito bizantino (uniatas), ortodoxos vueltos a la unión con Roma tras el Concilio de Florencia (1437), y sobre todo tras el Sínodo de Brest en 1595.
Aún los zares Pablo I y Alejandro I, por respeto y veneración a Pío VII, tan vejado por la Revolución francesa y siete años secuestrado por Napoleón, habían atenuado algo la dureza para con sus súbditos católicos. Pero Nicolás I desoye aún más las reiteradas quejas de los papas a los zares por tan mal trato152.
La penetración de las ideologías de Occidente en Rusia en el XIX
En los años 1830, el pensamiento de Schelling se abre cauce entre la intelectualidad rusa, pero pronto es desplazado por el de Hegel, asumido primero por jóvenes universitarios de Moscú por considerarlo más riguroso y universal para explicar la historia: las evoluciones de las sociedades y las culturas por el desarrollo de la Idea (la de libertad, concebida como lo antitético a la soberanía de Dios, a modo de divinidad inmanente en la historia destinada a sustituir la ley de Dios en las conciencias y vidas de los humanos por uno u otro voluntarismo absoluto).
Aquellos jóvenes