Cerró el holograma y se asomó a la ventana para volver a fumar. La calada volvió a ser más larga de lo aconsejable, pero en esta ocasión no era porque tuviera prisa, sino porque no entendía nada. Mientras el humo inundaba los pulmones de Kino, a su mente solo llegaron tres palabras: «¿Pero qué coño…?».
VII
Raúl, el importante empresario, hablando de pérdidas millonarias. Cómo le gustaba darse aires al calvo cabrón. El vagón del metro, que se había quedado quieto los últimos minutos en medio de un túnel por una avería, se volvió a poner en marcha. Eran las siete de la tarde del viernes, y a Kino le faltaban tres paradas para llegar a Cuzco, que era la parada de metro más cercana a la sede de Industrias Lázaro. Y allí era también donde estaba su hermano, esperándole.
Ayer, al salir del trabajo, por fin había llamado a su hermano. Y, por supuesto, quien contestó fue su secretario. Después de explicar a Kino de todas las formas imaginables que su hermano estaba demasiado ocupado para atenderle en aquellos momentos, pero que no tendría problema en fijar una cita, él accedió a regañadientes.
Era evidente que Raúl no quería hablar con él directamente porque lo había hecho esperar para tener una contestación a su correo y cuando llegó el momento de fijar una hora para la cita, Kino no participó en absoluto en la toma de decisiones. Y ahora se encontraba de camino a ver qué cojones querría.
Kino estaba intrigado por la promesa en el correo de dinero, aunque le cabreaba mucho el tono condescendiente que tenía su hermano mayor con él. ¿Para qué podrían querer contratarlo a él? No era que él hubiese dejado claro que no quería tener nada que ver con las producciones de Lázaro, sino que era a él a quien le habían dejado claro que allí no había lugar para él desde el momento en el que empezaron a centrarse en la producción en masa de senseries.
Y no creía que volviesen a producir películas o series a la antigua usanza, aquel era un mercado muerto. A no ser que pretendiesen una arriesgada campaña centrada alrededor a la nostalgia, una posibilidad remota.
Kino recordaba que cuando las primeras senseries se pusieron a la venta, aquello ya había perdido la gracia para él. Al fin y al cabo, cuando era pequeño, antes del divorcio, fue cuando su padre empezó a trastear con la tecnología de la realidad virtual y sus posibilidades. Y él y su hermano fueron los primeros espectadores que tuvo esta nueva faceta del trabajo de su padre. Que esa era otra. A Kino le daba la risa cada vez que recordaba la parte del correo en el que su hermano hablaba de «proteger el legado de su padre». Por favor… y luego le llamaban a él hortera. Como si Ricardo Lázaro, el hombre que había dado al mundo las senseries, necesitara que alguien protegiese su nombre. Había dos motivos por los que nadie necesitaba defender a Ricardo: uno, que su trabajo y aportación a la cultura eran innegables (por mucho que a Kino pensar en ello le hiciera retorcerse por dentro); y dos, que estaba muerto. Y a los muertos no les importa su reputación. Si Raúl quería proteger algo, era su cargo.
La verdad era que, al pequeño Joaquín, en su día, la idea de las senseries le había parecido genial. Pero claro, por entonces era un niñato. Aquellos eran los días del boom de la realidad virtual, sobre todo en la industria de los videojuegos. Y aquello le dio a Ricardo Lázaro una idea sobre cómo explotar al máximo la sensación de inmersión a la hora de ver una película.
Las películas en realidad virtual no terminaban de cuajar dentro del público, a la mayoría les mareaba demasiado. Pero Ricardo tuvo una idea que cambiaría el mundo del entretenimiento para siempre: ¿y si encontrasen una forma de influir en el oído del espectador?
En respuesta a esta pregunta, la mayor parte de la gente preguntó, ¿para qué? El caso es que Ricardo entendió que a mucha gente le mareaba la realidad virtual no porque los estímulos visuales fueran demasiado fuertes, sino porque la percepción visual de movimiento del usuario es diferente a las percepciones del movimiento y gravedad de quien, sentado en el sofá de su casa está viendo una película de aventuras en realidad virtual donde el protagonista, por ejemplo, salta de un helicóptero a un tren en marcha. Es esa disociación entre lo que perciben los diferentes sentidos es lo que producía el rechazo, así que Ricardo se propuso arreglarlo.
Y así fue cómo los Estudios Lázaro se diversificaron y crearon un departamento de I+D, donde después de un par de años consiguieron un dispositivo funcional que, de forma exitosa, era capaz de influir en el oído interno a través del uso de la frecuencia adecuada de ondas de inducción electromagnética, estimulando el sistema vestibular. De esa manera se consiguió que la percepción visual y el equilibrio coincidieran, pero no solo eso.
La inducción electromagnética no solo permitía replicar los estímulos en los músculos del oído interno para alterar la percepción del equilibrio, sino que a medida que investigaron descubrieron diferentes frecuencias para provocar diferentes estímulos en distintas partes del cerebro. Y lo que se consiguió con esto fue la capacidad para replicar cualquier sensación de una forma virtual, lo que abrió una puerta a un nuevo mundo del entretenimiento.
Cine sensorial, donde el espectador siente todo aquello que percibe el protagonista de la historia: un empujón, un roce, un beso. El dolor, obviamente, era rebajado, pero el placer era aumentado. Así que, si antes de esto el negocio del porno era uno de los que más dinero movía en el mundo, pues imagínate desde el momento en el que se inventó el cine sensorial.
Y así, Industrias Lázaro fue un bombazo y el primer producto que lanzaron al mercado fueron las Mind-mallows. Estos eran dos dispositivos con una textura exterior esponjosa que se adhería a la piel y se quedaba pegada. Las Mind-mallows se colocaban en las sienes, y cuando se activaban empezaban a enviar señales al cerebro y la función daba comienzo.
Por supuesto, fue un éxito tremendo, y pronto todo el mundo quiso subirse al carro. Y como Ricardo Lázaro se había encargado de patentar la tecnología mucho antes de que esta saliera al mercado, con los inmensos beneficios Industrias Lázaro se consolidó como un referente en la industria del entretenimiento cuando otros estudios empezaban todavía a usar esta tecnología. Pero esto no era suficiente para Ricardo (nada lo era, aparentemente).
Él quería ir más allá. Lo que deseaba era darle al espectador la posibilidad de decidir en qué sentido iba a terminar la historia. Que se viera obligado a tomar decisiones y que sintiese el peso de estas al final de la trama. Inmersión total.
Para conseguir esto, lo primero que hubo que hacer fue identificar y medir cuáles son los impulsos electromagnéticos que se generan en la sinapsis a la hora de tomar cualquier decisión, y una vez conseguido esto, incorporar un receptor dentro de las Mind-mallows de manera que están emitiendo y recibiendo señales al mismo tiempo. Traduciendo en imágenes y sensaciones aquello que el usuario escoge.
Al principio, las alternativas eran bastante limitadas, y a lo largo de una película sensorial había tres o cuatro decisiones que influían directamente en el desenlace de la trama, así como unas cuantas opciones más de diálogo entre las que escogía el usuario en ciertas escenas. Pero nada más. Aun así, el público se volvió loco con las Mind-mallows y las nuevas películas de múltiple opción. Por lo que, cuando se refinó el proceso de inclusión de decisiones, así como las tramas, todo el mundo, absolutamente todo el mundo (salvo los pobres), estaba enganchado al cine sensorial.
Y fue aquí cuando a Ricardo se le ocurrió la próxima genial idea: «¿Por qué no serializamos nuestro contenido? Así, conseguiríamos que la gente siguiese pagando mes a mes por la actualización de cualquiera que fuera la serie a la que estuviesen enganchados». Y así nacieron las senseries.
VIII
La idea de serializar