Los irreductibles I. Julio Rilo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Julio Rilo
Издательство: Bookwire
Серия: Los irreductibles
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418996733
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caminaba describiendo la media circunferencia hacia la derecha para llegar hasta el auditorio, a sus lados iban pasando las ventanas. Las ventanas de su derecha daban a los jardines interiores. Pero las ventanas de la izquierda, las que daban al exterior, a veces se veían interrumpidas por salas de reuniones o despachos y oficinas con paredes blancas relucientes.

      Kino llegó caminando hasta las puertas del auditorio este, que era el que más cerca estaba del edificio principal. El secretario de Raúl aún no estaba allí, por lo que Kino se apoyó en una columna a media distancia entre las puertas del auditorio y los ascensores de la torre. Pasaron cinco minutos, y por fin Kino vio salir de los ascensores a Isidoro Silva, quien después de localizarlo se dirigió en su dirección con paso firme y seguro.

      Kino ya conocía a Isidoro, era un lameculos estirado, lo que lo convertía en el perfecto secretario de su hermano. Era un chico que entraba en la década de los treinta. Tenía unos fríos ojos negros en los que quedaban pocos rastros de vida, que miraban con superioridad desde detrás de unas gafas cuadradas sin montura, que se apoyaban (o, mejor dicho, se incrustaban) sobre una nariz chata y redonda. Llevaba el pelo del color de la paja húmeda muy corto por los lados y peinado con una raya al medio en la coronilla, y vestía con una apretada chaqueta ajustada de corte ejecutivo color marrón y pantalones color beige, y en sus manos llevaba una tableta como la que Kino utilizaba a veces para escribir, pues las holo-pantallas le terminaban cansando la vista. Su forma de andar resultaba bastante cómica, pues, aunque no estaba gordo tampoco estaba delgado, y caminaba dando muy deprisa pasos no muy largos. Parecía un personaje de una serie de dibujos animados. Isidoro se acercó hasta donde estaba Kino y habló con su voz aguda y aflautada.

      —Buenas tardes, Sr. Jade, le estábamos… ¡Aquí no se puede fumar!

      —¿Qué? —Kino siguió la dirección que indicaba el acusador dedo de Isidoro, quien con una expresión de alarma de incendio miraba la colilla del cigarro que Kino se había dejado a medias antes de entrar—. Está apagado.

      Isidoro siguió mirando el cigarro con cara de susto, pensando muy bien cómo proceder.

      —Pero todavía puede contaminar el entorno.

      Kino levantó las manos, conciliador, y miró en torno suya buscando una papelera. Por suerte había una en la pared más cercana.

      —Ya está —dijo al volver de tirar la colilla, mientras se apagaba el eco de sus pisadas en el recinto casi vacío—. Bueno, ¿qué pasa con mi hermano? Debe estar ocupadísimo.

      —Como siempre. Pero ahora ya está listo para recibirle. Por favor, acompáñeme.

      Ambos se dirigieron hacia los ascensores, e Isidoro llamó al mismo en el que había bajado antes, que aún seguía allí. Los ascensores eran de cristal, y al subir ascendían detrás de un panel de vidrio que se extendía desde la base hasta lo más alto del edificio pudiendo ver así una vista privilegiada de la ciudad. Y al llegar al piso destino, otra puerta se abría por el lado contrario al que habían entrado, accediendo así a las oficinas.

      Se subieron y el asistente de Raúl Lázaro pulsó el número 60 en la pantalla del ascensor. Con un movimiento muy suave que no provocó ninguna sacudida, el ascensor empezó a subir por los raíles magnéticos en silencio, y poco a poco cogió velocidad. A medida que ascendían, el edificio circular al que llamaban el estadio, con sus jardines en el centro, fue quedando cada vez más abajo. Kino miraba distraído por la ventana, contemplando la imagen de la ciudad que empezaba a iluminarse bajo un cielo que parecía resistirse a oscurecer, aunque el sol ya había desaparecido por detrás de las montañas. Isidoro, por la otra parte, daba su espalda a las vistas, orientado hacia la puerta que se abriría cuando se detuviera el ascensor y revisando múltiples pestañas en la pantalla de su tableta.

      —Espero que no haya tenido que esperar mucho tiempo, Sr. Jade.

      Kino se encogió de hombros.

      El ascensor se detuvo con suavidad, y los dos lo abandonaron. Delante de ellos se extendían las paredes oscuras y el suelo blanco de un amplísimo pasillo de techo muy alto, en el cual había una franja de vidrio que durante el día permitía que entrase por ella la luz y la claridad. A esas horas, la única luz procedía de unas lámparas situadas a lo largo de las paredes que iluminaban la estancia lo necesario como para saber por dónde se andaba. Aquello le daba a aquel pasillo el aspecto de una catedral o el corredor de un monasterio.

      Mientras caminaban, a sus lados desfilaban las puertas que daban a los despachos del resto de los principales dirigentes de Industrias Lázaro, vacíos a aquellas horas. Menos el último. El despacho del fondo era el de su hermano Raúl, el antiguo despacho de Ricardo Lázaro. Llegaron hasta el final del pasillo, hasta la mesa de Isidoro, situada a un lado de las grandes puertas de doble hoja que comunicaban con el despacho. Isidoro se inclinó sobre su mesa y pulsó un botón durante un par de segundos. Kino se imaginó que aquello debía de ser alguna especie de timbre, aunque allí no se oyera nada. Isidoro se incorporó y pasó de nuevo por delante de Kino, que esperaba con las manos metidas en los bolsillos del chaquetón desabrochado, llegó hasta las puertas de madera y giró el pomo. Con un chasquido las puertas se abrieron, y mientras, al otro lado del enorme despacho, Raúl Lázaro se levantó de su silla apoyándose en su gigantesca mesa de cristal, y durante un segundo los dos hermanos se miraron a los ojos por primera vez en más de seis meses, cada uno a un extremo de aquella enorme sala.

       XI

      —Su cita de las siete, Sr. Lázaro.

      —Gracias, Isidoro.

      Isidoro inclinó la cabeza, y mientras Kino entraba caminando con mucha parsimonia y las manos todavía en los bolsillos de su chaquetón, salió en silencio del despacho cerrando la puerta tras de sí, con la cabeza todavía inclinada.

      El despacho de Raúl era una habitación rectangular el doble de grande que el piso de Kino, y con techos el triple de altos. A ambos lados de las puertas de entrada había colocadas dos filas de tres sillas que se soportaban sobre una única pata. Las paredes estaban decoradas con los pósteres de las producciones de más éxito de lo que había sido primero Estudios y luego Industrias Lázaro. La mayoría de esos pósteres eran de las películas de Ricardo, cine de aventuras, suspense, histórico, negro, comedia… y un largo etcétera. A la hora de definir a Ricardo Lázaro decir versátil era quedarse corto, la verdad. También había algunos pósteres de las senseries que más éxito habían tenido desde que Raúl estaba al frente, pero comparar la relevancia de estas con la que en su día tuvieron las películas de su padre, a los ojos de Kino, era ridículo.

      En el extremo opuesto a la entrada del despacho no había pared, sino una pieza única de vidrio de veinte centímetros de grosor, y delante de este ventanal, la mesa de Raúl.

      Raúl bordeó la mesa mientras se abrochaba la chaqueta, moviéndose sin mucha seguridad en lo referente a cómo proceder a continuación. Raúl era cinco años mayor que Kino, pero ya antes de cumplir los años que ahora tenía su hermano pequeño, había empezado a quedarse calvo, lo que supuso una herida irreparable en su orgullo. Siempre había sido un ejemplo de vida sana, y Kino estaba convencido de que ese era el motivo por el que, con tal de conservar la apariencia de que podía mantener el control sobre su cuerpo, Raúl se afeitó la cabeza entera, menos la barba. En una ocasión, Kino le había soltado que no engañaba a nadie, que no era él quien decidía dónde crecía el pelo y dónde no. Cosas de hermanos.

      Raúl iba vestido elegante y con gusto, como era habitual. Llevaba una chaqueta añil encima de una camisa color vainilla, y unos pantalones blancos relucientes. Cuando Kino llegó hasta él, los dos se quedaron un momento sin saber qué hacer, hasta que al final Raúl le echó valor y le dio un muy incómodo abrazo a su hermano.

      —Me alegro de verte, Joaquín.

      —Ya, ya…

      —¿Qué tal el trabajo?

      —Pues como siempre. ¿Y tú qué? ¿El trabajo bien? ¿La familia bien?

      Raúl captó